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El teatro de Buero Vallejo como trinchera de libertad

19 de Junio de 2025
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Buero Vallejo

Debía tener quince años. No lo sé. Pero sí recuerdo mi entusiasmo cuando leía Las Meninas (1960) en aquella edición de Espasa con las tapas amarillas, en un volumen compartido con Historia de una escalera. Velázquez era el héroe solitario que se enfrentaba al poder, como Tomás Moro en Un hombre para la eternidad, como el sheriff Will Kane en Solo ante el peligro. ¿Cómo no admirar a alguien tan valiente? Ahora, con la edición del primer tomo de las Obras Completas de Antonio Buero Vallejo (Biblioteca Castro, 2025), he vuelto a tener la oportunidad de releer esa pieza maestra y otras que igualmente me encandilaron en su tiempo. Ninguna ha envejecido. Todas conservan su poderosa intensidad dramática y la fuerza con la que sus protagonistas defienden sueños de libertad en un mundo hostil.

Las dictaduras no son buenas. Pero, si tienen alguna ventaja, es que estimulan la imaginación de los escritores para aprovechar hasta el más mínimo resquicio que permita la crítica. Buero Vallejo no podía decir directamente que Franco era un tirano, pero sí utilizar situaciones del pasado que recordaran a sus espectadores determinadas injusticias que clamaban al cielo. El Velázquez de Las Meninas, por ejemplo, nos confiesa que su viaje a Italia le hizo comprender que, hasta entonces, había sido un “prisionero”. Esa afirmación en una España como la de Franco, que vivía de espaldas a Europa, tenía un significado muy concreto que admitía poca ambigüedad.

Lo mismo sucede con la escena vibrante en la que el pintor planta cara a un marqués y le reprocha que no comprenda las penurias de los necesitados visto el desmesurado incremento de su patrimonio. En aquellos momentos, el yerno del Jefe del Estado poseía -oh, casualidad- un título nobiliario de igual categoría. Nos referimos al marqués de Villaverde, del que se sabía que utilizaba su influencia para hacer negocios muy lucrativos.

En Un soñador para un pueblo (1958), Esquilache, ministro de Carlos III, es otro personaje que simboliza la autenticidad en un mundo falso. Como encarnación de las ideas renovadoras, el estadista italiano tiene que enfrentarse a los sectores más retrógrados de la sociedad hispana. El autor plantea así cuestiones importantes sobre el gobierno del país. Ensenada, un ilustrado desengañado, piensa que el pueblo siempre será menor de edad. Hay que trabajar en su beneficio… sin dejar que intervenga en las decisiones. Esquilache, por el contrario, piensa que la gente acabará por madurar. No está condenada, por la naturaleza de las cosas, a que sean otros los que hablen en su nombre. Buero Vallejo contrapone así el cinismo y el idealismo.

Carlos III, entre tanto, aparece un monarca que ha venido a reformar, no a tiranizar. Su figura viene a decir al espectador, de un modo indirecto, que Franco es justo todo lo contrario. Pero la denuncia se hace más contundente a través de Esquilache cuando este ha de reaccionar al motín que se opone a sus benéficas iniciativas. El Rey le cede la facultad de decidir y le coloca así en un grave dilema. ¿Optará por la represión y fusilará a los rebeldes? Si escoge perpetuarse en el poder, el país se sumirá en un abismo de horror y sangre. Por eso, para evitar la guerra civil, prefiere finalmente renunciar. El inocente, de este modo, se sacrifica para salvar a la colectividad. Es obvio que el autor no nos habla realmente del siglo XVIII sino de lo que había sucedido en España veintidós años antes del estreno del drama. Esquilache, aunque sea un ministro del Antiguo Régimen, confía en las personas corrientes. Su cercanía al pueblo hace que lo podamos interpretar como una encarnación de la sensibilidad democrática que, en la España franquista, se oponía al inmovilismo del régimen.  

En El sueño de la razón, Goya se enfrenta al infame despotismo de Fernando VII, un rey obsesionado con aplastar a liberales y masones, exactamente igual que cierto “Caudillo por la gracia de Dios”. El artista, orgullosamente, se niega a rendir pleitesía a un monarca al que desprecia. Supone que nadie va a impedirle continuar dedicándose a la pintura y a su familia, como dueño y señor de un espacio, el del hogar, donde es él quien manda, no el soberano. Las circunstancias, por desgracia, evidencian que su independencia de espíritu puede acarrearle disgustos serios.

Pero Buero Vallejo también sabía cómo hacer crítica social desde el presente. En 1949, Historia de una escalera presenta un relato en apariencia inocuo: las rivalidades en una casa de vecinos a lo largo de varias décadas. Fernando y Urbano son dos amigos enamorados de la misma mujer, Carmina. Ambos también aspiran a dejar atrás el ambiente sórdido en el que viven, aunque con procedimientos muy distintos. El primero sueña con el ascenso social sin preocuparse de más consideraciones que su propio beneficio. El segundo, en cambio, es un sindicalista. Cree que los pobres, para progresar, deben organizarse. Al final, ninguno de los dos consigue gran cosa. Acaban ferozmente enemistados, en lo que viene a ser una metáfora de las dos Españas.

Sus hijos, sin embargo, se enamoran. Ambas familias tratan de impedir el noviazgo, movidas por viejos odios. En esos momentos, lo que realmente las separa es algo que nunca se nombra pero que está siempre presente: el fantasma de la Guerra Civil. De ahí que sean irreconciliables. Los jóvenes, Fernando hijo y Carmina hija, no quieren formar parte de este ambiente de mezquindad y brutalidades. ¿Conseguirá su amor alzarse por encima de los rencores? Historia de una escalera acaba sin que sepamos si esa incipiente tercera España, la de los que no han participado en la contienda de 1936, logrará imponerse a las otras dos.

Es muy posible que, si se estrenaran todos estos clásicos ahora, no faltarían los tiquismiquis que se echaran las manos a la cabeza por su poco rigor histórico. La crítica estaría, obviamente, fuera de lugar. Sería un error fijarnos en la fidelidad de ciertos detalles antes que en el valor simbólico de unas parábolas centradas en las inquietudes del presente. El Velázquez real, seguramente, debió parecerse más a un cortesano hambriento de honores que a ese héroe que defiende su autonomía creativa frente al Santo Oficio. ¿Importa acaso semejante falta de exactitud? La literatura es literatura porque no tiene que respetar ningún límite. En un tiempo oscuro como la dictadura franquista, el teatro, en manos de Buero Vallejo, sirvió para trazar historias en las que la palabra, de una forma o de otra, se enfrentaba a la violencia de la espada. La ficción, una vez más, ayudó a subvertir una realidad inaceptable.  

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