Cada tarde a las ocho toca asomarse al balcón yaplaudir. Son tiempos complicados para muchos, de desgarro y sufrimiento,muertes diarias y familias separadas, demasiada soledad y desesperación. Elabismo para muchos, el final para tantos. Para una generación, la de nuestrosmayores, que vivió una guerra cruenta, una posguerra penosa y paupérrima, unalarga dictadura, la Transición, el criminal terrorismo etarra y la devastadoracrisis económica de 2008. Algunos indeseables han deslizado una ideadeplorable: el efluvio calvinista de prescindir de una generación que ya noserá productiva. Nauseabundo. Consemejantes mimbres no sorprenderá la reticencia norteña a aceptar cualquiermecanismo de solidaridad comunitario cuando ni siquiera son capaces de aplicarunas mínimas nociones de ética en lo más elemental de su gestión política.
Contra las cuerdas, así, lo que pensábamosinalterable, algunos se aferran a un verdadero atracón de simbología:pancartas, canciones, conjuros retóricos de todo tipo para salir de esta. Ahítenemos las apelaciones a la presunta fortaleza con la que saldremos de lacrisis. Que la letal pandemia nos hará más fuertes, se repite y martillea desdediversos altavoces mediáticos para insuflar ánimos en la tropa. Y digo tropa,porque otro recurso retórico recurrente es la jerga bélica contra la pandemia. Seguramenteexiste justificación para todos esos fuegos de artificio, pero uno no puededejar de cuestionarse su racionalidad y utilidad.
Tal vez la de conjurar estados anímicos deplorables,eso a quien le ayude semejante empacho performativo. A otros nos abruma yaburre a partes iguales. Ni saldemos más fuertes, porque saldremos mermados porla muerte de demasiados, de todos los que se quedarán por el camino y que noengrosan una fría estadística, sino que tienen nombres y apellidos. Historiaspersonales truncadas, convertidas en pesadillas cruentas, en penosos finalesseparados de sus seres queridos, inhabilitados hasta para recibir un digno adiós.Saldremos, visto el espectáculo de propios y extraños, no menos cainitas queantes de la pandemia, actualizados y enhiestos los maniqueísmos de siempre: losbuenos y los malos, los míos y los otros, los rojos y los fachas. Saldremos,tal vez, sin aprender las lecciones básicas que nos deja la crisis.
Por ejemplo, que es una mala cosa enfrentarla con unEstado debilitado por las permanentes centrifugaciones sufridas: por arriba, lassupranacionales, hacia estructuras económico-financieras que, a la hora de laverdad, o más bien a cualquier hora, practican con fruición el artículo primeroy único de la ley de la selva: sálvese quien pueda. Y también por abajo, en elzoco de las transferencias autonómicas y la involución cantonalista llevadahasta sus extremos más lunáticos: un ministerio de Sanidad sin competencias yun Estado incapaz de poner orden entre regiones para comprar de formacentralizada material sanitario, o para limitar las especulaciones del mercadoen bienes de primera necesidad. La soberanía elíptica no se disipa con jolgoriode balcones, sino con voluntad política y, sobre todo, con políticas reales quereviertan los errores de varias décadas.
Bien están los aplausos, pancartas y banderas, peromejor estaría tomarnos la política como materia seria, entre adultosresponsables. Gestionar un país no es hacer el ganso en la facultad o en unplató de televisión, está visto y más que demostrado. Hay que tomar decisiones,prevenir, planificar, adelantarse a los acontecimientos. Asumir responsabilidadescuando las cosas se hacen mal, no proyectarlas al vecino como si estuviéramosen un parque de bolas infantil, y nadie hubiera roto nunca un plato. Perotambién es exigible la responsabilidad de los encargados de fiscalizar a quien toma las decisiones: la de, porejemplo, evitar embarrar el día a día de una crisis sideral canalizandoanimadversiones y desplegando pequeñas cuitas y rencores partidarios. Noestaría mal empezar por desechar los latiguillos retóricos y las viejas palabras policía, conjurosnominales que bien valen para un roto o un descosido. Los habituales clichésideológicos para censurar cualquier cosa, incluso lo que resulta criticable,pero evitando hacerlo con arreglo a criterios racionales, forzando siempre losparámetros de análisis para que encajen con nuestros prejuicios y obsesiones.
Un aplauso no financia la sanidad pública, lo hacenlos impuestos y una buena gestión del presupuesto público. No estaría de másolvidarnos de los viejos mantras de barra de bar, repetidos hasta la saciedaden tertulias y griteríos, tan amigos de la brocha gorda: los impuestos no sonun robo, son un instrumento de política fiscal, y con una deuda públicabordeando el 100 % de nuestro PIB, prometer mágicas rebajas fiscales es unaverdadera tomadura de pelo. Impuestos que no pueden ser ni raquíticos ni paupérrimos,porque con ellos se financia, por cierto, la sanidad pública, y se paga a susprofesionales que se desviven por salvarnos estos días. Y es que una comunidadpolítica funciona no cuando se articula a través de arrebatos dadivosos de caridadpersonal, sino cuando está basada en sólidos criterios de justicia, y unacorrecta redistribución de la riqueza de un país es, sin duda alguno, uno de ellos.
Claro que para redistribuir, no solo hay que generar,sino que conviene que exista el Estado-nación sobre el que hacerlo. Vamos, algomás allá de la carcasa o el folclore performativo de turno. Una bandera o unapancarta no garantizan la soberanía de un Estado; lo único que la garantiza sonlas buenas políticas que eviten la dilución de esa nación por arriba y por abajo.Por arriba, como decíamos, en estructuras económicas y monetarias configuradaspara garantizar muy lucrativos intereses a cambio de una clamorosa y miopenegativa a corresponder con solidaridad y redistribución, sin unión política nifiscal; por abajo, en una multiplicidad de taifas a menudo egoístas y competitivas,descoordinadas e ineficaces. Y un grito arrebatado, en fin, no asegura esacoordinación y planificación necesarias para enfrentar retos de semejante envergadura.
La política de la simbología y los actos performativoses la política de la posmodernidad. La que se detiene en el continente más queen el contenido, en el gesto superficial más que en la acción colectivatransformadora, la que propala solidaridad de boquilla, y mañana justificará elsálvese quien pueda mercantilista, neoliberal o autonómico. Primero los míos, yluego, si acaso, los demás.
Entre símbolos y voluntarismo, tal vez habría quereflexionar para no quedarnos de nuevo en la efímera superficie. Que al abrazovirtual no le suceda el codazo real. Obras son amores y no buenas razones.