Todo lo que actualmente soy no me importa tanto como lo que pude haber sido de haberme importado.
Mis principios están por encima de mí porque no me tienen a mí como finalidad; y si tener principios es loable, aún más si cabe merecérselos.
De los grandes comportamientos —generosos y mezquinos— todos terminamos dándonos cuenta.
Pero descreo de la bondad y la maldad permanentes; no hay buena o mala gente, sólo existimos personas equivocadas cuando emparejamos el color de nuestros calcetines. No se degüella a la hija de una bailarina de sardanas como consecuencia de ser mala persona; se es mala persona como consecuencia de degollar a la hija de una bailarina de sardanas. La Declaración Universal de los Derechos Humanos es, para estas situaciones como poco inoportunas, la vía más heroica y eficaz de recuperar nuestro amor propio. Compadezco a los asesinos porque ninguno vivirá lo suficiente para matarse a sí mismo; y compadezco la premura en tal empeño pues, incluso tras perder la vida, tendrían más opciones de volver a matarse yendo deprisa en el paraíso que despacio en el infierno.
Vale la pena equivocarse si en nuestros errores está el principio correctivo hacia el acierto. Vale la pena que dejemos caer las letras de nuestro nombre al pie de un crucifijo. Y vale la pena buscar en una cantimplora no la razón de lo que fuimos sino de lo que ahora ambicionamos. Un acto noble no nos ennoblece; nos ennoblece el reconocimiento de los actos innobles porque la maldad es sólo patrimonio de los seres vivos. No se confunda la maldad con el privilegio caritativo ni se llame bondadoso a quien recuerda a menudo la desgracia de lo ajeno. La bondad es, en España, un ensayo del suicidio. Y los españoles no obramos de buena fe; la buena fe se demuestra perjudicando los propios intereses.
Conocí a un hombre que se hizo bueno después de ser incinerado. Conozco al cisne que muere una y otra vez interpretando a Tchaikovsky. Y sé que todo lo que proviene del dedo índice hace más daño que lo que proviene del gordo. El mal jamás me decepciona, ¿cómo habría la vida de decepcionarme? Y el bien apenas lo comprendo; he ahí que lo admire como admiro la muerte, como admiro a los muertos cuando no son españoles.
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