El verano del 2017 pasé parte de mis vacaciones con amigos en una casa rural enorme, preciosa, con piscina, barbacoa, jardines, libros, cuadernos, cansancio físico y mental, y tiempo, en Chiclana, la Valencia de los madrileños y la Cantabria de los vallisoletanos, para los extremeños.
Estaría comiendo yo unas tortillitas de camarones cuando de repente, imagino, me vino un chiste a la cabeza sobre las mismas, y supongo que lo apunté en mi teléfono o en mi cuaderno, que apuntar en la cabeza chistes e ideas que brotan de repente, es garantía de no recordarlas jamás y conlleva perderlas para siempre, como bien sabe toda aquella persona que se dedica a escribir cosas. También cabe la posibilidad de que no estuviese comiendo tortillitas de camarones y estuviese tirado en pelotas en alguna playa, leyendo en la piscina, viendo pornografía en el móvil o Dunkerque en el cine, da igual, el caso es que la referencia gastronómica me vino, evidentemente influido por el entorno y la situación general de vacaciones. La idea me pareció graciosa y decidí compartirla en mi muro de Facebook, con buen criterio a las 13:30, una hora en la que un comentario sobre comida puede tener más repercusión, cosa que el cerebro conoce bien y por eso nos “obliga” hasta a los más críticos con la debacle social, moral y la autocracia algorítmica reinante, a buscar su dosis de dopamina en me gustas y chorradas.
El chiste es el siguiente: “Las tortillitas de camarones son, posiblemente, el alimento más sobrevalorado de la gastronomía española; son la fritanga del mar. Son churros con crustáceos nonatos incrustados. Son porras con ojos”.
El comentario no tuvo mala aceptación, para el bajo número de seguidores que arrastro yo en mis redes sociales y el poco impacto que genero; pero lo que más me sorprendió fue que los pocos comentarios que recibí fueron todos reproches de gente oriunda de la provincia de Cádiz o de gente que veraneaba en la misma. Y de todos los comentarios, el que más me impactó fue el de un buen colega de trabajo, de La Línea de la Concepción, quien no a broma escribió, y copio respetando las faltas de ortografía y el uso erróneo y ausencia de signos de puntuación: “Lavate la boca para hablar de las tortillitas de camarones...no tienes ni idea chaval!”.
La frase me dejó, sin duda, desconcertado. Es una extraña suerte de consejo imperativo escrito, posiblemente desde la rabia, y con un mensaje lanzado en picado desde arriba hacia abajo, con superioridad, desde un emisor claramente conocedor, él, hasta un receptor evidentemente ignorante, yo. No recuerdo si tras nuestras vacaciones comentamos el tema o lo dejamos secar, como la mojama. Y si llegamos a comentarlo en algún momento, es posible que mi respuesta fuese algo tipo “cómeme el camarón”.
Casi ocho años después he recuperado ese chiste para el escenario y me complace decir que funciona muy bien. El chiste no pasará a la historia de los grandes chistes de la Comedia, pero bien por el contexto en el que lo digo, bien por cómo lo digo, cumple con su cometido y es agradecido en cuanto a risas. Es por ello, y porque me gusta, por lo que decidí subirlo a mis redes sociales. Pero antes de hacerlo, y así se lo dije a un par de personas de mi entorno, sabía que ese chiste, en TikTok especialmente, iba a generar polémica, iba a hacer saltar los resortes que sujetan el sentido común de hordas de catetos que verían en ese chiste una amenaza real a su identidad, un arma afilada que atravesaría una seña de su cultura, pero que les escocería a ellos como si fuera un dolor referido convertido en llagas en la piel del Santísimo Cristo de la Misericordia, el de la Buena Muerte o el otro.
Y sucedió. Los tontos son previsibles. Los de la paella no están solos.
El vídeo, hablo exclusivamente de su repercusión en TikTok, pues en el resto de redes sociales no tuvo el mismo impacto, multiplicó considerablemente el número de visualizaciones a las que estoy acostumbrado, ya que tan solo uso esa red social para subir algún vídeo y ni comento ni interacciono ni sigo a nadie ni veo vídeos de ningún tipo; tengo cuenta de TikTok pero estoy libre de TikTok, podríamos decir. Con el vídeo al que hago referencia y que aún se puede ver en mi perfil, pasé de una media de unas novecientas visualizaciones por vídeo a seis mil en veinticuatro horas. Los comentarios ascienden a ciento quince, todo un hito. Y, por supuesto, no hay ninguno bueno y pocos bien escritos. Hay algunos insultos y comentarios peyorativos como “payaso”, “personaje”, “desagradable”, “pueblerino”, “subnormal”, “malage”, “calvo”, curiosamente también me han llamado “lacio”, “burro”, “asno”, “cuñado” … Han acusado a mis padres de ser hermanos, a mi madre de ser puta; todos me tachan de madrileño, sin haber dado pistas sobre mi origen, y me preguntan si acaso el bocadillo de calamares es mejor; también me instan a que enumere las cosas que se comen en la capital, como para que pruebe por escrito que cualquier cosa que diga no va a hacer sombra a las tortillitas de camarones en esa competición que solamente existe en sus cabezas; me acusan de no saber comer, de menospreciar al pueblo gaditano, me recomiendan que respete para ser respetado. Ellos. Sin embargo, la mayoría de los comentarios no son insultos, sino que hacen referencia a mi ignorancia. El más repetido, como ya sucedió hace ocho años, es el de “no tienes ni puta idea”, cosa que no me deja en buen lugar, pues tiempo he tenido para aprender. Tengo que decir que los mismos que me acusan de no tener ni puta idea, tampoco me guían o me desvelan la verdad, cosa que sería de agradecer. Otros aseguran que no he estado en Cádiz en mi vida y que, por supuesto, jamás me he comido una tortillita de camarones; otros ponen en duda que lo que hago sea humor, otros muchos se preguntan si de verdad soy cómico y otros tantos me auguran un futuro fatal en esto de la Comedia. Lo dicen ahora, que llevo ya son unos veintiséis años en el negocio, dieciséis de manera profesional. Hay también comentarios repartiendo tollinas al público que ríe el chiste, acusándolos de haber sido pagados para reírse o atacándolos también con el siempre recurrente “no tienen ni puta idea”.
Pero el comentario más grave ha sido una amenaza. Dice así, cito: “que sabras tu de tortillas de camarones, que no te vea por cadiz, judas”. Nada, ni una tilde. Ni para la ciudad que tanto ama, que no está escrita ni con letra capital. He mirado su perfil y resulta ser un legionario que dice ser patriota. A decir verdad, por sus publicaciones diría que es muy patriota y mucho patriota y, por lo que sea, me ha considerado un riesgo para la unidad nacional, provocando que saltaran sus alarmas rojas y gualdas a modo warning, aunque no deja de ser nada más que un Renault Twingo sin prestaciones venido a menos. Pero no me cabe duda de que es un buen tipo; aparte de la ortografía, no hay nada que reprochar. Igual el chaval, al menos por comportamiento, que ya peina canas y tiene unas entradas que parecen la desembocadura del Río Palmones, nunca tuvo acceso a una educación mínima. Sea lo que fuere, no puedo decir nada malo de él. En primer lugar, porque no le conozco y, en segundo lugar, porque lleva en un brazo un tatuaje de Jesucristo, de alguno de ellos, y colabora con una asociación que busca obtener fondos para la lucha contra el Alzheimer. O sea, que tampoco me voy a preocupar mucho, porque es posible que en un par de meses se le haya pasado el cabreo por olvido, aquí al Capitán Hispania.
Afortunadamente, la cosa no ha ido a más, ninguna cofradía me ha denunciado, no me han nombrado persona non grata y no se me ha prohibido la entrada en la provincia. La temporalidad es un factor clave en esto de odiar en redes sociales, y el disgusto se les pasó pronto, seguramente nada más ver algún otro vídeo ofensivo o peligroso, como alguien meándose en el Mediterráneo en una playa de Conil, alguien asegurando que los de Uber son mejores taxistas que “Mágico” González o alguien de Guadarranque entrando en una biblioteca, vídeos, evidentemente capciosos y provocadores.
Aparte de algunas caritas riendo, que esto de los emojis es como las mierdas del kiosco, que por muy viejo que te hagas siempre recurres a ellas, no he respondido a nadie. Obvio; no es procedente ni necesario que lo haga. No es ningún prejuicio, sino que es un hecho, no probado pero evidente, que ninguna de las personas que está detrás de cada comentario podría llegar a comprender cualquiera de los argumentos llanos o profesionales que yo pudiera utilizar para, en realidad, no sé el qué, porque no tengo nada que explicar, nada que justificar, ni nada que hablar con seres del género Homo Bellicus que están muy por debajo de un nivel de entendimiento que considero línea roja para al menos debatir o discutir. A todas luces, son gente con pocas. Es mejor no juntarse con ellos ni de manera virtual. Son los actuales virus informáticos, lo que antaño en los noventa eran softwares potentes que te podían causar problemas virtuales, se han convertido en hardwares malignos de carne y hueso con menos bytes que un Tamagotchi. Recuerdo que una vez, cuando era pequeño, tuve un Tamagotchi, pero lo dejé morir porque no tenía absolutamente nada que aportarme.
Sería estúpido tratar de explicar a estos encefalogramaplanistas que Cádiz es una de las provincias que más me gustan de toda España y de las que mejor conozco, no sólo por las vacaciones y el estío, sino que también me he comido buenas lluvias fuera de temporada en la zona de Grazalema, por ejemplo. Por supuesto también conozco, ya que es obligatorio para cualquier persona a la que le guste viajar y conocer, los Pueblos Blancos. Mi coche, mi música y mis podcasts, atestiguan cientos de kilómetros recorridos por carreteras secundarias de las que se ríen en la cara de cualquier autovía, desde Setenil hasta Arcos de la Frontera, y desde Olvera hasta Algar. Una vez incluso, haciendo honor al nombre, hasta tuve sexo en la torre del homenaje de un castillo con el viento de la Sierra zumbando; que el lector elija el sujeto o dónde situar una coma. No diré el nombre del castillo para no abochornar a los nazaríes granadinos. No sólo conozco otras partes del interior de la provincia, como Los Alcornocales, Medina Sidonia, Jerez o Jimena de la Frontera, sino que también conozco bien su costa: Sanlúcar de Barrameda, donde recuerdo que me hizo ilusión ver el desemboque del Guadalquivir, ya que yo crecí al lado de otro desemboque: el del Esgueva en el Pisuerga, en La Rondilla de Valladolid, mi ciudad natal, no Madrid. En Rota recuerdo que casi viví una escena de película americana de los ochenta. Digo casi porque eché una partida de dardos en un bar con dos militares estadounidenses de paisano, y lo suyo hubiera sido echar una partida de billar y haber terminado peleando. En El Puerto de Santa María por fin conseguí ver en el 'Dreambeach' a Orbital y a uno de mis grupos favoritos de siempre, Underworld, creadores de uno de los mejores discos de música electrónica de la historia: “Dubnobasswithmyheadman”. En Puerto Real, en un garaje dentro de un coche, con mucho calor, pasé la resaca. En San Fernando estuve una vez, pero no me hice ninguna foto con Camarón. Entiendo que esto sí pueda ser ofensivo si se me ocurre contarlo en un escenario. En Sancti Petri he estado, pero porque es lo que tiene estar con gente que tiene niños, que si no yo soy más de estar solo sin ropa en alguna cala de Roche. En Conil, tras un par de visitas, ya tenía como referencia un hotelito con una terraza tranquila en la que podía estar yo solo por la noche viendo el pueblo desde arriba, todo esto antes de que el pueblo se convirtiera en algo que ya no me atrae. Eran los tiempos de la Ojhú, discoteca mítica en la que tuve la suerte de ver y bailar a Loco Dice o Nina Kraviz, entre otros dj´s internacionales y exquisitos. El Palmar siempre me trae buenos recuerdos, entre otras cosas por una boda en la playa en la que estuve y que, como casi todas las bodas, la locura comenzó el día anterior, en la preboda. Primera y última vez que llevo corbata a una playa. En Zahora recuerdo una cabañita muy cuca en las que me alojé una vez, y a un guardia civil muy cabal que hizo la vista gorda a un positivo milimétrico tras una cena con vino. Caños de Meca lo conozco bien, cómo no lo voy a conocer si hay fiesta; anécdotas tengo mil, otra cosa es que las quiera contar. En Barbate unos chavalillos me confundieron con un policía de paisano mientras me comía un bocata en mi coche. Les expliqué que no podía ser policía, porque ni estaba tomando café ni estaba tomando Donuts. No era la primera vez que me ocurría, quizás por andar por sitios por los que no debo. Zahara de los Atunes, el after de Caños si caes con la gente mala, claro que lo conozco. Bolonia me gusta mucho, pero bastante más cuando no hay gente, y en Tarifa he flipado cada vez que he visto a los windsurfistas hacer malabares, sentado en alguna duna, y también he flipado con el viento; igual por eso digo bobadas. En una ocasión un buen amigo me dejó su piso en San Roque para mí solito, y tuve tiempo suficiente como para conocer toda la zona de Campo de Gibraltar y hasta de disfrutar las fiestas locales, más bien conocerlas. Otro día las disfruto ya si eso. He estado en Gibraltar y hasta casi llego a entender a Rodri y a Morata, al parecer aún dolidos con Utrech; o con el Anderlecht, no están seguros. Santo Dios, si hasta he salido con pijos de Sotogrande, y por la mañana me fui a remojar a los Baños de La Hedionda, al lado, pero ya en la provincia de Málaga, un balneario romano del siglo I en el que, al parecer, se bañaron las tropas de Julio César y se aprovecharon de las virtudes de esas aguas que apestan, pero que, al parecer, son beneficiosas. Como las coles de Bruselas.
Porque cuando viajo intento aprender cosas nuevas y visitar lugares, y en Cádiz hay mucha historia. No en vano es reconocida como la ciudad más antigua de Europa aún habitada, para fenicidad de todos. Perdón por el chiste; otorga argumentos a los mastuerzos de TikTok, aunque muchos dudo que captaran el juego de palabras si llegaran a leer esto, cosa que intentaré que suceda. Desafortunadamente, como casi siempre ocurre, la historia es maltratada y se encuentra prácticamente oculta dentro de un horripilante núcleo industrial y de narcotráfico, como Carteia, en el término municipal de San Roque, un antiguo enclave arqueológico fundado por los cartaginenses y ocupado tras las Guerras Púnicas por los romanos, que lo usaron principalmente para hacer garum, la más famosa salsa romana, o “robada” por ellos, y que tenía que oler a lonja y saber a Brummel. Desde luego no creo que mejorara a las tortillitas de camarones. Tiene más tirón el Teatro Romano de Cádiz y más glamour Baelo Claudia, una hermosa ciudad romana frente al mar en la que mucha gente no repara cuando pasa al lado para ir a hacerse fotos a la Duna de Bolonia. Y como simple curioso podría nombrar a Melkart, lo que los botarates piensan que es otro supermercado más; a Francis Drake, alguien bastante más chungo que yo; a Nelson, otro que tal baila; a Don Alonso de Guzmán, Duque de Medina Sidonia, a quien hoy en día le sigue cayendo la del pulpo por lo de la “Grande y Felicísima Armada” aunque no le quedó otra; a las puellae gaditanae, a Tartessos, a la Atlántida si nos ponemos, a La Pepa, a la Dama de Cádiz o a mi personaje favorito, Pelayo Quintero, un conquense, gaditano de adopción, que no tiene ni calle en Cádiz a pesar de que su historia es fascinante y poco conocida, y su legado cultural a la ciudad, muy rico. Recomiendo a todo el mundo buscarlo en Internet en vez de buscar odios y rencores haciendo scrollzómbico, y escuchar “Zona historia”, de Onda Cádiz Radio, un programa de historia sobre la ciudad de Cádiz que escucho con frecuencia y desde el que divulgan con pasión.
Y, por supuesto, cuando viajo, salvo en Islandia, que eso del tiburón fermentado con olor a amoniaco o cabeza de cordero cortada a la mitad, tal cual, no es lo mío, trato siempre de disfrutar la gastronomía local. Y pese a que la andaluza, incluida la gaditana, no es mi comida favorita dentro de la gastronomía española, ya que a uno le tiran más los manjares del norte, también disfruto comiéndola. Me fascina la urta, uno de mis pescados favoritos, a la roteña o mejor aún, al horno; he comido atún rojo en sitios donde se come muy buen atún rojo y de diez mil maneras, como en El Campero y más allá, he desayunado mantecas, molletes y rebanás gigantes, auténticos atasca-arterias, en decenas de ventas de carretera familiares, buenas y baratas; me he puesto gocho a carne de retinta a la brasa, he comido pescaíto frito en chiringuitos; he comido puchero casero y papas con choco, ensaladas algo menos, pero también. Aún guardo en la despensa aceite de oliva orgánico de Setenil y medio tarro de sal de las salinas de Chiclana, un lugar en el que te puedes dar un baño rollo spa y comerte una dorada de estero a la sal muy rica. También he probado ortiguillas dos veces, y no más; a mí no me cuelan anémonas casi parasitarias como si fueran marisco. También he probado la mojama, otro alimento al que le he dado varias oportunidades y no es para mí; yo lo usaría como tabla arcaica para que los cavernícolas de TikTok grabaran en ella, a modo petroglifo, las reglas que han de regir los principios de la gastronomía gaditana y que estableciese, como si fuese el Código de Hammurabi, los límites que ningún foráneo, especialmente llegado desde más allá de Despeñaperros, debe traspasar jamás.
Me he guardado lo mejor para el final, el dato que le hará estallar la cabeza a los palurdos de TikTok. Afortunadamente para los demás, no habrá mucho seso desparramado. Ahí va: he comido muchas tortillitas de camarones y muy buenas a lo largo y ancho de Cádiz y, lo que es peor: me gustan. De hecho, siempre que voy a Cádiz, suele ser la primera ración que me pido en el primer sitio al que vaya. He comido muy buenas tortillitas de camarones incluso en Madrid, la ciudad de los bocadillos de calamares. Paradójicamente y pese a vivir aquí, consumo al año más tortillitas de camarones que bocatas de calamares, que no suele pasar de uno, por eso de hacerme el chulapo de vez en cuando y renovar así automáticamente mi madrileñenía. Me gusta, pero es un buen sinsentido, no es más que un bocata de rebozados del mar en una ciudad de interior, pan con pan, comida de tontos. Aún así lo prefiero al bocata que no debería ni existir: el bocadillo de queso, el polvorón sin temporada. Al queso, a todos, les debemos todo. Al final, en la vida, todo te lleva al queso; en la cocina todo termina en él; precisamente por eso le debemos un respeto y no debemos encamarlo jamás entre dos panes. Por el queso se inventaron los colines. Pero volviendo a Madrid, cuán grande será la desfachatez en la capital, que no sólo se pueden degustar tortillitas, sino también rarezas tipo ramen, pollo tandoori o ceviches, pero no le digáis nada a los japoneses de Shibuya, a los indios del Punyab ni a los peruanos de Ayacucho, no se nos vayan a cabrear y sufran daño hepático, que ya tienen el hígado tocado con tanta especia rara. También tengo que decir, por contrarrestar este dogma localista gastronómico, que el mejor “fish&chips” que me he comido nunca, tras más de seis años viviendo en Inglaterra, ha sido en Gibraltar, que será británico by the book, que dirían ellos, pero que aquello se parece más a lo que es, que a Reino Unido: un cacho de piedra, brutal estratégicamente, pero con una inexistente idiosincrasia británica.
La comida británica es triste, muy triste, que se me cabreé algún gaditano llanito si quiere. Pero eso no quita para que cada vez que tengo la ocasión me zampe un desayuno inglés, con sus alubias y todo, un sándwich de queso y cebolla, o un rollo de salchicha. Y por supuesto que hago chistes en el escenario sobre la gastronomía inglesa, porque a ver quién me discute a mí que el desayuno inglés no sea más que una macedonia de sinsentido graso o que el fish&chips sea fritanga, como las tortillitas de camarones, como las croquetas a la vieja usanza, no las de aire; como los huevos fritos y las patatas fritas, y como las neuronas de todos esos energúmenos que han saltado como el payaso de una caja sorpresa, porque cómo le explicas tú a los hijos de todos los que me han insultado, que sus padres y sus madres son tontos; cómo le explicas tú a la cabra legionaria que el Capitán Hispania es tonto; cómo les explicas a todos esos que se cabrean y se indignan por cosas así, lo que es la Comedia.
Curiosamente muchos comentarios aluden a su connatural gracia y a su humor andaluz, cosa innegable, a veces, y desautorizan mi humor negando que lo es y agrediéndome. Ojo, agrediéndome por unos comentarios sobre una puta tapa. No sé si es más ridículo el concepto o los agresores. Pero resulta obvio, para todos aquellos que no sufrimos levanteras frecuentes, sino que nos dan otros aires, quiénes son los fracasados aquí, aquellos cuyos argumentos quedan automáticamente anulados en el mismo momento en el que le niegan a la Comedia uno de sus fundamentos: la autoironía, el saber reírse de uno mismo, incluyendo esto tanto a la persona, como a su entorno, sus prácticas, sus costumbres, su origen, su idiosincrasia y todo aquello que apunte con el cañón hacia dentro, porque eso es lo único que te permite tanto comprender el humor como utilizarlo luego para apuntar hacia fuera; y, sobre todo, hacia arriba, como tiene que ser.
Así que sí. Seguiré haciendo chistes de lo que me dé la gana, seguiré disfrutando de Cádiz cuando pueda y seguiré diciendo que las tortillitas de camarones son, posiblemente, el alimento más sobrevalorado de la gastronomía española; son la fritanga del mar. Son churros con crustáceos nonatos incrustados. Son porras con ojos”. Y espérate no me ponga chulo y la próxima vez, en algún lugar de puristas y garrulos, me pida unas tortillitas y, sin dejar de mirarlos a los ojos, a los garrulos, no a las tortillitas, las moje en un rico chocolate a la taza, eso si no las empapo con kétchup y mostaza y me las coma tan a gusto. Estoy a la espera de que se me ofendan gallegos por decir que el pulpo es un cefalópodo apaleado hasta quedar gomoso, que casi puedes hacer pompas con él; o vallisoletanos y segovianos enfurecidos tras acusarlos de proabortistas por comer bebés al horno, con lo fachas que son; o jiennenses de ojos ensangrentados por decir que prefiero que me pongan cortezas a los caracoles esos de cromosoma invertido que te ponen de tapa; o catalanes que juran en euskera por decir que los calçots no son más que ramas quemadas que saben a ceniza, son el almuerzo de los deshollinadores; o manchegos por decir que las migas son polvorones deshilachados, con cosas; o los vascos jurar en catalán por decir que la salsa pilpil queda muy bien en el bacalao, pero que también sirve como masilla para reparar desconchones de las paredes; o leoneses rugiendo por decirles que la única manera de que una sopa de trucha esté rica es si le quitas la trucha.
Afortunadamente, cuando vaya a Cádiz, nunca coincidiré con estos lerdos, porque no acostumbro a pisar sitios infestos e infestados de ellos y, la gente con la que me junto por allí, tampoco son de los irse con semejante chusma. Intento disfrutar Cádiz de verdad. No me verán nunca gritando a mis niños desde la ventana para que no le roben el Calippo a su primo Antoñito, a riesgo de quedarse sin Bollycao a media tarde; no me verán nunca en la playa de Valdelagrana entre una turba de chonis reggeatoneras y playeros estándar escuchando la radio a todo volumen para ver si lo de Vinicius era penalti o le pasó por negro; no iré nunca al Rey de la Paella a comer macarrones con tomate mientras veo vídeos de chirigotas en el móvil o al 100 Montaditos del Bahía Mar mientras pongo orden en redes sociales; no me verán nunca enseñando barriga sin camiseta por la calle o en el Mercadona; Y con esto no quiero decir que a estos sitios solo vaya esta gente, pero sí que todos ellos son de esos.
Que me coman el camarón.