La sociedad de la información, esa utopía prometida de conocimiento al alcance de todos, ha mutado en un monstruo de mil cabezas. Un Leviatán digital donde la mentira se propaga a la velocidad de un clic, y la verdad, en cambio, se arrastra como un perro cojo.
Antes, bastaba con abrir el periódico o encender el noticiero para al menos vislumbrar un poco de realidad entre las sombras de la actualidad. Ahora, ¿qué tenemos? Un campo de batalla de ‘fake news’, teorías de la conspiración, verdades convenientemente maquilladas y, en palabras del monarca, una ‘intoxicación interesada para que haya caos’.
Tomemos como ejemplo la reciente tragedia en Valencia, esa tromba de agua que desde el 29 de octubre anegó pueblos como Utiel, Requena, Paiporta, Massanassa y Catarroja. Ahí estaban las redes, rebosantes de videos y fotos, de casas hundidas hasta los techos y coches flotando como baratijas en un charco. Reportajes en vivo, dicen, como si aquello fuera un espectáculo, una película de terror en tiempo real para entretener a los morbosos bien sentados en sus sofás.
Y entre cada imagen de horror, se cuelan las mentiras. Los listillos de siempre: el que agarra un video de una inundación en otro país y lo etiqueta 'Inundaciones en Paiporta'; el otro, con una foto vieja del río Turia y la vende como 'actualísima'. Todo se comparte, sin pausa ni vergüenza. Total, 'si está en Internet debe ser cierto', ¿no? ¡El parking de Bonaire, con sus cientos de muertos! Nadie se molesta en confirmar, ni siquiera en dudar. 'Yo lo vi y lo comparto', dicen. ‘Me lo ha mandado el primo de un amigo que es Guardia Civil’. No hablemos ya de análisis políticos, ni de sesgos ideológicos. El nuevo credo de la estupidez colectiva.
La velocidad y el poder de amplificación de las redes sociales han transformado a todos en periodistas improvisados, en fuentes de información sin formación, ética o compromiso con la verdad, y esta democratización de la mentira no es gratuita. Porque mientras unos ven fotos falsas y siguen con sus vidas, para otros, como aquellos afectados de verdad en Alfafar, Benetússer o Picanya, la desinformación es una tragedia añadida a la catástrofe. Es una bofetada en la cara de quienes perdieron su hogar, de quienes temieron por sus vidas, de quienes han perdido a alguien. Para ellos, la confusión de las redes es una segunda riada, tan dañina como insidiosa. Vivimos en una era en la que la verdad parece menos importante que la urgencia de decir algo, de opinar, de compartir.
¿Es posible frenar esta decadencia de la información? Aquí todos tienen ya su foto: agitadores, oportunistas, voluntarios y autoridades, y han quedado retratados, pero mientras nos aferremos al derecho de opinar sobre todo sin saber de nada, el daño continuará. Al fin y al cabo, ¿quién quiere la verdad cuando la mentira es tan rentable? La mentira se ha hecho cultura, una cultura que apesta a charlatanería y superficialidad, donde todo el mundo tiene voz y nadie tiene responsabilidad. En este paisaje inundado de desinformación, lo único claro es que la sociedad de la información ha muerto, ahogada en su propia mentira.