Transición (RAE): acción y efecto de pasar de un modo de ser o estar a otro distinto.
“Transición de energía" es un término que proviene de la física nuclear, donde describe el cambio de un electrón entre estados energéticos. Más tarde fue adoptado por defensores de la energía nuclear, en particular los defensores de los reactores rápidos. Estos reactores, capaces de convertir todos los isótopos de uranio en combustible, ofrecían una visión de energía sin límites y una solución al agotamiento de los combustibles fósiles. De esta visión surgió el lenguaje de la "transición" - una evolución gradual, de la energía finita a infinita[1].
Las “transiciones” han sido figuras muy socorridas históricamente por parte del poder para lograr que parezca que algo cambia, mientras se mantiene lo fundamental de sus estructuras sin modificaciones sustanciales. Así, a la muerte del dictador, mientras los sectores más dinámicos luchaban por mantener las luchas asamblearias en universidades y centros de trabajo y las movilizaciones en la calle, la izquierda “democrática”, obediente tanto de las multinacionales alemanas o del politburó soviético, maniobraron para imponer el relato de una maravillosa “transición democrática”, que cual bálsamo de fierabrás, nos iba a trasladar de una dictadura de décadas, a un estado social y democrático, eso sí, sin tocar un ápice del aparato fascista que el régimen había puesto en marcha tras la guerra civil. Hoy cincuenta años después, no hace falta extendernos, estamos recogiendo los frutos de aquella modélica “transición democrática”. Traición pura y dura de los mismos sectores que en la guerra civil, optaron por la contrarrevolución frente a las ansias de libertad.
En nuestros días, para enfrentar la grave situación de sobrepasamiento de 6 de los 9 limites ambientales, la más peligrosa de la historia de la humanidad, ya que por primera vez estamos a las puertas de un colapso global -entendido como una reducción significativa de los niveles de complejidad social-, surgen propuestas de una ineludible “transición energética”, que nos permitiría mitigar los daños que estamos infligiendo al planeta y a nosotros mismos, a través de la reducción a la mitad, de las emisiones para 2030. Esto no deja de resultar irónico pues esta urgente necesidad de quemar menos combustibles fósiles se nos presenta como un imperativo ético cuando en realidad responde al agotamiento de los yacimientos accesibles de petróleo y de los recursos fósiles en general. En cualquier caso se trataría de abandonar los combustibles fósiles y abrazar las denominadas “energías renovables”, eso sí, dentro de un modelo centralizado en manos de los mismos actores que han gestionado en las últimas décadas los denostados fósiles. Lo de las comunidades energéticas y la descentralización energética, esa que permitiría democratizar el acceso a la energía, es algo testimonial, todos hablan pero nadie la disfruta. Sin embargo, ni las renovables son puramente renovables, sino que dependen para su fabricación, puesta en marcha, explotación y desmantelamiento de ingentes cantidades de fósiles, ni se está produciendo un abandono de estas últimas. Es más, la industria de las llamadas energías renovables podría considerarse como una extensión del modelo energético actual que, lejos de reemplazar, más bien prolonga de forma rentable la quema de los combustibles fósiles que quedan. Y eso no altera de forma sustancial la dependencia estructural de estos recursos. La historia y los datos nos confirman que nunca ha existido una transición energética, y que estamos de nuevo ante la enésima suma de nuevos sistemas/vectores energéticos a los tradicionales, como explica certeramente Fressoz. Esta jugada está permitiendo dedicar (de nuevo) ingentes fondos de nuestros impuestos (mientras se derruye el edificio del “estado de bienestar”, que en nuestro caso no llegó al primer piso), para alimentar una nueva fase de acumulación, esta vez bajo la forma de capitalismo verde, que está arrasando las zonas vaciadas -previamente- de la península y las periféricas de los territorios más industrializados -que creían estar a salvo-.
Que la “transición energética” es solo un nuevo nicho de negocio para los de siempre, un nuevo pelotazo, similar a los ocurridos en las últimas décadas, y más recientemente tras el Covid, es indiscutible. Las propias empresas energéticas y los bancos ya lo reconocen: no hay transición energética que valga. Una vez trincados los incentivos fiscales y los dineros públicos, procede volver a las andadas. El negocio es el negocio. Hasta la “Alianza Mundial de Banqueros por el Net Zero”, creada en 2021, en pleno pico del Covid para agrupar a los bancos más grandes del mundo “para lograr los objetivos del acuerdo de París y acelerar la transición energética”, se disuelve como un terrón de azúcar (JP Morgan, Citi, Bank Of America, Morgan Stanley, Wells Fargo y Goldman Sachs ya la han abandonado), mientras comienza una nueva pugna por hacerse con nuevas concesiones de bloques de petróleo, aunque sea a costa de cargarse el mayor sumidero terrestre de carbono del mundo. Transacción, puro negocio.
Acompañando a esta ilusoria “transición energética”, de nuevo desde los sectores de la “izquierda del capital”, se plantea como salida a la crisis global, otra transición, esta vez “ecosocial”. Para alcanzar esta “transición” que nos salvaría del negro futuro que los científicos más sensatos prevén, no se plantea cuestionar al aparato que ha producido el desastre, el capitalismo, sino que se trata de realizar modificaciones cosméticas para generar un relato vendible. Para ello, sus defensores plantean la toma del Estado para luego, desde cabalgando desde él, dirigir un proceso de “decrecimiento justo” que no deje a nadie atrás. Se trataría de obligar a los máximos emisores mundiales (industria petrolera, de la guerra…) a tomar medidas que recorten las emisiones drásticamente, es decir, desde el Parlamento a golpe de BOE poner a nuestras rodillas al complejo industrial capitalista. ¿a que suena esto?
Así, surgen iniciativas como la Alianza Más allá del crecimiento[2], cuyo objetivo es: “rescatar y sanear un Estado hoy parasitado por los lobbies y redes de poder imperantes, para conseguir que represente de verdad a la ciudadanía”; “reorientar el actual modelo de Estado”; “un Estado donde las decisiones sean más compartidas y que fomente una economía más basada en cuidados y derechos que en beneficios y lucros, que apoye iniciativas con menor huella de deterioro ecológico”.
Otras propuestas como la encabezada por Sumar proponen la creación de un “escudo climático” para protegernos, sin explicar como un problema mundial puede eludirse con un paraguas nacional. ¿Pararemos los efectos climáticos y los sociales que se avecinan en los Pirineos?
En otras ocasiones se defiende la creación de un “parlamento climático permanente” con un jurado popular que tome las decisiones y establezca las prioridades climáticas (sic). O se reclama una alianza denominada “colaboración público-comunitaria”, entre el aparato estatal y los movimientos que trabajan para la transición ecosocial justa. Otros defienden un Green New Deal que movilice fondos públicos hacia una “producción que sea social y ecológicamente necesaria”, para que sea el gobierno el que “reorganice la producción”. Invariablemente se aboga por la confianza en el Estado y se critica a aquellos que no confían en él: “el ecosocialismo mantiene la lucha por la transformación del Estado.Es llamativa la coincidencia de esa propuesta de supervivencia en los márgenes, altamente funcional al desorden establecido, con la tentación de una parte considerable de los movimientos alternativos indignados: organicémonos por nuestra cuenta al margen del Estado (si destruyen la sanidad pública, creemos cooperativas de salud autogestionadas, etc.). Frente a esa tentación, el ecosocialismo afirma: no renunciamos a la transformación del Estado, de manera que llegue a ser alguna vez de verdad social, democrático y de Derecho”. Para alcanzar estas metas se trata de forzar reformas en el marco del Estado: “Una lucha por reformas que buscan debilitar el equilibrio del sistema, agudizar sus contradicciones, intensificar sus crisis y elevar la lucha de clases a niveles cada vez más intensos”. Otros, más atrevidos, quizás por ocupar actualmente puestos ministeriales, pasaron de transitar “por la desviación de lo establecido” a proponer “un Estado más fuerte para disciplinar mercados, finanzas y tecno-oligarcas. Un Estado más inteligente para hacer frente a las incertidumbres de la descarbonización y la crisis ecológica”.
En síntesis, se trata de imaginar al Estado como “una especie de buen policía verde que regule la economía para que sirva al ser humano y a la naturaleza al mismo tiempo”. O lo que es lo mismo, "tomar el Estado" o "hacer bascular al Estado" hacia propuestas decrecentistas que expropien a los poderes fácticos (multinacionales, ejércitos, aparatos represivos...) y lleven a cabo una transición ecosocial justa. Votando, exclusivamente.
Disfrácese como se quiera, el Estado, sea “verde”, “ecosocial” o cualquier otro adjetivo, es el garante del buen funcionamiento del capitalismo. Creer en la “neutralidad” de los Estados, es como creer en los cuentos de hadas. Los Estados (de cualquier signo) son parte del problema y no la solución a la degradación ecológica.
Es cierto que el enfrentamiento del problema es complejo, que el tiempo corre en contra nuestra (podríamos alcanzar los dos grados en la próxima década), que el capitalismo ocupa todos los intersticios de esta sociedad de modo de consumo imperial (que prácticamente nadie en el Norte Global quiere abandonar), que la disonancia cognitiva impera. Nos faltan muchas respuestas, pero sabemos que ciertas propuestas ya están agotadas y no conviene tropezar en las mismas piedras. Si partimos de que los responsables del problema no pueden formar parte de la solución, si aceptamos que en los momentos de crisis la autoorganización desde la base ha sido la mejor medicina, tenemos que reconocer que solo desde estructuras descentralizadas podremos abordar la mitigación. Si, como sostenía Bockchin el Estado es parte del problema ecológico, la respuesta debería de pasar por los caminos de una “descentralización radical y anticapitalista de la sociedad y de la economía basada en la democracia directa y la autonomía de los municipios”. Deberíamos de dar una oportunidad a la preparación ante todo tipo de escenarios adversos, pero con una idea fundamental: recuperar los espacios de autonomía que nuestros padres y abuelos cultivaron.
[1]https://www.dezeen.com/2025/04/22/energy-transition-jean-baptiste-fressoz-opinion/
[2] De la que forman parte: Ecologistas en Acción, Greenpeace, Rebelión Científica, CCOO, UGT, ATTAC, Fundación Alternativas, Espacio Público…