La victoria de Trump es un gesto desesperado e históricamente comprensible de la sociedad estadounidense para frenar el declive de la prosperidad imperial que experimentó a lo largo del siglo XX y especialmente tras la Segunda Guerra Mundial. Es un gesto desesperado, porque la sociedad tiene que recurrir a un presidente que ha sido condenado por la justicia penal estadounidense, que ha actuado muy mal durante la pandemia del Covid-19 (1,2 millones de muertos, muchos de ellos evitables), que ha incitado el asalto del Capitolio el 6 de enero de 2021 y que afirma abiertamente estar dispuesto a eliminar la esencia misma de la democracia estadounidense -los poderes limitados de cada órgano soberano (checks and balances)- a cambio de la promesa de que todo volverá a ser como antes.
Pero también es un gesto históricamente comprensible porque todos los imperios anteriores decayeron y murieron debido a la degradación interna de su vida social, económica, política y cultural. En todo caso, los enemigos externos dieron el golpe de gracia final. Es difícil definir en qué consiste el declive de un imperio, cuándo comienza y cuándo termina. Por ejemplo, el Imperio Romano empezó a declinar tras la muerte de Marco Aurelio (180 d.C.), pero no se derrumbaría hasta trescientos años después. Hay que evitar las grandes generalizaciones en este tema, propenso a un determinismo insensible a las contingencias históricas. Me imagino a los historiadores del futuro preocupándose menos por el declive del imperio americano que por cuánto tiempo sobrevivió el imperio a las predicciones de su decadencia.
Cuando hablo de decadencia, hablo del discurso de la decadencia como arma política para acceder al poder. El principal eslogan de Trump -MAGA (Make America Great Again)- es claro en este sentido. Hay declive, pero se puede detener, incluso revertir. El voto popular a Trump demuestra que este discurso convence hoy en EEUU.
¿Detener el declive o caer en el abismo?
La polarización social, la concentración de la riqueza, el aumento de las desigualdades sociales, la degradación de la calidad de las élites políticas y de la convivencia democrática, el dominio del capital financiero sobre el capital productivo son signos de declive. El declive es un proceso estructural pero discontinuo. A veces puede ser detenido por las mismas fuerzas que son responsables de su declive.
Debido a su naturaleza rentista, el capital financiero fue el primero en señalar la detención del declive. Al día siguiente de la victoria de Trump, el Índice de Multimillonarios de Bloomberg anunció que la victoria de Donald Trump había contribuido, de la noche a la mañana, a aumentar las fortunas de las 10 personas más ricas del mundo. Según el índice, estas fortunas ganaron casi 64.000 millones de dólares sólo el miércoles. Fue el mayor incremento diario registrado desde que el índice comenzó a elaborarse en 2012. Elon Musk, el hombre más rico del mundo, también fue el que más vio crecer su fortuna. Su patrimonio neto aumentó un 10%, el equivalente a 26.500 millones de dólares. Fue uno de los mayores apoyos de la campaña de Trump y se le prometió un puesto en el próximo Gobierno; la fortuna de Jeff Bezos, dueño de Amazon, aumentó más de un 3%, lo que supone un incremento de 7.000 millones de dólares; Bill Gates, dueño de Microsoft, vio aumentar su patrimonio un 1,2%, hasta los 159.500 millones; Larry Page y Sergey Brin, cofundadores de Google, vieron aumentar su patrimonio un 3,6%, alcanzando cada uno una fortuna cercana a los 150.000 millones. La euforia en el mundo de las bitcoins fue otra manifestación de optimismo financiero. Si estos individuos fueran nacionales de un país hostil a Estados Unidos, serían calificados inmediatamente de oligarcas. Si esto es prueba de un freno al declive o de una profundización del mismo es una cuestión abierta por ahora. En realidad, significa un nuevo impulso a la concentración de la riqueza, un nuevo proteccionismo económico de consecuencias imprevisibles y una profundización de la crisis de la convivencia democrática. Si el peligro de fascismo era real si Trump era elegido, como decía y repetía la campaña de Kamala Harris, ¿por qué Joe Biden hace ahora declaraciones garantizando la transición pacífica de su gobierno a la administración Trump? ¿Es esto un gesto democrático en una democracia al borde del abismo?
¿Democracia o un nuevo tipo de oligarquía?
Por supuesto, Trump no ganó las elecciones con el voto de los magnates. Ganó las elecciones con el voto del pueblo estadounidense, especialmente de los más vulnerables que han visto cómo su nivel de vida se deterioraba en los últimos cuatro años, sobre todo después de que la agenda social del presidente Biden fuera bloqueada en el Congreso y la guerra de Ucrania se convirtiera en la gran inversión de la administración Biden. El Partido Demócrata ha abandonado durante mucho tiempo a las clases trabajadoras, exponiéndolas al deterioro de su nivel de vida, a la inflación en el precio de los bienes esenciales y a una mayor explotación. No es de extrañar que estas clases lo abandonen ahora. En relación con las elecciones de 2020, el Partido Demócrata perdió 10 millones de votos y sólo ganó votos entre las clases altas. Perdió clamorosamente el voto de los jóvenes, indignados por la complicidad estadounidense en el genocidio de Gaza.
¿Cómo es posible que los grupos sociales que más sufrirán finalmente el agravamiento de la concentración de la riqueza hayan votado a Trump? Una de las condiciones esenciales para que la democracia liberal funcione es que los ciudadanos estén bien informados. Esta condición se está deteriorando en todo el mundo en tiempos de fakenews y discursos de odio, y el público estadounidense es considerado uno de los más mal informados del mundo.
Pero ésta puede ser sólo una de las razones. Las encuestas de opinión pública muestran sistemáticamente que los ciudadanos estadounidenses están a favor de políticas sociales progresistas: ampliar los servicios médicos accesibles, el derecho a la vivienda, controlar la inflación de los bienes esenciales y aumentar los impuestos que pagan los más ricos. Sin embargo, el Partido Demócrata centró su campaña electoral en el peligro del fascismo y las críticas de Trump contra las políticas de identidad racial y de género. Parecía una táctica sensata dado el racismo y la misoginia de Trump durante toda su campaña. Lo cierto es que todo esto parecía demasiado abstracto para el 75% de la población votante que, encuestada a pie de urna, dijo estar atravesando dificultades económicas. El argumento de la política identitaria sólo ganó votos entre las clases sociales más altas.
Esto recuerda a los análisis realizados por politólogos estadounidenses en los años setenta y ochenta sobre el escaso valor que los países latinoamericanos concedían a la democracia, cambiándola fácilmente por cualquier dictador que prometiera mejorar sus condiciones de vida. Tal vez habría que revisar estos análisis, pero ahora aplicados al pueblo estadounidense.
Parece cada vez más claro que la mayoría de la población estadounidense ya no tiene ninguna influencia en la conducción de la vida política. En un libro reciente, el profesor de Oxford Joe Foweraker (Oligarchy in the Americas, 2021) sostiene que en Estados Unidos se está produciendo una transición de un gobierno constitucional elegido democráticamente a un gobierno de una oligarquía no elegida que prácticamente no rinde cuentas a nadie. Se trata de un nuevo tipo de oligarquía. A diferencia de los “barones ladrones” de la “Gilded Age” de finales del siglo XIX, los oligarcas de hoy no utilizan la corrupción, las subvenciones estatales o los préstamos del Estado; simplemente controlan el poder político para que el sistema fiscal y el marco regulador económico favorezcan sus intereses. En otras palabras, manipulan el poder político para distorsionar los mercados o impedir que el Estado los reforme. La inmensa mayoría de los senadores y congresistas estadounidenses pertenecen al 1% más rico de EEUU y son compensados por defender políticas que favorecen a la nueva oligarquía. En vista de ello, el voto a Trump bien puede haber sido un voto de protesta. Un voto de protesta destinado a fracasar porque Trump ya ha anunciado más recortes de impuestos, más desregulación de la economía y un aumento de la producción de combustibles fósiles.
El análisis del Proyecto 2025 (Mandate for Leadership: The Conservative Promise, 920 páginas) publicado por la Heritage Foundation en 2023 es revelador de lo que podría ocurrir en los próximos años, tanto en EEUU como en el mundo influido por la política estadounidense[1]. Además de la concentración de poder en la figura del Presidente, el proyecto se basa en las siguientes ideas: «Restaurar la familia como eje de la vida estadounidense y proteger a nuestros hijos. Desmantelar el Estado administrativo y devolver el autogobierno al pueblo estadounidense. Defender la soberanía de la nación, sus fronteras y su liberalidad frente a las amenazas globales. Garantizar los derechos individuales que Dios nos ha dado para vivir libremente, lo que nuestra Constitución llama ‘las bendiciones de la libertad’».
Defender las fronteras significa deportar. ¿Y qué significará la deportación masiva de inmigrantes indocumentados? ¿Miles de policías? ¿Un ejército? ¿Construcción de campos de internamiento? ¿Qué significarán las invectivas contra los profesores de escuelas y universidades si Trump considera que la gran mayoría son radicales de extrema izquierda, marxistas o incluso comunistas? ¿Cómo obligará a los profesores a «enseñar a los alumnos a amar a su país y no a odiarlo»?
Trump y el mundo
Todo lo que ocurre a nivel nacional en Estados Unidos tiene repercusiones en todo el mundo. Es probable que la victoria de Trump tenga los siguientes impactos globales. Acelera la limpieza étnica en curso en Palestina para consolidar al gobierno israelí como punta de lanza en el Mediterráneo oriental, históricamente el espacio geopolítico de relación entre Oriente y Occidente; como avanzadilla del imperio en una zona estratégica, Israel tendrá poder de veto sobre la política estadounidense en la región; fiel a esta estrategia, Irán es geopolíticamente más importante que Ucrania, el granero de Europa donde, por cierto, cerca del 30% de la tierra ya está en manos de las multinacionales DuPont, Cargill y Monsanto (propiedad del mayor fondo de inversión del mundo, Blackrock). Agrava el enfrentamiento con China, pero si esto aumenta o disminuye la probabilidad de la Tercera Guerra Mundial es una incógnita por ahora; todo dependerá de la estrategia de China para quien cuatro años de trumpismo son poco más que un minuto en el largo plazo chino; y si la guerra se libra, quizá sea por medios muy diferentes a las guerras anteriores, aunque acabe con el mismo número de muertos de siempre. Fortalece a las fuerzas de extrema derecha en todo el mundo, ahora que la «mayor democracia del mundo» está gobernada por la extrema derecha. Intentará por todos los medios frenar el avance de los BRICS. Este último tema merece una mención especial.
Los BRICS y el Caballo de Troya
Al vetar la entrada de Venezuela en los BRICS, quizá el acto más torpe de la diplomacia brasileña en las últimas décadas, Brasil se ha erigido en el Caballo de Troya de los BRICS, es decir, en una cuña del imperialismo estadounidense en el corazón de una iniciativa que pretendía ser una alternativa a él. El petróleo lo sigue diciendo casi todo. Si Venezuela se uniera a los BRICS, en el futuro 6 de cada 10 barriles de petróleo producidos diariamente en el mundo serían producidos por los BRICS. Brasil no está solo en esta política, ya que India, aunque de forma más discreta, también intenta retrasar la afirmación de los BRICS. Así como Brasil está demasiado cerca de Estados Unidos, India está demasiado cerca de China.
Es legítimo pensar que Brasil, al actuar de este modo, está intentando refundar la política de no alineamiento surgida de la Conferencia de Bandung en 1961. El problema es que el no alineamiento original era entre el socialismo soviético y el capitalismo occidental, mientras que el no alineamiento que se busca ahora sería entre dos versiones del capitalismo, una liderada por China, el imperio emergente, y otra liderada por EEUU, el imperio en declive. La historia del capitalismo muestra que entre dos versiones del capitalismo no hay alternativas, sino una lucha salvaje que, sin embargo, puede incluir períodos más o menos largos de tregua.
La historia indica que estos períodos serán cada vez más cortos. No hay más que recordar la triste historia reciente de Europa. Tras la Segunda Guerra Mundial, Europa construyó una versión del capitalismo, el capitalismo socialdemócrata, y la presentó como alternativa al capitalismo liberal estadounidense. En Japón y Corea del Sur se produjeron fenómenos similares. Pero estas alternativas sólo eran viables mientras sirvieran (o no entorpecieran) los intereses del capitalismo estadounidense. En el momento en que esto dejó de ser así, estas alternativas entraron en crisis y, en el caso de Europa, la guerra de Ucrania fue el golpe de gracia. Para detener su declive, el capitalismo estadounidense exigió el pleno apoyo de Europa a su plan para enfrentarse a China debilitando a su aliado más fuerte, Rusia. Europa le siguió la corriente, haciendo inviable su modelo socialdemócrata, desviando fondos antes destinados a políticas sociales para financiar la guerra, y dejando de comprar gas y petróleo baratos a Rusia para comprarlos varias veces más caros a EEUU. La guerra propagandística llevó a los mediocres políticos que gobiernan Europa a creer que, una vez Europa estuviera más alineada con EEUU, sería más fuerte y segura. La victoria de Trump, la desinversión de la OTAN y el proteccionismo que se anuncia demuestran cruelmente que Europa pronto estará en medio de la plaza del mundo desnuda y tonta, preguntándose cómo ha sido posible todo esto. Tal vez vuelva a ser, como lo fue hasta el siglo XV, un rincón insignificante de Eurasia, tan lejos de Rusia como de Estados Unidos. Hubo advertencias, pero la maldición de Casandra está más viva que nunca.
En el caso de Brasil, me atrevería a aconsejar a los políticos de Itamaraty que leyeran o releyeran los libros de Ruy Mauro Marini, uno de los mayores científicos sociales brasileños del siglo pasado, donde, en diversas publicaciones, desarrolla la teoría del subimperialismo. En su momento, Marini analizó la relativa autonomía del gobierno de la dictadura militar en el contexto latinoamericano en relación al imperialismo norteamericano. Esta lectura o relectura es urgente para que políticos y diplomáticos concluyan que los tiempos han cambiado y que hoy no hay lugar para la autonomía relativa.
El gesto brasileño contra Venezuela es geopolíticamente un acto para frenar el declive del imperialismo norteamericano. EEUU agradecerá este apoyo de las únicas fuerzas políticas que hoy son sus aliadas incondicionales en todo el mundo, la derecha y la extrema derecha. No me gustaría ver dentro de unos años al gobierno del PT, como Europa, de pie, desnudo y tonto en la plaza del mundo preguntándose cómo ha pasado todo esto.
Donald Trump no es una aberración. Él y los setenta y cinco millones que votaron por él son tan norteamericanos como Kamala Harris y los setenta y dos millones que votaron por ella. Todos ellos pueden sentirse legitimados por la Declaración de Independencia, un documento estructuralmente ambiguo que puede justificar tanto la inclusión como la exclusión, «las dos caras de la libertad americana» (Aziz Rana). La victoria de Trump es sobre todo un síntoma de la crisis de la democracia liberal, especialmente desde que el neoliberalismo asumió la hegemonía en el pensamiento económico capitalista a partir de los años ochenta. Hay que profundizar en las causas y es de esta reflexión de donde pueden surgir alternativas, si a la especie humana no se le acaba el tiempo.
[1] Si alguien tiene alguna duda sobre la crisis de la izquierda y de la política progresista, que trate de imaginar la posibilidad de que un conjunto tan amplio de think tanks se reúna para elaborar un plan de política progresista tan detallado y tan vasto como este documento-manifiesto de la política ultraconservadora.