Vaya de entrada mi intención de no remover la raíz del problema que ha llevado al cierre de la UCI Pediátrica del hospital La Paz. Si el doctor de la Oliva mantuvo o no conductas laborales reprochables, merecedoras de su cese, es asunto de los tribunales de Justicia. Nada que decir al respecto.
Les propongo ir en sentido contrario: del efecto a la causa. Y el efecto está en la prensa: el cierre de la UCI Pediátrica del mencionado hospital. Aspecto este gravísimo y de repercusión inmediata: postoperatorios complejos, como los del programa de trasplantes, y la atención a tantas crisis agudas de la salud de los pequeños, como se dan en las leucemias o en neumonías graves. Hablamos, pues, de un dispositivo asistencial público donde los niños se la juegan a vida o muerte. No conozco nada más importante en un hospital, ni en la función pública.
El cierre no es una decisión de la gerencia, sino pura necesidad: la baja o la renuncia de veinte facultativos altamente especializados en los cuidados intensivos pediátricos. Una medida conjunta y coordinada, desencadenada por una sentencia judicial. La que establece la ausencia de indicio razonable de que el jefe de la unidad, antes mencionado, sostuviese conductas tipificables como acoso o vejación contra el personal a su mando y, por tanto, que procede su readmisión en el cargo.
Tengo que destacar que, hasta donde llega mi conocimiento, la situación que nos ocupa es inédita. El que les escribe no tiene conciencia de que algo así haya sucedido antes en la Sanidad Pública de este país. Sí lo tengo de lo contrario: de conductas vejatorias o despóticas prolongadas, soportadas con resignación por el personal. Una resignación fundada en la creencia colectiva de que ni la Justicia ni la vía administrativa son sensibles ni hábiles para resolver situaciones tan difíciles de probar como el acoso laboral. Unamos todo esto, por lo demás, a la dificultad habitual para promover una acción colectiva. Ya se imaginan el resultado habitual: tiranos de por vida (laboral), y no me refiero precisamente a este caso, sobre el que la Justicia se acaba de pronunciar. Es, pues, lo inédito de lo sucedido lo que me lleva a suponer que el statu quo era insoportable y que, por tanto, se han agotado todos los intentos de resolver la cuestión de otro modo.
Entiendo que una unidad clínica de tal naturaleza es de especial dinamismo y adaptación constante a los cambios médico-científicos. Ello implica, por tanto, que el responsable de su buen funcionamiento debe tener todas las dotes del buen gestor de los recursos existentes y, a la vez, ser un excelente líder, en el sentido clínico y moderno del término. Sobre la base de lo visto en este caso, e independientemente de la existencia o no de acoso, una reacción tan general de la práctica unanimidad de una plantilla tan especializada no suena a complot, sino más bien a desesperación. A falta absoluta de liderazgo por parte del jefe de la unidad, o incluso a algo más grave. Pero insisto: lo escrito no pasa de una opinión personal
Interpreto que el doctor de la Oliva tiene sus propia opinión acerca de sus derechos a dirigir la UCI Pediátrica de La Paz. Interpreto del mismo modo que sus abogados han hecho valer estos derechos ante los tribunales. E interpreto también que los jueces han procedido con el rigor de la legislación vigente. Me queda empero la impresión de que tanto la legislación vigente como la normativa hospitalaria de funcionamiento interno acusan una lamentable obsolescencia.
El caso de la UCI Pediátrica de La Paz es, a la vez, el doloroso botón de muestra y la punta del iceberg de una función pública que alberga, ampara y blinda a una serie de personas en grave falta de sintonía con sus equipos. Una serie de personas cuya peculiar idea del desempeño redunda en el mal ambiente de trabajo, la disfuncionalidad y, por tanto, en el menoscabo de la atención a los ciudadanos que deben ser los beneficiarios de la actividad de las instituciones.
Es preciso, pues, dotarnos de mejores herramientas para detectar estas situaciones y resolverlas cuanto antes. Que estas no lleguen nunca a unos tribunales que, según se ve, son poco capaces de enmendar estos entuertos. Y así debe hacerse por el bien de la función institucional — en este caso, por la vida de los niños —, pero también por la vida y la salud de tantos trabajadores sanitarios que se dedican a que tantos salgan del bache.