Las aerolíneas low cost hicieron una propuesta hace poco: llamar al aeropuerto de Gerona Barcelona Salvador Dalí y al de Reus, Barcelona Gaudí, o Barcelona Pau Casals, da igual. Gerona y Reus se consideran Barcelona a efectos internacionales. Todo lo que hay entre estas dos ciudades es ahora un barrio de Barcelona.
Uno de estos barrios de Barcelona es el Vallès. El Vallès tenía, y tiene, una identidad muy fuerte. Bueno, dos, porque hay dos Valleses, el Occidental y el Oriental. Y los dos Valleses están de acuerdo en resistirse a ser este barrio de Barcelona impersonal, conectado al centro por demasiadas autopistas y unas líneas de cercanías que van fatal. Buena parte de esta identidad se debe a unos edificios representativos que tienden a olvidarse a favor de centros culturales insertos en fábricas textiles recuperadas de gran valor patrimonial, pero más genéricas, y, por tanto, más aptas para ser simples centros cívicos que no compitan con los grandes hitos urbanos del centro.
Los edificios singulares de estas ciudades que Barcelona se está comiendo deben buena parte de esta singularidad a que solían estar construidos (y siempre promovidos) por arquitectos sólidamente enraizados al lugar. No como ahora, que los arquitectos se comportan como nómadas que enmascaran su ignorancia de las circunstancias locales bajo términos estúpidos como contexto o entorno mientras se llenan la boca de términos sociológicos que no dominan. En tiempos del quilómetro cero se debería de hablar mucho del colonialismo del quilómetro veinte.
En Granollers, la capital del Vallès Oriental, hay un museo inaugurado en 1976 obra de un equipo local: Bosch Botey Cuspinera. Lo primero que pasa cuando un equipo local sin nada a demostrar emprende un edificio importante en su ciudad es que se pone cosmopolita. Los tres arquitectos viajaron a Nueva York y volvieron con el Guggenheim y el Whitney impresos en su retina. Querer tu ciudad es quererla convertir en una metrópolis. Es tener la confianza suficiente como para plantear aquello que se está haciendo en la capital del mundo. Es, y ya era en 1976, resistirse a ser un barrio de Barcelona. El Museo de Granollers es un edificio de máximos, tan de máximos que las ideas pasaron por encima de la técnica condicionando el control higrométrico de las obras. Nada que no se pueda solucionar a posteriori. En 2022 hay planificadas unas obras de reforma importantes que dejarán el edificio mejor que nuevo.
El Museo se emplaza en el centro de Granollers, a pocos metros del gran tesoro arquitectónico de la ciudad, la Porxada, y a pocos metros de la Fonda Europa (que debería ser Patrimonio de la Humanidad), en la calle principal de la ciudad, en un solar en forma de L retorcido y complicado. Los arquitectos hicieron de la necesidad virtud construyendo un museo de planta cuadrada que se desarrolla en vertical. Como si estuviesen en Nueva York. Es decir: detectaron un problema común a las dos ciudades y, siguiendo la misma estrategia, decidieron magnificar y sacar partido de aquello que no podía ser de otro modo, acentuando esta verticalidad mientras destinaban el resto del solar a dependencias de servicio con el fin de mantener un edificio público en el lugar más denso y urbano de la ciudad.
Los espacios expositivos son un recorrido ascendente hacia la luz. El museo se da a la ciudad como un edificio casi ciego, poco más que un muro de hormigón. Esta enorme pared de cuatro plantas flota sobre un extraño zócalo de vidrio que se abre sobre el vacío de la sala de exposiciones temporales, que está en el sótano. El enorme ventanal vuelca la ciudad al interior. Si desde fuera el edificio parece hermético, desde dentro se funde con la ciudad. Esto es todavía más cierto si se tiene en cuenta que los arquitectos organizaron la parte baja del edificio por medios niveles que multiplican las visuales a la calle.
El museo es ciego y urbano
Durante el recorrido nos encontramos un patio con olivo, unas rampas que se retuercen sobre los espacios de exhibición, más escaleras donde no caben las rampas, una cubierta en dente de sierra y, como colofón, un jardín sin vegetación ni vistas. Los arquitectos usaron un único material, hormigón armado en masa, gris, con texturas poderosas, un material expresivo, plástico, capaz de jugar con las obras exhibidas sin competir con ellas. Justo como el Whitney. Granollers ganó un edificio cosmopolita de talla internacional maravillosamente inserto en su trama urbana. Un edificio concebido para exhibir un fondo tan heterodoxo como valioso: desde menhires neolíticos hasta una obra de Tàpies concebida expresamente para este espacio pasando por una colección importante de un artista que tenía el taller a diez minutos a pie de este museo: el ceramista Antoni Cumella. A esto se le suman restos romanos, retablos góticos y otras piezas importantes. La colección es compleja y bastarda, y reclama muchas visitas atentas.
El museo tiene cuarenta y cinco años. Un edificio así reclama atención constante tanto sobre la calidad de su construcción como sobre su fondo. Renovarlo. Organizar exposiciones temporales. Programas educativos. Este museo es uno de los puntos fijos de la identidad de Granollers. Es, también, patrimonio moderno. Nos recuerda la voluntad de ser de esta ciudad, una muestra de lo que hemos de reclamar si no queremos que la metrópolis lo devore todo.