Existe hoy una coincidencia casi unánime entre expertos y analistas respecto al concepto de vacío en política: un término que alude, más allá de su definición estrictamente lingüística: a la falta de sustancia, de profundidad y, sobre todo, de compromiso real con el interés público.
Se trata de un hecho histórico, pero desde 1975, la política en España ha transitado de la acción concreta al espectáculo mediático. Palabras, eslóganes e imágenes han reemplazado en muchos casos a los hechos.
Se ha consolidado un estilo discursivo que adapta promesas y mensajes a la coyuntura del momento, alimentando una percepción creciente de superficialidad. Hoy, los votantes ya no escuchan, contrastan. Ya no creen, sospechan. Ya no siguen, evalúan.
En este contexto, la vacuidad no es solo una forma de comunicación hueca: se trata de una crisis de legitimidad.
Las decisiones políticas parecen cada vez más motivadas por la autopreservación del poder que por la búsqueda de soluciones estructurales. La ciudadanía lo percibe, y se aleja………
Bajo esta lógica, la figura de ciertos líderes —como el caso paradigmático de Pedro Sánchez— puede representar, en términos simbólicos, el ocaso del compromiso y el auge del sofismo disfrazado de estrategia electoral.
Promesas grandilocuentes, retórica emotiva, y una alarmante desconexión con las necesidades reales de la población.
Esta vacuidad produce impactos visibles y profundos:
- Corrupción institucionaly otras amplitudes alimentadas por la impunidad y el clientelismo.
- Polarización crónica, donde el adversario político se convierte en enemigo moral.
- Influencia excesiva de grupos de presión que tuercen el interés general.
- Superficialidad en la toma de decisiones, que sacrifica el largo plazo por el titular inmediato.
- Falta de visión estratégica, sustituyendo el pensamiento por la consigna.
Todo ello ha contribuido a un síntoma mucho más visible: la abstención, sobre la cual, como Analista, les vengo hablando desde 2020.
En las elecciones municipales del 28 de mayo de 2023, más de 12 millones de ciudadanos decidieron no votar. En las generales, un 30% hizo lo mismo.Y en algunas autonómicas recientes, el abstencionismo alcanzó el 41%. Son datos preocupantes, no por lo que dicen del ciudadano, sino por lo que revelan como quejas de prácticas poco ortodoxas, junto al hartazgo.
Hoy, la política se ha vuelto para muchos una guerra de guerrillas sin ética ni rumbo, donde el poder se impone al deber, y la crispación ahoga cualquier posibilidad de diálogo o pacto. La consecuencia es un electorado cansado, escéptico y cada vez más ausente.
Como resumen, disponemos de un Gobierno hace tiempo a la deriva, Por otro lado, una oposición carente de tirón, junto a otro sector supuestamente próximo, pero con ambiciones larvadas que no presagian nada bueno a nivel nacional.
En ocasiones, los políticos desarrollan magníficas labores en sus lugares de origen, pero posteriormente se disuelven como azucarillos en agua, o bien se presume que sus ejemplos anteriores no se acomodan a los avatares de una política global. Ya hemos tenido ejemplos de esta clase en tiempos pretéritos.
¿Somos merecedores de este trato? ¿O debemos repensar nuestro voto en abstención como advertencia de rechazo y último bastión de dignidad democrática?
Y así, la ciudadanía —cansada, escéptica, pero aún vigilante— espera. Espera que alguien esté a la altura del cargo. No del poder.