No conocía a nadie al que le hubieran ocupado la casa. Tampoco le habían robado nunca ni conocía a nadie que le hubieran entrado en casa y se la hubieran desvalijado. Los índices de delincuencia que publicaba el ministerio del interior, no eran alarmantes ni auguraban que los cacos fueran un problema nacional.
José Ignacio, tenía, hacía ya casi veinte años, una casa en el pueblo. Cuatro paredes de adobe, con un tejado entero pero viejo. Muebles sin ningún valor, de los años setenta. Una televisión de tubo. Un microhondas de temporizador mecánico, un viejo frigorífico que consume más electricidad que ningún otro aparato eléctrico y que no tiene término medio, o congela lo que hay dentro o apenas si los conserva. Una lavadora de carga superior. La fachada, desconchada por el paso de los años y la falta de cuidados. La puerta, un viejo portón de madera de roble con tablas anchas y clavos de herrero que pesa una tonelada. Por fuera, no es una construcción que invite a ocupar ya que podría pasar por uno más de los viejos pajares y cuadras de adobe que hay en el pueblo.
Y sin embargo, José Ignacio, ha empezado ahora a preocuparse por su posesión. Una casa heredada de los padres, que en los últimos veinte años ha visitado media docena de veces, siempre en periodos cortos y cada vez más espaciados. Ahora, temeroso por los anuncios de la radio y los programas de televisión, no duerme por las noches pensando que cualquier día, alguno de los viejos vecinos de sus padres, le llamen por teléfono para decirle que alguien ha entrado en su casa y se ha quedado a vivir.
Y da igual si su pueblo tiene cien habilitantes empadronados que en invierno apenas si llegan a cinco casas abiertas. Y da igual que su pueblo esté en medio de la nada. Ni que, por no haber, no haya ni bar. Que el carnicero llegue en camión una vez cada quince días en invierno y los martes en verano. Que el último pescadero llegara a ese pueblo allá por 1990 o que el panadero pase casi de largo y haya que estar pendiente porque si no escuchas la bocina, no tendrás dónde comprar pan en cincuenta kilómetros a la redonda. Todo da igual porque a José Ignacio se le ha metido en la cabeza que su pueblo es un chollo y que su casa una bicoca para los desalmados ocupas que están deseando entrar en su posesión para quedarse a vivir. Ni se le ha pasado por la cabeza que para eso, debería haber trabajo, médico, escuela o cualquier otro servicio de los que el pueblo carece y que nadie va a ir allí a quedarse porque allí solo viven los viejos jubilados y los tres que tienen trabajo arando los campos.
Por eso, José Ignacio ha llamado al teléfono de información de una de esas empresas de seguridad que se anuncian por la radio. Quiere contratar una alarma. Lo primero que le han dicho es que, para ello, necesitan que la casa tenga una línea de teléfono. Pero eso es un problema porque José Ignacio no tiene línea de teléfono fija, hace años. Todo tiene solución si hay cobertura de móvil. Tampoco es el caso. Para tener cobertura segura de móvil deben subirse al cerro. Su vecino, un joven agricultor de cincuenta y cinco años, tiene Internet en casa. Le ha llamado y preguntado cómo lo hace y le ha dicho que por radiofrecuencia. 10 GB por treinta y seis euros al mes.
José Ignacio no duerme pensando en la ocupación, así que ha decidido poner una alarma. Y cámaras. A los treinta y seis euros de la conexión a Internet, hay que sumarle los cincuenta de la cuota de la alarma más los mil seiscientos ochenta euros que vale la instalación de cuatro cámaras, varios detectores de presencia y una centralita que gestione las alarmas y que estará conectada vía Internet con la central de la empresa de seguridad.
Ahora, José Ignacio ya duerme tranquilo. Ya tiene alarma y está a salvo de ocupas y ladrones.
Veintidós días después de colocar la alarma, recibe una notificación en el móvil. Alguien ha entrado en su casa. Los de la alarma le han llamado por si fuera él. Pero no es. José Ignacio les reclama que llamen a la guardia civil. Sin embargo, en la empresa de la alarma le dicen que primero tienen que comprobar que no es una falsa alarma, porque si lo es y luego no hay nadie, la policía les sanciona.
No es una falsa alarma. La empresa llama a la guardia civil. El cuartel más próximo está a treinta kilómetros y como todos, falto de efectivos. O eso dicen. Cuando llegan los civiles, dos horas después, no han robado nada, porque no había nada que robar, pero han causado desperfectos por valor de varios miles de euros.
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Vendiendo miedo
El miedo, en palabras del historiador romano Tito Livio, siempre está dispuesto a ver las cosas peor de lo que son. El miedo es algo social. Todos hemos visto a niños jugar con animales peligrosos como cobras pero ellos, al no tener conciencia del peligro, carecían de miedo. Se ha demostrado que los animales de la sabana, temen más al ser humano que a los leones. Y sin embargo hace unos días hemos visto una foto en Twitter de un león rodeado de una caravana de coches lleno de turistas haciendo cola para fotografiarlo.
El miedo, es el catalizador del comportamiento humano. Y, como todo lo que es capaz de controlar el comportamiento humano, ha sido estudiado y utilizado por el hijoputismo para sus planes.
Durante décadas, se utilizó el miedo a una guerra nuclear, lo llamaron guerra fría, para evitar conflictos entre las dos potencias.
El miedo es utilizado por gobiernos, medios de comunicación y empresas de seguridad como método para el control del comportamiento humano y como todo en este sistema en el que vivimos, para hacer caja.
La radio y los programas del hígado, esas mesas camillas llenas de bocachanclas que saben de todo, sin tener ni idea de nada, han creado el calvo de cultivo para una alarma social que no existe como demuestra que el teléfono de la oficina anti okupas que el gobierno facha de Castilla y León puso a disposición de los ciudadanos, no tuviera ni una sola llamada durante los seis meses que lleva en funcionamiento.
Pocos son los ciudadanos que saben el funcionamiento real de una alarma. Pocos que el consabido mantra de “conectada directamente con la policía” es más falso que un duro de cartón. Una alarma en un domicilio particular está conectada a una central de alarmas de una empresa de seguridad a través de un módem, ya sea vía teléfono fijo, ya mediante una tarjeta SIM. La alarma, no suena porque sí. Para ello debe constar de detectores de presencia o de movimiento o térmicos (por cambios bruscos de temperatura). Al final la alarma sólo son una serie de interruptores que dejan o no pasar la corriente. Ninguna empresa va a llamar a la policía porque uno de los detectores salte, porque las falsas alarmas se penalizan económicamente. Si la empresa llama a la policía y no hay robo, recibe una sanción económica. Así que, para que la central de alarmas llame a los servicios de seguridad del estado (policía o guardia civil) tiene que estar muy segura de que existe un allanamiento. Y luego está que, poner una alarma en un pueblo dónde el cuartel de la guardia civil está a más de veinte kilómetros de distancia es como echar un cubo de agua sobre un incendio de grado cinco.
Claro que, mientras la gente está preocupada por si le ocupan la casa, aunque sea más difícil que encontrar una aguja en pujar, no se preocupan de por qué se ha llegado a un acuerdo para que nada cambie en el gobierno de los jueces, para que se sigan sin investigar los 7291 muertes de mayores por falta de atención sanitaria durante el COVID en Madrid, o por qué ahora, el Constitucional va a eliminar los cargos de malversación al político del PSOE, Griñán, número dos de los ERES. Mientras estás preocupado porque tienes una chabola en el pueblo que nadie okuparía ni pagando, dejas de preocuparte de que no haya médicos en los hospitales, que la lista de espera para operarte sea superior al año o que tengan que demoler medio San Fernándo de Henares, porque la marquesa no hizo estudio topográfico del terreno y se construyó el metro, bajo un lodazal de yeso que hace que los túneles se vengan abajo y con ellos, los edificios que hay en su trazado. Y no hay responsables, ni delito, ni siquiera preguntas.
Cada día que pasa estoy más decepcionado con esta sociedad de mierda que hemos creado. Una sociedad de energúmenos egoístas que sólo miran por su culo. Nos merecemos la extinción por imbéciles.
Salud, república y más escuelas.