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La visita de Cupido

11 de Octubre de 2024
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La visita de Cupido

Eran las cuatro de la madrugada cuando el microbús paró delante de la casa de mi amiga María.

- Voy a subir contigo, necesito ir al servicio, ya no puedo aguantar más - le dije poniéndome los zapatos y sacando del bolso las pinturas y el espejito para darme un retoque al maquillaje antes de salir. María, de pie al lado del conductor, asintió mientras trataba de apaciguar a sus revoltosas amigas.

- Sed buenas, no le deis mucha guerra al conductor. Nos veremos en mi boda- les dijo.

Se levantaron de los asientos y una a una fueron despidiéndose de ella con un abrazo seguido de un beso y unas palabras cariñosas al oído. Después la puerta se abrió con un ahogado silbido y bajamos. Las chicas levantaron las manos a modo de despedida y los cristales tintados se llenaron de borrosas siluetas femeninas, agitando las manos con fuerza y lanzando besos al aire. El vehículo cerró las puertas y lentamente se puso en marcha. María y yo no dejamos de agitar las manos hasta que desapareció al doblar una esquina. Después entramos al portal con paso cansino y dolorido, los zapatos nos estaban matando a las dos.

-Adelante - dijo María en cuanto abrió la puerta del piso.

-Gracias -  le dije y eché correr hacia el cuarto de baño.

- ¡Chica, qué a gusto me he quedado! - dije entrando a la cocina y sentándose en una silla.

- Me voy a hacer una manzanilla, ¿quieres?- me preguntó poniendo un cazo de agua al fuego.                                              

- Sí, oye ¿no tendrás por ahí una aspirina o un Gelocatil?. Además de la pesadez de estómago, tengo la cabeza como un bombo.

- ¿Cuánto hacía que no ibas a una discoteca?- preguntó abriendo un cajón y sacando una caja de Aspirina.

La tira de años. Y a un “Boys” era la primera vez -  le dije.

- ¿Te ha gustado? - me preguntó.

- Bueno…, no ha estado mal, me he reído, sobre todo cuando el chico, el segundo, el que parecía un “Jeyperman”, ha empezado a creerse que nuestros gritos y aullidos eran auténticos alaridos de hembras en celo. Hace falta ser tonto. Los hombres todavía no se han enterado que nosotras, al contrario que ellos, no ardemos al instante ante un bonito cuerpo. Lo nuestro es una combustión más lenta y placentera. Ellos son la cerilla y nosotros el tronco. Ellos arden antes pero se agotan enseguida. A nosotras nos cuesta mucho más arder pero cuando lo hacemos, duramos mucho más que ellos y casi siempre quedamos insatisfechas porque, al contrario que ellos, no sólo buscamos un buen cuerpo, también buscamos inteligencia, sensibilidad y cariño. Y eso es mucho pedir en un hombre - le dije.

- Veo que últimamente no van muy bien tus relaciones amorosas.

- Tienes razón, no van nada bien - le dije.

- Yo también tomaré una aspirina, dijo. Estoy hecha polvo, las despedidas de soltera son agotadoras. Son las cuatro, llevamos ya ocho horas de juerga. Una jornada laboral completa. De más joven esto no era nada para mí, pero con cuarenta años… es otra cosa. Y eso que casi no he bebido, excepto un poco vino en la cena y el chupito de orujo, lo demás han sido zumos y coca- colas, dijo. Como ves me quejo de vicio. La verdad es que lo he pasado muy bien. Soy feliz, voy a casarme con el hombre que amo y, por si fuera poco, tengo unas amigas extraordinarias, ¿qué más puedo pedir? - dijo llenando las tazas de agua caliente y echando dos sobres de manzanilla en cada una.

- Gracias por la parte que me toca. Tú también eres la mejor de las amigas. Yo estoy algo peor que tú porque, además del vino en el restaurante y los chupitos, no he tenido más remedio que atizarme tres “gin-tonic” en el “Boys” para animarme un poco porque el espectáculo me estaba deprimiendo. Creo que los hombres son así porque nosotras les damos la razón yendo a sitios como ésos - dije zambullendo los sobres una y otra vez en el agua caliente.

- Si lo sé, no llamo para reservar; pensé que os gustaría. Lo hice porque está de moda, ahora es casi obligado en todas las despedidas de soltera - dijo María.

- Y me ha gustado, de verdad. No te preocupes, ha estado bien. Es sólo que tuve que tomarme tres copas para que me hiciera gracia ver a un muchacho en calzoncillos contoneándose sobre un escenario. El chico no tenía la culpa y tampoco la tienes tú por llevarnos ahí. La que falla soy yo.  Hace poco que rompí con mi penúltimo novio y la verdad es que les he cogido un poco tirria a los hombres.

- Lo siento, no lo sabía, dijo.

- No te preocupes, no pasa nada, ya he pasado otras veces por esto. Pero es que es verdad joder, no sé que les pasa a los hombres. Se creen Marlon Brando y no llegan ni a Alfredo Landa, que en paz descansen. Nosotras tenemos la culpa porque les hacemos creerse los reyes del mambo. Nosotras sabemos querer más y mejor que ellos, quizás a nosotras nos cueste más dar el primer paso, pero después somos mucho mejores y más fieles amantes que ellos. En tu caso ¿quién dio ese primer paso?, ¿Gabino o tú?. Perdona si estoy siendo indiscreta, no quisiera… lo siento, le dije. Normalmente soy poco habladora pero en cuanto bebo me disparo.

- No te preocupes. La respuesta es ninguno, ni Gabino ni yo tuvimos el valor necesario para darlo, contestó María. Menos mal que ocurrió aquello.

-  ¿Qué quieres decir con “aquello”? - le dije.

- Sí, me refiero al accidente. Nos miramos un instante y eso fue suficiente para saber  que aún guardábamos dentro rescoldos de una antigua pasión. Ese accidente, bendito sea, nos volvió a unir. De no ser por eso, hubiéramos seguido cada uno por su lado. Creo que ninguno de los dos estaba por la labor de retomar aquel antiguo amor. Si te digo la verdad, yo pensaba que ya ni se acordaría de eso.

Le he dado muchas vueltas a eso y todavía no sé que pensar. Lo más seguro es que fuera una feliz casualidad y nada más. Pero a veces creo que intervino algo superior, algo, no sé, un espíritu, una especie de Dios. Pero no ese Dios que administran los curas; no, ése no está para estas cosas, y si me apuras te diría que no está para ninguna, según va el mundo.

- ¿A qué otro Dios te refieres? - le pregunté.

- No sé, pienso en un Dios pagano, un ser terrenal, libertino y  sensual que va por ahí incitando el amor y despertando los sentidos, un ser dedicado a avivar los deseos y encender las pasiones.

- ¿Estás segura que sólo has bebido eso que has dicho?, ¿no te habrás fumado algo también? - le pregunté medio en broma.

- Ya sé que es absurdo, por eso no se lo he contado a nadie, ni siquiera a Gabino.  ¿Quieres que te lo cuente?, así podrías darme tu opinión - me preguntó.

- Eso ni se pregunta - le contesté.

- Como sabes, hace dos años que mi marido y yo nos separamos. Al que yo llamaba “maridito perfecto” me ponía los cuernos todas las tardes con una de sus compañeras de trabajo y lo hacía tan discretamente que nunca me habría enterado de no ser por una casualidad. Y aquí empiezan las “casualidades”.

Resulta que un día fui al Ayuntamiento a pagar un recibo. Cuando llegué a la ventanilla abrí la cartera y se me cayó al suelo una foto de carnet de mi marido. La señora que había detrás de mí la vio y se agachó a recogerla. Cuando fue a dármela se dio cuenta que conocía al de la foto. “Es el amigo de mi vecina, le veo todas las tardes”, dijo. Al día siguiente me fui a la dirección que me dio la señora y vi a mi marido llegar puntual a la cita con su amante. Le esperé en el portal y cuando bajó le pregunté que si eran esas sus clases particulares. Él no negó su relación y al día siguiente iniciamos los trámites de la separación, que, como sabes, fue amistosa y quedamos como amigos, aunque no por eso dejó de ser un mal trago. Después de eso me fui al pueblo a pasar unos días. Madrid me ahogaba, necesitaba cambiar de aires. El pueblo, ya lo sabes, es muy pequeño y casi todos los días veía a Gabino. Pero no nos decíamos nada, apenas un tímido saludo sin llegar a mirarnos abiertamente a los ojos. Yo todavía temblaba como una colegiala cuando le veía y quería pensar que a él le pasaba lo mismo. Pero en vez de relacionarnos como personas maduras, nos rehuíamos mutuamente, y sólo nos saludábamos cuando no había más remedio. Yo esperaba que fuera él el que me dijera algo y supongo que él pensaba lo mismo de mí. Y ninguno de los dos nos atrevíamos a dar ese primer paso imprescindible en toda relación, ni lo hubiéramos hecho quizás nunca. Era una situación absurda, ridícula, más propia de críos con acné que de cuarentones canosos y ya con algunos achaques. 

Entonces date cuenta de lo que pasó. Recuerdo todos los detalles como si hubiera ocurrido hoy mismo. Eran las ocho de la mañana de un  domingo frío y gris de principios de otoño. Había llovido toda la noche, pero al amanecer, el viento cambió en dirección sur y dejó de llover. Las calles  estaban desiertas, en todas partes se oían cantos de pájaros y de algún gallo de los corrales cercanos. Hacía frío como te digo, el otoño acababa de entrar con toda su fuerza. El cielo era una pesada losa de mármol gris de caprichosas vetas. Olía a humo de sarmientos que el aire bajaba al suelo desde las chimeneas. Sentía el aire frío en la cara, susurrando en las orejas y las esquinas. Silbando entre los pinos del parque como lejanos trenes en su largo y remoto paso. Golpeando en las persianas y las cortinas. El viento en las acacias de la carretera, en los hierbajos secos de los solares, en la hierba verde de las cunetas, en el tendido eléctrico. Una ráfaga de viento me trajo el sonido del altavoz de un vendedor ambulante. Al principio sólo entendí las últimas palabras: ¡tres, cinco euros! ¡venga muchachas, salir a la calle!. El altavoz estaba cada vez estaba más cerca. Al fin pude oír el mensaje completo: ¡melones, a los ricos melones, puro arrope, azúcar sola! ¡ tres, cinco euros! ¡venga muchachas, salir a la calle!. Me costó lo mío entenderlo porque las palabras estaban envueltas en mil estridencias, chirridos, ecos y chasquidos metálicos saliendo de un altavoz que parecía haber sido desahuciado de una tómbola, que ya es decir. Al doblar una esquina vi la furgoneta al final de una calle larga, recta y estrecha. Venía hacía mi rodando muy despacio, casi parándose delante de cada puerta por si asomaba alguna compradora. Pero no salía nadie, el pueblo a esas horas parecía un pueblo fantasma. La furgoneta fue avanzando hasta llegar a un cruce, en ese momento vi a Gabino en su bicicleta cruzando delante de la furgoneta. Yo estaba en la acera a menos de cuatro pasos de él. Al verlo cruzar, la furgoneta aceleró bruscamente y lanzada como un cohete, le embistió de lleno. Gabino salió volando por los aires y fue a caer a mis pies revuelto con la bicicleta. Después de golpearle, la furgoneta frenó en seco quedándose a menos de dos metros de los dos. El conductor nos miraba y sonreía de forma extraña. Entonces me di cuenta que no era el gitano de otras veces. No pude verle muy bien porque el día era oscuro y en el cristal del parabrisas se reflejaban los aleros de los tejados recortados contra el cielo, como los bordes de los sellos de correos. Tenía la tez muy oscura, el cabello largo y ensortijado, la nariz grande y ganchuda, largas barbas de chivo y orejas puntiagudas. Nos miraba fijamente con  los ojos entornados que parecían de fuego bajo unas espesas cejas negras y enmarañadas que medio los tapaban. Me sentí taladrada por sus ojos brillantes, feroces y también un poco burlones. Ojos que no parecían humanos. Me quedé paralizada, aturdida y sólo reaccioné al oír los lamentos de Gabino. Me agaché a atenderle y en ese momento oí un fuerte acelerón, levanté la cabeza y la furgoneta había desaparecido, tan sólo se oía el ruido del motor apagándose lentamente hasta que únicamente se oyó el viento y los quejidos de Gabino atrapado entre los hierros retorcidos de su bicicleta.

- Por si no salgo de ésta, tengo que decirte una cosa que tenía que haberte dicho hace tiempo - dijo con voz apenas audible.

- Yo también tengo que decirte algo - le dije mirándole fijamente con los ojos cubiertos de lágrimas.

Y nos abrazamos en silencio hasta que vimos a los vecinos a nuestro alrededor intentando ayudarnos. En el hospital le dijeron que tenía un brazo roto, se lo enyesaron y volvimos al pueblo. Desde aquel día ya no volvimos a separarnos. De esto hace seis meses.

Me quedé mirándola un buen rato a los ojos, intentando descubrir si me había dicho la verdad o por el contrario, me había tomado el pelo.

- ¿Qué te ha parecido?, ¿a que es increíble? - preguntó con una sonrisa.

- No sé qué decir. Me has dejado de piedra. De momento, esto fuera, dije apartando la taza de manzanilla. Ahora, si haces el favor, tráete dos vasos con hielo y  la botella de güisqui del bueno. Cuando lo hayas hecho, siéntate y vuelve a contármelo otra vez. 

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