Me topé, por arte de birlibirloque, con un libro titulado “Whiskas, Satisfyer y Lexatín” de cuya autora no quiero acordarme, puesto que es probable que sea un pseudónimo. Hace unos meses, cuando vi por Twitter el susodicho texto, por un momento llegué a pensar que se trataba de un encomio hacia el nuevo modus vivendi de los snobs de turno, como dijo Nicolás Gómez Dávila, “el mundo moderno no será castigado, el mundo moderno es el castigo”. ¡Pues toma dos tazas!, pensé.
Superados mis prejuicios, decidí ver de qué trataba. Una vez entendí que era un recopilatorio de artículos críticos sobre la modernidad líquida, decidí devorarlo cual Saturno a su retoño. Lo primero que me vino a la cabeza fue una impertérrita inquina al pensar que; ojalá se me hubiera ocurrido a mí plasmar de forma tan excelsa, juicios tan atinados. También, la manera en la que la autore (sean benevolentes conmigo, en este caso de género fluido de manual, usar la “e” está justificado) coquetea, sutilmente, con la erudición a la par que pone freno a la desenfrenada pedantería que gasta mediante el contraste del estilo formal y vulgar, o jugando con sus homólogos en el ámbito intelectual, pues pasa de citar en un parágrafo a Chesterton para endiñarte ulteriormente a C. Tangana. Parece una especie de penitencia para consigo misma. Por un lado, nos muestra que es docta en el ámbito del saber, pero que está a la última con la realidad cultural hodierna. Tanto di capello!
De entre la amalgama de temas que toca, hay algunos escritos que calan más en el lector. El artículo más agudo es el que lleva el nombre del libro. Allí se explica, sucintamente, la vida de treintañera de Flora, “una mujer libre e independiente”. Tiene toda la pinta que la protagonista se convertirá, pasados unos lustros, en el fenotipo perfecto de “Charo”. La atomización de su vida es propia del ambiente cultural en el que vivimos. En el pecado lleva su penitencia.
Primero, Flora, va de flor en flor, cual abeja, polinizando por doquier. Tinder necesita a Flora, tanto como Flora necesita a Tinder. Para más inri, cuando la cosa se pone fea en el mercado del fast-love, no duda en usar “el artilugio rosa a pilas -que compró con descuentazo de Black Friday- después de una copa de Verdejo”. Quizás lo utilice también cuando hay abundancia de candidatos y estos le duren menos en la cama que un parpadeo chino. ¿Quién iba a decir que el concúbito con un desconocido o con alguien a quien no le importas en absoluto te iba a dejar sexual y emocionalmente insatisfecha? ¡Oh sorpresa!
Flora es de las que cree en todas las luchas posmodernas habidas y por haber, la del postureo con Mamadou y el #Blacklifematters, de las que ve micromachismos estructurales, de las que necesita un coach para cultivar la resiliencia y las actitudes disruptivas, de las que esconde su pasión por los reality shows (donde precisamente abundan los hombres “tóxicos” que ella desdeña), de las que tienen pie y medio en el veganismo, de las del grupito de bad bitches y las putivueltas, y finalmente, de las que necesita de ansiolíticos para soportar el soporífero peso de la realidad. Me quedo especialmente con la siguiente observación, “políticamente Flora es un grifo de agua templada”. De las que acaba votando al PSOE para frenar a la “ultraderecha fascista”. Conciencia de progretariado, supongo.
El capítulo no es muy halagüeño para con las “Floras”: botellas de vino, gatos, paquetes de Amazon, lexatin, etc. A veces, una imagen vale más que mil palabras (literalmente las que tiene este artículo), por ende, la mejor forma de entender de qué va la cuestión es ver la portada del The New Yorker, de diciembre del 2020:
La definiría así: la absoluta normalización de la barbarie. Al final del capítulo, la naturaleza humana se abre paso entre la maraña de imposiciones culturales que circundan al individuo moderno, y es que, por esas fechas, Flora recuerda que le encantaba cantar villancicos con su abuela en Navidad e incluso ir a la misa del gallo (no hace falta decir que la protagonista es, con alta probabilidad, anticatólica, a pesar de que será más benevolente con otras religiones del Libro que no mencionaré para no incurrir en delitos de odio), o cómo su madre la vestía para Nochebuena. Ahora, en sus treinta, la intranscendencia del mundo moderno se le rebela más fiera que nunca, especialmente con su última búsqueda en Google: congelar óvulos.
Cabe decir que, hay otros capítulos del libro que me parecen sublimes, desde Un mundo (aún más) feliz – el cual me arrancó más de una carcajada, ¡yo también quiero la beca Pablo Iglesias Turrión! -hasta su defensa en favor de la vida, el amor, la belleza y lo transcendente. De los pocos peros que puedo ponerle al libro es el capítulo dedicado a Bea Fanjul. Me di de bruces al comprobar cómo una escritora tan eximia dedicaba un texto a una política tan insulsa como Fanjul. Peccata minuta aparte, debo aseverar que se trata de un libro excelente. Quizás faltaría meter una adenda respecto al hombre moderno, nosotros hemos contribuido activamente para que proliferen las Floras, convirtiéndonos en una suerte de floreros. Podríamos cambiar “Whiskas” por Fútbol/Play, “Satisfyer” por Pornografía y “Lexatin” por Fluoxetina o Finasterin.
Sea como fuere, me quedo con un agradecimiento inmenso hacia el algoritmo que me recomendó esta obra, a su estilo fresco y descarado, y a las lecturas que me ha legado, en virtud de la cuales, mis estanterías deberán resistir unos kilogramos adicionales, y mi cuenta bancaria otro varapalo más en concepto de erudición. Es un pequeño emporio bibliográfico, y esto, para un bibliómano como yo, hace que me sea irresistible no dar la brasa con el texto. Recuerden que los mejores libros no son un punto de llegada, sino de partida. Por último, si no existiera Esperanza Ruiz, de cuyo nombre acabo de acordarme, habría que inventarla, inventarlo o inventarle. Seas quien seas, gracias.