¿Y qué decir de la monarquía?

Jordi Domingo i Garcia-Milà
31 de Marzo de 2018
Actualizado el 23 de octubre de 2024
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  He sido siempre republicano. Sin embargo hubo un día -he de confesarlo- que acepté la posibilidad teórica de que la monarquía parlamentaria nos podía alejar de la negra noche del franquismo, garantizándonos la democracia moderna, social y avanzada que siempre habíamos soñado. Reniego de los imperialismos. Y más allá de que la historia nos trate de explicar su inevitabilidad en momentos determinados, rechazo enérgicamente, y de plano, el genocidio, el expolio, la explotación y la aniquilación de pueblos enteros, culturas y lenguas por la barbarie del más poderoso. Creo firmemente que la humanidad ha perdido un caudal impresionante de riqueza cultural y humana por mera razón de conquista. Dicho todo esto, ¿se imaginan si a finales del siglo XVIII, en los albores de los movimientos de liberación de sus colonias, alguien en España hubiera tenido un mínimo de humanidad; sensatez; cordura; visión de futuro; voluntad emprendedora; imaginación o generosidad? ¿Si alguien, con dos dedos de frente, hubiera vislumbrado lo que podía implicar tener un mínimo de empatía con las colonias? ¿Alguien que hubiera visualizado y advertido que el trato absolutamente hostil y agresivo; la cerrazón intelectual y humanitaria; el mero “mando y ordeno”; la imposición por la imposición; el desprecio y la aniquilación, de nada les había de servir en la tarea de mantener vínculos emocionales, políticos y económicos saludables? Si esas mentes claras, inteligentes y audaces hubieran existido, hoy -en pleno siglo XXI- España tendría -sin duda alguna- una consolidada Commonwealth con carácter hispano que le habría dado, durante años, enormes satisfacciones y pingües beneficios económicos. Gozaría de un alto reconocimiento internacional y –aún más- tendría una monarquía que lo sería (aún hoy) de todas las colonias que inexorablemente fueron independizándose de España. ¿Pueden imaginárselo? El Reino Unido lo hizo y eso le ha permitido mantenerse, durante siglos, como una de las primeras potencias mundiales. En España, en cambio, privó todo lo contrario. Desde la soberbia a la insensatez. Desde la prepotencia a la estulticia. Desde el “imperio de la ley” hasta la total ignorancia de la dignidad y el respeto de los pueblos. Se cometieron toda clase de tropelías (sociales y económicas). Un auténtico dislate. Y así le fue. Cayeron, una a una, todas las colonias del imperio. Y mejor no hablar del modo vergonzante con que abandonó, en 1975, la última de ellas (Sáhara). Vergüenza y ridículo. Como el cometido en el caso de la República de Cuba. Dicen los historiadores que, tras años de denegar sistemáticamente a los cubanos, sus más que legítimas aspiraciones a una relación autonómica, éstos declararon la independencia. Y aproximadamente dos años después, el Reino de España les remitió una oferta de estatuto de autonomía. Sobran comentarios. Desde hace ya siglos es bien sabido que, en España, un conglomerado de familias ha dominado el poder económico y político y ha utilizado –a su antojo y exclusivo beneficio- el Régimen y la Administración. Más allá de sus preferencias, esas familias han adecuado en todo momento el régimen político a sus intereses. En todos los períodos de nuestra historia, cambiaron –o se amoldaron- al régimen según les convino. Y cuando sus intereses corrieron peligro, no dudaron en instaurar las más feroces dictaduras. Monarquía; república; dictadura; “dictablanda”; autoritarismo o democracia. Nada les importó, ni les importa. En el siglo pasado, mientras la monarquía les fue útil, la utilizaron a su conveniencia. Cuando dejó de servirles, se avinieron a la república. Tan pronto como constataron que ésta se les iba literalmente de las manos, propiciaron la dictadura franquista. Luego, trataron de amoldarse a los tiempos y abrieron –en 1978- la espita de una democracia “sin memoria” y bajo “el control de los sables”. Poco les duró el invento. En escasamente tres años (febrero de 1981) dieron frenazo y marcha atrás, utilizando lo que mejor conocen: el miedo. Y, desde entonces, la política del cangrejo. De la democracia que “pudo haber sido y no fue” hasta el autoritarismo actual de los hijos del franquismo, que no son otros que los descendientes de esas familias. Pero hablemos de “nuestra” monarquía. No diré nada respecto al coste que, hoy en día, la institución lleva aparejada. Ni hablaré de los escándalos variopintos a los que nos ha tenido acostumbrados y sometidos. Ni de la compraventa de armas. Ni de la fortuna acumulada en menos de 50 años. Ni de su participación, ya demostrada, en el 23-F. Ni de Urdangarín y la infanta. La monarquía que “reina pero no gobierna” debía ser, constitucionalmente hablando, la institución de todos los españoles. La verdadera autoritas. La que estuviera por encima del bien y del mal. La que sumara y nunca restara. La que acogiera las diversas nacionalidades, lenguas e ideologías, sin discriminación de clase alguna. La que propiciara el desarrollo de los pueblos. La que aceptara ser árbitro imparcial en cualquier situación controvertida. Esa específica, e ilusoria, monarquía era la que un día (en los estertores de la dictadura “oficial” del franquismo) creímos vislumbrar, erróneamente, muchísima gente. Incluso gente tan alejada de la institución como lo eran los entonces dirigentes, miembros y simpatizantes del PSUC y del PCE. Pero, al igual que hace siglos, el fracaso ha sido mayestático. Es más, ya en el presente siglo y con motivo del último y reciente cambio generacional producido, la institución hubiera podido postularse como la monarquía de las diversas naciones de España. Pero esto era pedir demasiado a la institución y a quienes la sostienen. Atendido el ADN de una y de otros, mera entelequia o divertimento intelectual frustrado. Y aquí estamos. Con un monarca que el pasado 3 de octubre decidió con más irresponsabilidad que inconsciencia arremeter, sin escrúpulo y sin templanza alguna, contra una gran parte de la ciudadanía de Catalunya. Decidió jugar el mismo rol que el gobierno, sin fisuras ni matices. Se avino a la utilización espuria de la “Justicia”, como brazo ejecutor del autoritarismo más atávico. Obvió derechos fundamentales, libertades y tratados internacionales, optando por establecer un muro, hoy ya infranqueable, entre “buenos y malos” y entre “nosotros y ellos”. En definitiva, renunció públicamente a su papel constitucional y se ha lanzado, sin ambages, al río que le habrá de llevar –un día u otro- al destino que la historia ha tenido a bien reservar para varios de sus antecesores. Con su discurso autoritario, partidista, inhumano y beligerante ha cruzado un umbral que ya no tiene vuelta atrás. Ni para él. Ni para los suyos. Ha unido voluntariamente su destino al de la derecha más añeja y recalcitrante. Y no ha querido darse cuenta que, aún así, también esa le dejará cuando más le convenga. Alea jacta est. Desde Catalunya hace tiempo ya que luchamos por construir, día a día, una República. En mi próximo artículo (y si la actualidad no lo impide) les expondré lo que más de 3.500 personas, de manera altruista, hicieron para imaginarla y dibujarla. Lo que más de 10.000 personas han debatido públicamente en un largo centenar de actos. Lo que más de dos millones de personas anhelan y saben perfectamente que tienen a su alcance, a pesar de la represión y la tiranía. Porque eliminar a más de dos millones de personas va a ser hoy ya tarea imposible.

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