La situación actual, tanto a nivel internacional como nacional, invita a una reflexión urgente: quizás ha llegado el momento de bajarnos en la siguiente parada de este tren llamado mundo.
En el plano internacional, el aumento de conflictos armados es alarmante. La situación en Palestina es especialmente desgarradora: el Estado de Israel está llevando a cabo una ofensiva que muchos califican como uno de los mayores genocidios contemporáneos, mientras buena parte del mundo occidental, incluida Europa, guarda silencio. La pasividad de organizaciones como la ONU o la Unión Europea evidencia una falta de valentía política y moral. ¿Cuál es el propósito de estas instituciones si no actúan ante una masacre de civiles, incluidos niños?
La Unión Europea, lejos de asumir un papel firme, ha optado por una actitud cómplice. No solo mantiene relaciones diplomáticas y comerciales con Israel, sino que incluso ha sido acusada de suministrarle armas, con pleno conocimiento de su uso. La UE, antaño referente de progreso y derechos sociales, hoy aparece como una estructura desgastada, sin principios ni visión, dedicada a facilitar la libre circulación de mercancías y capitales —pero no de personas, si vienen de fuera—. Tras décadas de funcionamiento, el balance es claro: ha concentrado la riqueza en manos de unos pocos, dejando a muchos atrás.
La reciente imposición de aranceles por parte de Estados Unidos, con el beneplácito europeo, evidencia la pérdida de peso geopolítico de la UE. Mientras se negocian acuerdos de paz entre Rusia y Ucrania, Europa apenas figura en la mesa. El proyecto comunitario que prometía unión y democracia está cediendo terreno a la desilusión, y con ella crece la extrema derecha, que gana presencia en gobiernos y, preocupantemente, entre la juventud.
España no escapa a este diagnóstico. La polarización, la desigualdad, la desinformación y el avance de discursos radicales son una constante. Los principales partidos, lejos de ofrecer soluciones, compiten por ver quién tiene menos escándalos de corrupción. La connivencia entre política y empresa ha creado un sistema donde sobornos y comisiones condicionan decisiones públicas, degradando las instituciones y alimentando el desencanto ciudadano. Un caldo de cultivo ideal para el populismo de corte fascista.
A esto se suma el auge de discursos xenófobos que culpan a la población migrante de los problemas sociales. Algunas voces hablan incluso de repatriar a siete u ocho millones de personas por "no adaptarse a nuestras costumbres", una propuesta tan inhumana como inviable. Para entender el fenómeno migratorio, hay que mirar a África: siglos de explotación por parte de Occidente han dejado tras de sí desigualdad, guerras y dictaduras. Si no se invierte en desarrollo y justicia global, los flujos migratorios no cesarán.
Las personas migrantes, como cualquier ser humano, buscan sobrevivir y prosperar. Contra la “migración” solo cabe la “integración”, y, para ello, solo existe la herramienta de la “inversión”. No se trata de imponer culturas, sino de garantizar el respeto a los derechos civiles y fundamentales. Aquí, una mujer tiene derecho a estudiar, trabajar o casarse con quien desee. O una persona a enamorarse de otra persona independientemente del genital que posea. La diversidad cultural es bienvenida, siempre que se respeten estos principios irrenunciables.
Abandonar a estas personas a su suerte solo fomenta la exclusión y el delito. ¡Yo haría exactamente lo mismo en su circunstancia! Si a eso le sumas los discursos de odio contra el migrante, esto da como resultado el caso Torre Pacheco.
Plantear la repatriación de ocho millones de personas no es solo una propuesta inhumana, sino una aberración difícil de dimensionar. Para hacernos una idea, sería como si Andalucía quedara, de pronto, completamente despoblada. ¿Quién atendería entonces a los turistas en nuestras terrazas y hoteles? ¿Quién recogería nuestras frutas, verduras y hortalizas en los campos? Hablo solo del sector turístico y agrícola porque es lo que se decidió, desde Europa y el bipartidismo, para los andaluces y andaluzas. Las industrias para otros. Pero tranquila Andalucía que sin grupo político propio será los partidos estatales lo que nos sacaran de este atolladero de trabajos precarios.
Tal es el estado del mundo que, más que repatriar a ocho millones, quizá habría que repensar si los ocho mil millones de habitantes que habitamos este planeta nos expulsa hacia un agujero negro del espacio. Tal vez sea el propio planeta el que necesite un respiro. Y si algún día llega tal repratiación que comiencen al menos por los xenófobos, machistas, homófobos, terraplanistas, racistas, supremacistas, aporofóbicos… y todo aquel que justifique la discriminación, apriete un gatillo o ejecute una bomba. Al menos, durante un tiempo se viviría en una utopía.
Hoy, el dilema ya no es entre izquierda o derecha. La verdadera disyuntiva está entre un bipartidismo anquilosado o la defensa firme de los derechos fundamentales: sanidad pública, educación para todos, servicios sociales dignos, igualdad de oportunidades. La elección es nuestra. Y es urgente.
Y si los gobiernos y las instituciones continúan hurtándonos esas oportunidades, al menos que no me roben el último mis consuelos: el color cárdeno de los atardeceres, esa belleza de la naturaleza que todavía puedo contemplar desde mi roca marinera. Aunque, siendo honesto, yo ya me bajo en la siguiente parada.
X la revolución de los desiguales…