Carles, el Dudoso

03 de Noviembre de 2023
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foto Carles-Puigdemont

Todo estaba preparado para que Carles Puigdemont anunciara el sí de Junts a la investidura de Pedro Sánchez. La expectación era máxima. Sin embargo, a primera hora de la tarde, los técnicos desmontaban el equipo audiovisual que se había instalado para la rueda de prensa posterior a la reunión de la cúpula del partido soberanista en Bruselas y la noticia quedaba en un bluf. “Esto podría significar que nadie de la formación independentista va a hablar”, interpretaron fuentes próximas a las negociaciones. Y muchos dieron por seguro que, una vez más, Puigdemont daba la espantada en el momento más crítico y trascendental de la historia.

De una forma o de otra, estamos ante un hombre que, en el instante decisivo de entrar a matar el toro, siempre acaba tirando el capote y saliendo por patas de la plaza. Unas veces en el maletero de un coche para que la UCO no le eche el guante. Otras, como parece estar ocurriendo ahora, escabulléndose entre los periodistas nacionales e internacionales sin dar la cara ni responder a las preguntas cruciales. ¿Pero qué le pasa a Carles Puigdemont? ¿Por qué cada vez que se ve ante la encrucijada determinante le tiemblan las piernas, se escaquea, delega en otros, proclama repúblicas efímeras para echarse atrás a los ocho segundos, huye, calla o guarda un incomprensible silencio? ¿Acaso estamos ante un hombre trémulo, inseguro o dubitativo que cuando se ve obligado a afrontar el futuro, el destino, la hora de la verdad, prefiere dejarlo todo a medias, abandonar y pirarse de allí cuanto antes?

Todo apunta a que nos encontramos ante alguien con miedo escénico. Un escapista de la historia. Un caso clínico de grave falta de autoconfianza. Quizá sea porque forma parte de ese grupo de personas hiperracionalistas que, de tanto pensarse las cosas, los pros y los contras, las consecuencias y los efectos, nunca acaban una tarea. Este tipo de individuos buscan constantemente la aprobación de los demás y tienen miedo a decepcionar o ser rechazados por las decisiones que adoptan cada día. Eso será lo que le pasa al expresident. Que teme que, por quedar bien con unos, acabe defraudando a otros. Unas veces toma la decisión definitiva de pactar con Sánchez, pero al minuto ya está pensando en qué será de sus hijas, si podrán salir a pasear por Girona sin que las llamen botifleras, si estará haciendo lo más correcto como padre, y termina levantándose de la silla y diciendo que no traga, que nones, que no pasa por ahí y que no firma. Otras veces, por contra, va para adelante con todas las de la ley, se lía la manta a la cabeza, dice aquello de sujétame el cubata, noi, y declara la ruptura total y para siempre con el Estado español. Sin embargo, al rato vuelve a asaltarle la duda hamletiana, se debate entre el ser o no ser (esa es la cuestión), y se siente como aquel joven príncipe de Dinamarca de la tragedia de Shakespeare que tiene una empanada en la cabeza y no sabe si cometer el crimen de la venganza o seguir por el camino recto de la vida. Entonces vuelven a temblarle las piernas, regresan los sudores fríos, castañetean los dientes. Y todo ello mientras el juez Llarena le pisa los talones, Europa le retira la inmunidad y Feijóo pide su cabeza. El conflicto interior y la tensión exterior acaban por destrozarlo a uno hasta hacerlo papilla.

¿Cómo podemos tomar la mejor decisión en la vida? ¿Cómo hacer lo mejor para Cataluña, para los catalanes, para uno mismo? Ese es el tormento que vive todo el rato el pobre Puchi. No nos gustaría estar en su pellejo. Esos procesos mentales de indecisión y duda, esa zozobra constante, acompañada del esplín del exilio y el clima monótono y gris de Waterloo, pueden terminar con los nervios de cualquiera. No hay libro de autoayuda en el mundo que pueda hacer que alguien se quite todo ese lastre de responsabilidad que pesa como una losa sobre las espaldas. Cuando parece que ya todo está atado, que Santos Cerdán está entregado y dispuesto a posar bajo la humillante fotografía del 1-O, vuelve la sombra de la duda, como en el peliculón de Hitchcock. Cuando parece que la decisión está tomada, el cuerpo le pide huida y dejar plantados a los periodistas sin comunicar la noticia que cambiará el futuro de Cataluña y de España.  

La duda, esa vaga nubecilla que, a veces, habita los cerebros, decía Cela. Duda cartesiana, duda existencial, duda escéptica, duda religiosa, duda científica, qué más da cuál sea la clase de mal que se sufre. Toda duda es un abismo que acaba por conducir a la locura. Cogito ergo sum, pienso luego existo, se dice Carles cada mañana, y como buen antisistema que es se muestra seguro de que la ruptura con el Estado español es lo mejor. Sin embargo, a los cinco minutos le asalta otra vez el aluvión de obsesiones y vuelta a empezar. ¿Y el referéndum qué? ¿Y las Rodalies qué? ¿Y el nuevo modelo de financiación qué? Y otra vez la confusión, el callejón sin salida, el sin vivir.

Llama la atención que Esquerra, o sea el escolástico Junqueras, lo tenga tan claro, mientras él naufraga en un mar de dudas. Los republicanos, mucho más pragmáticos y sensatos, ya lo han firmado todo, la amnistía, los trenes de Cercanías, la condonación de la deuda, el pastizal en transferencias y dos huevos duros. Han hecho la oportuna reflexión, la autocrítica, y han llegado a la conclusión de que el camino de la unilateralidad solo conduce al desastre o a la cárcel o a ambos sitios a la vez. Por eso han optado por retornar a la realpolitik. Sin embargo, él, el exhonorable, Carles el Dudoso, cuando ya tiene la estilográfica en la mano y el documento delante y la prensa informa unánimemente de que el acuerdo con Sánchez está hecho al noventa y nueve coma noventa y nueve por ciento, piensa en esos flequillos que quedan sueltos, en esos hilillos que no encajan, pega un respingo de la mesa todo inquieto y nervioso, dice que no firma y da por suspendido el acto. O es un perfeccionista compulsivo, o un insatisfecho incurable o el hombre que dudaba demasiado.

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