Todo lo que rodeó el exilio de miles de españoles a partir de 1939 fue dramático, quizá la página más triste de nuestra historia. Guerra civil, represión, fusilados, cunetas, dictadura, familias enteras que huyen con lo puesto, cruzar a pie los Pirineos, hambre, miseria, campos de concentración, Francia ocupada, nazis, una tumba de Machado en Colliure, todo eso que muy acertadamente ha descrito el portavoz socialista de Justicia en el Congreso, Francisco Aranda. Sin embargo Pablo Iglesias, en su entrevista con Gonzo en Salvados, ha comparado la situación procesal de Carles Puigdemont, huido de la policía y refugiado en Waterloo, con todo ese infierno que se desató tras la contienda bélica. No parece demasiado afortunado el paralelismo del líder de Unidas Podemos, como tampoco parece que tenga mucho que ver la trayectoria del líder independentista con la represión y el calvario que sufrieron personajes republicanos de aquel tiempo como Manuel Azaña, Antonio Machado, La Pasionaria, Max Aub y tantos otros.
Para empezar, a Puigdemont no le falta de nada en su casoplón belga que para sí lo quisieran muchos, vive casi a cuerpo de rey emérito sin saber lo que es el hambre y el frío, mientras que el gran poeta Antonio Machado, por poner un ejemplo, acabó sus días en la triste pensión Bougnol-Quintana de Colliure, donde él y su madre murieron solos, aterrorizados y en condiciones lamentables a los pocos días de su llegada a la costa francesa. Puigdemont puede entrar y salir del Parlamento Europeo, dar charlas y conferencias contra el malvado Estado español, comer y cenar con sus amigos y seguir con su vida como si nada. Su estancia en Bélgica se parece más a una beca Erasmus, a un máster universatario en rebeliones populares, que a un exilio de verdad.
La magnitud de ambas tragedias, la sufrida por los exiliados republicanos y la del líder soberanista, no son equiparables se mire por donde se mire y cualquier intento de identificación resulta grotesco, patético, sarcástico. Un insulto a la inteligencia. Tratar de colarlos a todos en el mismo saco del exilio, con calzador populista como hace Iglesias, supone un flaco favor a la causa republicana, al dolor y sufrimiento de miles de represaliados por el franquismo y a la memoria histórica de las víctimas. En un tiempo de bulos y fakes como el que vivimos conviene llamar a las cosas por su nombre y tratar la historia con respeto porque de lo contrario todos terminaremos como Ortega Smith, revisionando por interés político los hechos del pasado y concluyendo que las Trece Rosas fueron sanguinarias psicópatas que disfrutaban torturando en las checas.
Es evidente que Iglesias no ha estado atinado con su forzado símil, algo por otra parte comprensible cuando te expones a pecho descubierto a una entrevista con un periodista incisivo como Gonzo. Basta ver que la propia portavoz de su partido, Isa Serra, se ha apresurado a matizar la polémica afirmación reconociendo que no se puede realizar tal comparación entre el político catalán buscado por la Justicia y aquellos republicanos que corrían a la desesperada hacia la frontera francesa entre carromatos destartalados, colchones viejos, niños descalzos, familias rotas, hambre, frío, desgarro y el horror de tener que dejar la patria rumbo a lo desconocido. Serra ha tenido que ejecutar una pirueta dialéctica y agarrarse a la Real Academia de la Lengua como a un clavo ardiendo para convencernos de que Puigdemont es un exiliado, pero una cosa es la RAE y otra la ética política, señora Serra, de modo que aquí no valen ardides gramaticales. Allá usted con sus cálculos, estrategias y tacticismos políticos.
Lo que está claro es que la afirmación de Iglesias no se sostiene, entre otras cosas porque si Puigdemont es un político exiliado él, como vicepresidente del Gobierno de España, es el brazo ejecutor de la injusticia fascista. El líder soberanista decidió pisotear la legalidad constitucional y dar un salto al vacío convencido de que podía conseguirse la independencia de Cataluña por la vía unilateral del pronunciamiento sedicioso e insurreccional, por las bravas, haciendo de su capa un sayo. Aquello fue un suicidio político colectivo, una inmolación milenarista, un pulso al Estado de derecho que acabó perdiendo, por lo que tuvo que salir por piernas del país, como cualquier otra persona que infringe las leyes. Es decir, más que exilio hubo fuga. Después la Justicia española actuó contra los cabecillas insurgentes tal como era de prever y aunque la instrucción estuvo plagada de irregularidades y la sentencia fue más que discutible eso ya es otra cuestión. Nadie represalió a Puigdemont como a Federico García Lorca, nadie lo sacó a punta de pistola de su casa para dirigirlo a un paredón o a un frío paseíllo. Él solito, en su propia ensoñación de que el procés podía llegar a buen puerto, se metió en el charco y embarcó a los catalanes. Tomó su decisión, aceptó las consecuencias de su histórico y trascendental desafío y perdió.
De alguna manera, la loca aventura indepe en pos de la República es un proceso revolucionario similar al que ha tenido lugar en Estados Unidos, donde una parte del pueblo se ha terminado tragando la gallofa de Donald Trump. Al igual que el magnate neoyorquino engañó a 74 millones de estadounidenses, Puigdemont sedujo a más de dos millones de ciudadanos catalanes, a los que ocultó la gran verdad inconfesable: que la independencia era imposible por esa vía, que el Estado no se quedaría callado y con las manos quietas y que reaccionaría con toda su fuerza para mantener la legalidad vigente. La única diferencia entre la mascarada trumpista ocurrida en USA y la insurrección catalanista del 1-O es que el Capitolio lo tomó un friqui tronado disfrazado de indio y al Parlament quiso entrar un señor con barretina de Las Ramblas burguesas.
Lo de Cataluña no tiene nada que ver con un Estado totalitario fascista que reprime a otro pequeño a la palestina, entre otras cosas porque ya no estamos en 1939 y porque aquí cada hijo de vecino tiene plena libertad para decir lo que quiera y ser lo que le venga en gana, republicano, falangista, monárquico, indepe, trumpista, vegano, multisexual, nudista, naturista o negacionista creyente en los marcianos verdes. Por mucho que se empeñen algunos, mayormente los extremistas de uno y otro signo que han decidido polarizarnos, España no tiene por qué repetir una segunda guerra civil para conquistar la libertad y liberar al martirizado y subyugado pueblo catalán. Eso es lo que le gustaría a gente como Trump, Puigdemont y algunos partidos supremacistas eslovenos y holandeses aliados de la derecha catalana más rancia. Aquí el único polaco ultra equivocado es Puigdemont, que decidió arrastrarnos a todos, por su cuenta y riesgo, a una nueva guerra fratricida: rebeldes de los CDR contra falangistas de Vox, Mossos d’Esquadra contra piolines, espías y hackers rusos contra la Policía patriótica de Rajoy y Fernández Díaz. La "revolución de las sonrisas" se disfrazó como algo pacífico, la resistencia pasiva de Gandhi, pero pudo acabar en una ensalada de tiros. Puigdemont, Junqueras y los demás le vendieron la moto al pueblo de que la secesión podía hacerse en un cuarto de hora de enjuagues legislativos en el Parlament y que al día siguiente todos tendrían pasaporte catalán, vivirían en un paraíso fiscal que ni el Caribe y atarían los perros con longanizas. Entre el bulo del America first y el Espanya ens roba no hay demasiada diferencia, por mucho que el prófugo Puigdemont (y algunos que le compran la película) quiera aparecer ahora como una exiliada y sufrida Pasionaria envuelta en una gloriosa estelada.