Catalanes, el 'procés' ha muerto

13 de Mayo de 2024
Guardar
buena

Las elecciones del 12M dejan un dato incontestable: Cataluña ha decidido pasar página a la hoja de ruta hacia la independencia que en su día puso en marcha Artur Mas tras la descomposición del pujolismo convergente. O lo que es lo mismo: catalanes, el procés, tal como fue concebido, ha muerto.

Las urnas han hablado para decir que el independentismo se desinfla, tanto es así que por primera vez en la historia el bloque de las fuerzas nacionalistas pierde respecto al constitucionalista. Junts se mantiene a duras penas, un mérito atribuible en buena medida al carisma de un icono pop como Carles Puigdemont, que se remangó y se puso al frente de la campaña cuando ningún líder posconvergente quiso dar el paso adelante para encabezar la candidatura. Al mismo tiempo, Esquerra se hunde (hasta 13 diputados menos). Anoche mismo, y sin dejar que se contaran todos los votos, algunos de sus líderes ya empezaban a hablar de asunción inmediata de responsabilidades, de cortar cabezas, de harakiris. La testa de Pere Aragonès, en este momento, vale menos que un caramelo a la puerta de un colegio y aunque los politólogos y tertulianos destacan que el partido de Junqueras y los suyos sigue teniendo la llave para que el socialista Salvador Illa pueda ser investido president de la Generalitat, el único calificativo que cabe ponerle a la noche electoral de ERC es el de fracaso estrepitoso o calamidad. En cuanto a los grupúsculos indepes minoritarios, hasta la CUP se estrella, y solo el partido xenófobo Aliança Catalana, que irrumpe en el Parlament con tres diputados, puede presumir de buenos resultados electorales.

El independentismo atraviesa por horas bajas. Las razones de este desmoronamiento no están del todo claras, pero sin duda habría que mencionar el hastío y cansancio de buena parte de la sociedad catalana tras años en un callejón sin salida en lo político y de desastre en lo económico (Cataluña ha pasado de motor de la economía nacional a tubo de escape obsoleto y algo gripado). El procés fue una aventura suicida que no llevaba a ninguna parte. Sus impulsores lo sabían. Sabían que lo que estaban prometiendo era un imposible. Sabían que no contaban con masa social suficiente, que no tenían el control de ninguna institución esencial para construir un país independiente (ni siquiera las aduanas y fronteras) y que la comunidad internacional, mayormente Europa, les daría la espalda porque ningún estado reconocería la Republiqueta lograda unilateralmente y con la pantomima de un referéndum sin validez jurídica alguna.

Pese a que la región entera caminaba hacia el descalabro, sus desenfrenados dirigentes, llevados por una fiebre patriotera como pocas veces se ha visto, optaron por tirarse con alegría a la piscina, como esos enloquecidos que practican el balconing en Magaluf. Y ya sabemos cómo terminó todo aquello, con el 155, con la intervención de las instituciones catalanas, con la fuga de empresas y bancos y con una recesión galopante de la que aún no han levantado cabeza. Mintieron al personal y ahora, una década después, una década perdida después, que se dice pronto, el pueblo empieza a despertar del sueño lisérgico del Brexit a la catalana –en el que lo habían metido con fábulas y cuentos medievales– para pasar las correspondientes facturas.

Hoy produce estupor tirar de hemeroteca y ver cómo algunos de aquellos manifestantes, felices manipulados envueltos en la estelada, confesaban en TV3 que estaban dispuestos a comer piedras, si era preciso, si con ello conquistaban la independencia. Pues ya tienen lo que querían: un buen guiso de pedruscos y guijarros al punto en lugar de lentejas. Eso sí, de la desconexión con España, ni rastro. Lo que han dicho los catalanes en esta cita electoral trascendente es que quieren más realpolitik, más Sanidad y Educación, más y mejores Rodalias, la ampliación del Prat, proyectos económicos que generen riqueza e ilusión y por favor que vuelvan las empresas ya, sobre todo eso, por dios que vuelvan las empresas cuanto antes. En definitiva, dejar atrás la engañifa que les prometieron y que solo les ha traído confusión, ruina y más extrema derecha, en este caso racista además de indepe, lo cual es surrealismo puro.

En ese contexto diabólico para el soberanismo, Carles Puigdemont podrá presumir de haber salvado los muebles de Junts, pero su papel continúa muy en entredicho. No puede gobernar porque no le dan los escaños y ya solo le queda el recurso a la perfomance de presentarse en Barcelona por sorpresa para que la pasma le ponga los grilletes, declararse mártir por la Moreneta y montar otro pollo incendiando Cataluña. Lo más sensato sería presentar la dimisión (él mismo prometió que si no salía president arrojaría la toalla) y con las mismas volverse para Waterloo, porque no lo vemos nosotros con arrestos para entregarse a la Justicia.

En cuanto a Esquerra, se impone uno de esos procesos de reflexión en los que entra de cuando en cuando, cíclicamente, tras un batacazo en las urnas. Así es la historia de los republicanos progresistas desde que la formación fue fundada allá por 1931: una montaña rusa permamente y sin fin. Optar por el bloqueo al PSC no llevaría nada bueno para Cataluña, así que lo más coherente sería poner los escaños a disposición de un tripartito con socialistas y comunes, en el caso de que sea factible tras el recuento final.

No podemos cerrar este análisis general de la cosa sin reparar, aunque sea de pasada, en los buenos resultados de la derecha española. Anoche, en Génova, descorchaban botellas de champán y montaban una rave salvaje que ni Eurovisión por la inesperada cosecha, 15 escañazos que a los populares les saben a gloria. No es como para tirar cohetes, pero viniendo del ostracismo como vienen (últimamente no les votaba nadie) y teniendo en cuenta que sorpasan a Vox (competidor directo), ni tan mal. El discurso xenófobo de Feijóo durante la campaña electoral parece haber rendido los votos deseados a costa de Ciudadanos, el cadáver en descomposición que desaparece del mapa, quién lo hubiese dicho hace solo unos años, cuando ganaban elecciones contra todo pronóstico. Ayer, Carrizosa colgaba en la puerta el cartel de cerrado por defunción, aunque en un último arrebato, sin duda aquejado por la lógica depresión postraumática, amenazó con volver. La resurrección del partido naranja no se la cree ni él harto de cava del Penedés.  

La jornada, por tanto, nos deja a un Salvador Illa que emerge como líder moderado, inteligente y con capacidad de gestión. Es cierto que el dirigente socialista recoge la buena onda de la amnistía y los indultos, valorada por un amplio sector de la ciudadanía de Cataluña, y quizá, por qué no decirlo, el tsunami sentimental provocado por la hábil maniobra electoral de Pedro Sánchez, el hombre profundamente enamorado que ha removido conciencias con sus cartas románticas. En la política del mundo posmodernista de hoy, vale más un culebrón bien pergeñado que un programa electoral o tocho de doscientos puntos. Al cierre de esta edición, Illa se ofrecía como próximo presidente de un Ejecutivo tripartit, ya con los votos en la mano. “Cataluña se pone en marcha”, dijo. A ver si es verdad. Por el bien de todos.

Lo + leído