La cuestión del aborto se ha llevado por delante más de una carrera política en nuestro país. Fue el caso del ex ministro de JusticiaAlberto Ruiz-Gallardón, quien en el año 2013 decidió emprender una cruzada antiabortista que solo le sirvió para cavar su tumba profesional. Presionado por los movimientos provida y dejándose arrastrar por su propia ideología ultrarreligiosa, Gallardón quiso acabar con la ley socialista de Zapatero que situó a España como uno de los países más avanzados a la hora de garantizar que las mujeres puedan ejercer su derecho a la interrupción voluntaria del embarazo.
En diciembre de 2013, el entonces considerado como gran faro y guía del liberalismo conservador, decidió llevar al Consejo de Ministros el que se denominó como anteproyecto de Ley Orgánica de Protección de los Derechos del Concebido y la Mujer Embarazada, un borrador de lo que tenía que ser la ley más reaccionaria y nacionalcatolicista promulgada por el Ejecutivo de Mariano Rajoy. En ese bosquejo legislativo, Gallardón plasmó las esencias de su pensamiento ultracatólico al proponer la derogación de la ley de plazos socialista, una de las más garantistas de la Europa civilizada, por otra de supuestos mucho más restrictiva. De esta manera, el superministro solo permitía que las mujeres abortaran en dos únicos casos: si eran víctimas de violación (y solo hasta las doce semanas de gestación) o si existía un grave riesgo para la salud física o psíquica de la madre (y siempre con una serie de informes clínicos y exigentes requisitos que ponían a la mujer dispuesta a interrumpir su embarazo ante una auténtica gymkana llena de obstáculos administrativos que la hacían desistir en el último momento). Pero lo peor de todo no fue que el anteproyecto estuviese marcado por un evidente sesgo religioso, sino que estigmatizaba como delincuentes a las mujeres que se salieran de los dos rígidos supuestos establecidos por la nueva normativa y además los médicos que las ayudaran a abortar se enfrentarían a una pena de entre uno y ocho años de cárcel. Fue una auténtica caza de brujas y un paso atrás en el tiempo de varias generaciones hasta los años más oscuros de este país, tal como denunciaron ginecólogos, psicólogos y expertos en el tema.
Sin duda, un beato de misa de doce como Gallardón se había dejado influir por los postulados más rancios de la Conferencia Episcopal, pero ese delirio de buen cristiano con una misión divina que cumplir no iba a salirle gratis. Su ley encontró de inmediato una fuerte oposición no solo entre la izquierda y las organizaciones feministas, sino que fue duramente criticada por los sectores más moderados del PP, a los que no les gustó nada ese retorno a la España anterior al Concilio Vaticano II. Entre los críticos se posicionaron el presidente de Extremadura, José Antonio Monago, que llevó su rebelión contra la ley Gallardón al Parlamento extremeño, y la entonces delegada del Gobierno en Madrid, Cristina Cifuentes (la que posteriormente llegó a presidenta madrileña para ser defenestrada por su propio partido por aquel feo asunto de las cremas), quien se mostró abiertamente partidaria de mantener la ley de plazos vigente aunque con algunas correcciones como el derecho de las menores a abortar sin consentimiento paterno o la libre venta de la píldora del día después.
Alberto Ruiz-Gallardón quiso meter el crucifijo en los hospitales y clínicas ginecológicas entre los bisturíes y las vendas, pero aquella mesiánica misión trufada de talibanismo cristiano le costó el puesto. En efecto, en septiembre del 2014, poco después de que Rajoy echase atrás su reforma del aborto, el ministro de Justicia presentó su dimisión irrevocable. Y ya nunca más se supo de él. Abandonó la política y su escaño en el Congreso, retomó su antigua profesión de abogado y dejó el coche oficial para acudir cada día a su bufete en metro como un madrileño más. No cabe duda de que la ley del aborto fue un veneno letal para un hombre que estaba llamado a liderar el gran proyecto del Partido Popular en los años siguientes.
El caso Ruiz-Gallardón viene a demostrar que cuando un dirigente o gobernante deja que sus convicciones religiosas impregnen su obra política, esa deriva teológica puede terminar volviéndose contra él. Harían bien algunos militantes de la derechona patria de hoy en tomar buena nota de que cuando se trata de recortar en derechos humanos (en este caso el derecho fundamental de la mujer a disponer de su propio cuerpo), la aventura puede salir fatal. Entre estos advertidos o avisados estarían el presidente de Castilla y León, Alfonso Fernández Mañueco, quien en los últimos días ha estado coqueteando con las ideas antiabortistas más reaccionarias de Vox y jugando al “donde dije digo digo Diego” (callando cual silenciosa tumba cuando su vicepresidente Juan García-Gallardo Frings proponía obligar a las mujeres a escuchar el latido fetal para disuadirlas de abortar) o incluso el propio jefe supremo del partido, Alberto Núñez Feijóo, que aunque en las últimas horas se ha desmarcado de la extrema derecha voxista al afirmar que no se va a modificar el protocolo médico en Castilla y León porque sería “coaccionar” a la mujer que decide interrumpir su embarazo, ha estado demasiado lento de reflejos, tibio y hasta timorato a la hora de mostrarse enérgicamente en contra de las políticas provida más reaccionarias del partido de Santiago Abascal. Por lo visto, el gallego ha debido recordar lo que le ocurrió antes a otros que emprendieron un camino abocado al fracaso.
De Gallardón a Gallardo no hay demasiada diferencia, ambos son ultrarreligiosos, pero la historia nos deja una lección importante: que tratar de someter a la mujer y reducirla a la categoría de ser sin voluntad propia y capacidad de decisión gobernando desde el fanatismo, la intolerancia, la intransigencia y el machismo patriarcal puede ser el primer paso para hacerse un harakiri político.