Bildu ha cosechado el mejor resultado electoral de su historia y, aunque no le da para formar gobierno, acumula un poder inmenso como principal partido de la oposición. Aquellos que antaño veían en las pistolas la única manera de conquistar Euskadi empiezan a constatar, empíricamente, el tremendo despropósito que fue la violencia. Lo que no pudieron conseguir con el tiro en la nuca, la bomba lapa, el zulo y la kale borroka, empiezan a acariciarlo hoy en las urnas.
ETA no solo fue un “error y un horror”, como ha dicho el virtual lendakari, el peneuvista Imanol Pradales (un clon de Urkullu), sino que retrasó al menos medio siglo la posibilidad de que la izquierda regional gobernara algún día en Euskadi. Ese vacío de parte del nicho nacionalista lo ocupó el decimonónico PNV con su lema medieval “Dios y la ley vieja” y un cierto tufo supremacista que ha ido moderando con el paso de los años. Sin duda, el partido de Sabino Arana, la derecha más tradicionalista, católica y patronal de aquellas tierras convulsas, ha vivido durante décadas de esa excepcionalidad, de esa disfunción, de ese estado de orfandad de una izquierda autóctona y democrática. El votante nacionalista de izquierdas alérgico al humo de la Nueve Parabellum o votaba al centralista PSOE o al PNV (en ambos casos tapándose la nariz), pero éticamente no podía optar por un alternativa soberanista sin caer en la órbita etarra. Ya puede hacerlo sin remordimiento de conciencia.
La izquierda vasca siempre estuvo echada al monte, recluida en el caserío, en la clandestinidad. Primero con el franquismo, cuando estaba proscrita, prohibida y perseguida; más tarde también en democracia, lo cual, a día de hoy, sigue sin tener ninguna explicación lógica o racional. ETA se fundó en 1958 con el objetivo de hacer frente, político y militar, a la dictadura de Franco. No deja de ser curioso que la banda fuese fundada por miembros de Ekin –una organización radical expulsada de las juventudes del PNV–, y que naciera en un seminario, como cuentan algunos. Hasta 1975 pudo tener su sentido como movimiento de izquierdas que buscaba la libertad, la instauración de un régimen socialista y la independencia de Euskadi de un Estado totalitario y fascista. Sin embargo, tras la muerte del dictador, perdió su razón de ser. La izquierda radical vasca tuvo la oportunidad de abandonar las armas, salir de la clandestinidad –tal como hizo el PCE– e incorporarse a las instituciones para participar en el juego democrático. Incomprensiblemente, no lo hicieron. Se calaron la boina, empuñaron el trabuco y continuaron con su carlistada, con su kafkiana guerra civil que ya no quería nadie. Decidieron perpetuar el terror por un solo y único motivo: mantener viva la llama del odio antiespañol (una forma de racismo) y de paso convertir ETA en una rentable empresa multinacional del crimen organizado de la que vivieron demasiados durante demasiado tiempo. Fue así como constituyeron una red de partidos, sindicatos y asociaciones agrupadas alrededor del complejo Herri Batasuna, el brazo político de ETA y gran tótem de todo ese oscuro y enfermizo mundo.
Hoy, cuando la normalidad democrática llega por fin a Euskadi después de siglos de sangre y fuego, cuando el pueblo se expresa con entera libertad y sin miedo, la izquierda vasca se pregunta qué hubiese pasado de haberse disuelto ETA en 1975. Quizá las clases obreras habrían logrado instalar en el poder a un partido socialista, igualitario, pacifista y verde; quizá el PNV, la derecha nacionalista y clerical de toda la vida, no hubiese gobernado de forma omnímoda durante tantas décadas; y a buen seguro aquella sociedad (y por ende la sociedad española), se habría ahorrado medio siglo de sufrimiento, dolor, desgarro social y muerte. Esas 864 personas asesinadas, entre ellas 22 niños, habrían tenido una vida, la vida que por derecho les correspondía y que les fue arrebatada por unas alimañas con el cerebro lavado y reprogramado para el genocidio y la limpieza étnica.
Todo esto es, obviamente, historia ficción. Pero no es descabellado pensar que el País Vasco habría alcanzado un futuro mejor, como sociedad y como pueblo, mucho antes y evitando la negra curva del tiempo del terrorismo, el absurdo retorno al pasado decidido unilateralmente por una banda de pistoleros metidos a salvapatrias. Casi mil personas fueron asesinadas para nada, inútilmente, más otros cientos de ellas que resultaron heridas y horrendamente mutiladas. Y todo para que un grupo de fanáticos, una secta destructiva, levantara una industria de la muerte que llegó a facturar 120 millones de euros. Un sindicato del crimen, a la manera de la mafia siciliana, que vivía del asesinato, el secuestro, la droga, el tráfico de armas y el impuesto revolucionario, o sea el chantaje y la extorsión. Un mundo endogámico, degenerado y pútrido regado con el chacolí de la mentira en herriko tabernas y txosnas. Un mundo que buena parte del pueblo vasco consintió mirando para otro lado e imitando a aquellos alemanes del Tercer Reich que, haciéndose los suecos, convivieron con el nazismo sin sentimiento de culpa alguno.
Bildu ha alcanzado el éxito total en estas elecciones sencillamente porque ha tenido la maquiavélica habilidad de hablar de mercado laboral, de vivienda, de sanidad pública, de educación. De socialismo, en fin, y no de ETA. Solo cuando el torpe Pello Otxandiano se plantó ante los micrófonos de Hora 25, con Aimar Bretos, para meterse en el jardín de justificar el terrorismo con la misma macabra neolengua que escuchábamos tras cada atentado, empezó a perder fuelle en las encuestas. Tal es así que algunos politólogos creen que, de no haber cometido el error fatal de querer blanquear la violencia etarra, el partido de Otegi incluso podría haber superado al PNV en número de votos y escaños, situándose como primera fuerza política en Euskadi. Por eso la idea de un Bildu que no solo pida sincero perdón por tanta sangre derramada, sino que condene explícitamente el terrorismo, hace temblar al PSOE y a Sumar, el partido de Yolanda Díaz que no termina de despegar. Ese día, si es que llega, el abertzale rojo que promete la independencia atrapará voto de todas partes (del nacionalismo más clásico y de las izquierdas), ganando las elecciones con la gorra, o sea con la txapela, y sin bajarse del autobús.