Comienza la campaña electoral a las europeas (en realidad desde hace años estamos en campaña permanente, en estado de alarma o tensión, tal como quiere la extrema derecha). Para muchos ciudadanos del viejo continente, la UE sigue siendo un constructo lejano, una especie de limbo que no se entiende y del que se recela porque está lleno de burócratas. El español, de natural patriotero y chovinista, no es precisamente el europeo más europeísta. No hay más que ver el elevado índice de abstención que estos comicios generan cada cuatro años en nuestro país. Hace tiempo que los españoles se desengancharon del proyecto de la UE por diferentes causas que no vienen al caso y entre las que habría que incluir, sin duda, que hayamos construido una Europa del capital financiero, más que de los pueblos y las personas. La idea no genera ilusión, esa es la triste realidad.
Hoy aquel viejo sueño de los padres fundadores, los Adenauer, Schuman, Monnet y Alcide De Gasperi nos queda un poco borroso, turbio, diluido. Y el emotivo discurso fundacional de Schuman (“la paz mundial no puede salvaguardarse sin unos esfuerzos creadores equiparables a los peligros que la amenazan”) resuena como una bella utopía. El mundo de ayer ya no existe y para las nuevas generaciones, o sea las masas narcisistas y neurotizadas de las redes sociales, hablar del año 51, fecha del Tratado de París que dio lugar al nacimiento de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), embrión de la actual UE, es tanto como hablar del Renacimiento. Los jóvenes no entienden por qué han de tener un gobierno en su pueblo, otro en Madrid y un tercero en Bruselas. En buena medida porque nadie se ha preocupado de explicarles en profundidad, y no como materia para un examen de la ESO deprisa y corriendo, la tremenda trascendencia que tuvo el que sin duda es uno de los grandes hitos de la historia universal. A los españoles del presente y del futuro nadie les ha contado que esto de la UE, más allá de un club de negocios muy bien tramado, es una barrera de contención, un eficaz muro contra la guerra. No se ha sembrado en ellos la semilla del sentimiento, primordial para germinar la idea de pertenencia a un Estado propiamente europeo. Y ya se sabe que donde no hay conocimiento, no puede haber amor. O como dijo Leonardo da Vinci, “no se puede amar lo que no se conoce ni defender lo que no se ama”.
Tras la Segunda Guerra Mundial, Europa estaba completamente devastada. El ser humano había alcanzado cotas de monstruosa atrocidad difícilmente imaginables. Bombardeos indiscriminados contra ciudades enteras, cámaras de gas, el apocalipsis nuclear, hoy otra vez de moda por las ideas delirantes de Putin, un nostálgico del KGB obsesionado con el retorno a la Guerra Fría. O los países afectados por la contienda superaban sus diferencias históricas, sus atávicos odios y nacionalismos locales, o el siguiente conflicto bélico sería el último. Los pioneros de la CECA (Francia, Alemania Occidental, Italia, Países Bajos, Bélgica y Luxemburgo, o sea la Europa de los seis) supieron ver que el club que estaban fundando, basado en el pacto entre el capitalismo y el comunismo fraguado en la socialdemocracia (solución intermedia) y en el Estado de Bienestar, era la única manera de llevar paz y prosperidad a los europeos bajo el dogma de la redistribución de la riqueza, un principio claramente marxista que las élites se vieron forzadas a asumir para evitar incómodas revoluciones posteriores. Controlando la producción de carbón y acero, fundamental en la fabricación de armamento pesado, se evitarían los errores del pasado, las guerras eternas. Y así fue. Todos se sometieron al poder del dinero, único dios pacificador de los hombres, y aquí paz y después gloria.
Hoy la UE ha ido mucho más allá, en el tiempo y en contenidos políticos, de lo que probablemente esperaban sus patriarcas. Los fondos de cohesión, las ayudas y prestaciones sociales, los hospitales, las escuelas públicas, las carreteras y ferrocarriles, todo eso que ha permitido profundizar en democracias más avanzadas y consolidadas, ha sido un relato de éxito. Y ha tenido que ver con una idea fuerza: la superación de los nacionalismos de todo tipo, gran cáncer de la humanidad. El nacionalismo es el odio envuelto en el celofán de la bandera. El nacionalismo es el germen de la guerra. Eso lo comprendieron a la perfección quienes tuvieron la feliz ocurrencia de hacer de Europa un oasis de la civilización, de los valores de la Ilustración, en definitiva, de los derechos humanos.
Por desgracia, la memoria colectiva no perdura más de una generación; quienes vivieron el trauma de la posguerra ya no están; y retornan con fuerza los nacionalismos patrioteros más o menos irracionales. Aún no somos conscientes de lo mucho que nos jugamos el próximo 6 de junio. La crisis política y económica de la democracia, unida al progresivo hundimiento de la izquierda, está dando alas a aquellas añejas ideas violentas de antaño. Cosas absurdas como que es preciso exterminar al zurdo (es decir, la caza al rojo comunista); cosas delirantes como que hay que liquidar el Estado de bienestar para no pagar impuestos; cosas disparatadas como que los inmigrantes contaminan la pureza de la sangre cristiana o que la soberanía nacional, diminuto orgullo de la patria chica, debe prevalecer sobre la unión europea, la fraternidad y la paz entre los pueblos. Cuestiones que parecían felizmente superadas y que han vuelto con más fuerza que nunca.
Hitler predijo un Reich que perduraría mil años y por un momento pensamos que esa idea había sido derrotada en 1945. No fue así. Ahora caemos en la cuenta de que ese presunto Reich milenario, siniestro y macabro, no tenía por qué ser continuo, permanente y estable, sino que va y viene en diferentes momentos de la historia, como una pleamar de negro chapapote que de cuando en cuando alcanza la pacífica costa. ¿Qué hacer ante este tsunami ultranacionalista, ultraderechista, radicalpopulista, neofascista o como quiera llamarse a este endiablado intento de repliegue a las fronteras de la barbarie humana? La derecha convencional, representada por Feijóo en nuestro país, cree que refundiéndose con esas filosofías nefastas que resucitan el odio podrá recuperar el poder. Primero el pacto con Vox, después el abrazo con Meloni y otros euroescépticos obsesionados con romper Europa para retroceder a sus mezquinos terruños. ¿Qué será lo siguiente, incluir en el proyecto del Partido Popular a Alternativa por Alemania, uno de cuyos dirigentes ha llegado a insinuar que en las SS nazis “no todos eran criminales”? ¿Volver a la peseta y a la autarquía franquista, tal como quieren los ultras? Un Parlamento Europeo controlado por el fascismo posmoderno sería una tragedia para todos. El principio del fin del sueño europeo, tal como lo conocemos. Así que a votar y ni un paso atrás.