España, paraíso de comisionistas

29 de Mayo de 2022
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Consejo de Ministros de Franco.

Una profesión emergente causa furor en España: la de comisionista. Cada vez son más los que se arman con un maletín, un traje y una corbata y se lanzan a la caza de la mordida fugaz, del pelotazo rápido para levantar, de la nada, un emporio o fortuna. No hace falta título académico ni tener conocimientos especializados sobre nada en concreto para dedicarse al gran oficio de nuestro siglo. No hay universidad ni escuela de negocios que enseñe estas cosas. Basta con poseer una buena agenda de contactos, desparpajo por arrobas, algo de falta de escrúpulos y ganas de llegar a rico de la noche a la mañana. Es así como no pocos comisionistas –convertidos en aves rapaces, carroñeros o depredadores de los negocios– viven y medran con el trozo de tarta o suculentas migajas que van dejando los poderosos.

España es país de fenicios, de listillos, de gente que ha vivido del cuento de la comisión desde tiempos inmemoriales. Hasta tal punto que podríamos decir que hay tres cosas típicamente españolas: los toros, el flamenco y los comisionistas. Grandes estirpes nobiliarias se han fundado a golpe de prebendas y canonjías concedidas por la gracia de Dios y de la monarquía. Se cree que la primera gran comisión de la historia de este país, el pelotazo del Siglo de Oro, fue un inmenso asunto de comisiones, tráfico de influencias y favores personales. Tuvo como cerebro a Francisco de Sandoval y Rojas, duque de Lerma, que logró convencer a Felipe III para que trasladara la Corte a Valladolid allá por el año 1601 Con la operación, el mercado inmobiliario madrileño se desplomó estrepitosamente y el noble aprovechó para forrarse comprando casas a precio de saldo a orillas del Manzanares. Años más tarde, la realeza regresó de nuevo a Madrid con todo su séquito de nobles y funcionarios (entre 10.000 y 15.000 cortesanos, según algunas fuentes). La ciudad de Madrid, caída en desgracia, hizo un jugoso “donativo” de 250.000 ducados a la Corona para que regresara a su lugar original, un dinero que el propio duque de Lerma se metió “pa la saca”, tal como decimos hoy coloquialmente. Se desconoce qué grado de conocimiento o implicación en el negocio tuvo el monarca, aunque sin duda aquel episodio quedó como uno de los primeros casos de corrupción de este país.

Con todo, los auténticos cimientos del turbio negocio del comisionismo a destajo se pusieron, como tantas otras cosas, durante el franquismo. La dictadura sentó las bases de una industria nacional de la que ha vivido, y sigue viviendo, una legión de especuladores. “La historia de España durante el siglo XX es también la historia de un enriquecimiento perpetrado en condiciones excepcionales. Los grandes nombres, los poderosos personajes que unieron su fortuna y su destino a la suerte del franquismo, desde el entorno familiar del general Franco y en la cima política de su régimen, supieron adaptarse al sistema democrático, mientras una nueva generación se preparaba para el relevo”, escribe el escritor y periodista Mariano Sánchez Soler en su magnífico ensayo Los ricos de Franco. El franquismo tejió una red de relaciones clientelares, empresarios de fortuna, funcionarios oportunistas, latifundistas de gatillo fácil, nobles industriosos, altos cargos a la búsqueda de multinacionales, parientes enchufados en consejos de administración de grandes empresas, ministros cinegéticos y procuradores en el sentido más literal de la palabra que ha perdurado en la actualidad. Toda una inmensa pirámide de comisionistas, ligados unos a otros por un pacto de ideología, amistad y familiaridad, donde cada cual ponía la mano al estilo egipcio. El Antiguo Régimen estuvo al servicio de esa casta advenediza y aristocrática que, a la sombra del poder, a menudo obtenía la debida comisión. “Franco siempre tuvo claro que el bolsillo y la patria iban indefectiblemente unidos”, asegura Sánchez Soler. El historiador Paul Preston viene a decir lo mismo con otras palabras: “Los logros de Franco no eran los de un gran benefactor nacional, sino los de un hábil manipulador del poder que siempre atendió a sus propios intereses”.

Esta forma totalitaria y paternal de considerar el dinero como una relación de favores y amistades, un toma y daca entre gentes con la misma afinidad política, alumbró una manera de entender la economía –el “capitalismo de amiguetes” y las adjudicaciones “a dedo”–, que se ha perpetuado hasta nuestros días, ya en democracia. Hoy perviven las mismas prácticas clandestinas, el mismo aprovechamiento inmoral para beneficio de unos pocos, los mismos modos abusivos y la misma complicidad de siempre entre poder público y empresa privada, hasta el punto de que cada partido tiene su propia camarilla de comisionistas, de fieles conseguidores al servicio de la causa y de la pasta. Entre todos los nefastos legados que nos dejó la dictadura, quizá sea este el más tóxico y nocivo, ya que ha terminado por gangrenar los pilares de nuestra joven democracia.

Por definición, un comisionista es aquella persona que trabaja como intermediario entre dos partes a cambio de incentivos mercantiles. Este tipo de contrato está regulado por los artículos 244 a 280 del Código de Comercio y en los artículos 1709 a 1739 del Código Civil, aunque la mayoría de las veces no existe documento contractual alguno, las partes se dejan guiar por su relación de confianza y la comisión se paga en negro. El contrato de comisión mercantil suele ser consensual –no requiere redacción por escrito para que sea válido– y contiene una serie de obligaciones y derechos para los contratantes. Hablamos por tanto de una transacción comercial que suele llevarse en secreto y que menudo adolece de una total falta de transparencia.

Al oficio de comisionista o intermediario muchos lo llaman “emprendedor”, un formidable eufemismo que no hace justicia a los miles de empresarios que trabajan honradamente, generando empleo y pagando sus impuestos, en este país. Antes de nada, conviene saber que el cobro de comisiones, en principio, no es ilegal en España. Si entre dos particulares pactan un precio por una intermediación en un negocio privado nada impide que un tercero se lleve un buen pellizco por haberlo hecho posible. Pensemos por ejemplo en ese mánager que se embolsa un porcentaje por descubrir a una joven promesa del fútbol y ponerlo en contacto con un gran club. O en el agente artístico que descubre a una estrella del cine o la música. Siempre que el comisionista declare sus ganancias, nada que objetar. Cuestión distinta es lo que ocurre en el mundo de las administraciones públicas. Aquí comitente y comisionista deben andarse con pies de plomo, ya que aprovecharse del contacto de un amigo o familiar (ya sea funcionario o político) para cerrar un negocio con un ayuntamiento, diputación, gobierno regional o ministerio debe ajustarse siempre a la Ley de Contratos del Estado, es decir, debe seguir siempre un cauce de adjudicación, licitación, concurso y publicación en los boletines oficiales. Lo contrario, servirse de un enchufe en la Administración para ganar dinero, puede incurrir no solo en una, sino en varias conductas punibles como la estafa, el tráfico de influencias, la prevaricación, la maquinación para alterar el precio de las cosas o el soborno.

En la actualidad, la fiebre del comisionista se propaga como una plaga contagiosa por todo el país. Basta con echar un vistazo a los periódicos de la mañana. No hay día que no nos desayunemos con un escándalo sobre jugosos porcentajes, primas o corretajes. Estamos, sin duda, ante un síntoma más de una sociedad enferma, ya que el comisionista –generalmente bien conectado con las altas esferas– es un personaje que cree en el éxito rápido a cualquier precio más que en la cultura del trabajo y del esfuerzo. Un dato revelador confirma que en España se premia más el poder de influencia que la capacidad profesional: solo el 15% de los hijos de clase media-baja alcanzan puestos directivos, frente al 45% de los de clase alta. Según Juanma Lamet, periodista de El Mundo, ello quiere decir que “en España es fácil pegar pelotazos sin hacer nada, sin dar ni golpe, cuando uno simplemente tiene contactos y se le abren puertas que a otros no”.

Álvaro Escudero, abogado especializado en Derecho Penal, asegura que las comisiones “por regla general no son delitos”. De hecho, apunta, “no están contempladas en el Código Penal”. ¿Qué tendría que ocurrir entonces para que una comisión fuese ilegal? Escudero ha matizado que tendría que tratarse “de una infracción contra la ley”. Además, recuerda la necesidad de declarar los ingresos obtenidos ante la Agencia Tributaria. De no hacerlo, “sería una infracción administrativa” y de superarse la cuantía de 120.000 euros defraudados “se puede llegar a cometer un delito fiscal”. Para probar un delito de cohecho, prevaricación, tráfico de influencias o negociaciones prohibidas de los funcionarios, los tribunales deben demostrar no el cobro de la comisión sin más, sino si existió alguna irregularidad en el contrato. Por tanto, la clave en cualquier investigación judicial pasa por descubrir por qué se pagó una comisión, si el comisionista se ha limitado a realizar un trabajo, si su tarea ha consistido en amañar un contrato o si una factura extendida a nombre de la Administración se ha inflado de manera excesiva para que el intermediario pueda llevarse su parte. En realidad, lo que suele ocurrir en la práctica es que el comitente paga la comisión acordada al comisionista, nadie se entera y aquí paz y después gloria. Una vez más, el vacío legal genera injusticias, abusos, y resulta letal para el sistema.

De la corrupción del PSOE a la trama Gürtel

La llegada de la democracia tras la muerte del dictador en 1975 no sirvió para depurar y corregir las deficiencias de cuatro décadas de franquismo. La implantación del Estado de derecho debió haber desterrado para siempre el mal vicio de las comisiones opacas, pero el felipismo, lejos de perseguir las corruptelas potenciando un poder judicial eficaz, no hizo sino mejorar el sistema corrupto. Tras la victoria del PSOE en 1982, los comisionistas vieron nuevas posibilidades de negocio en un país que abordaba la modernización con grandes inversiones y obras públicas sufragadas con el maná de los fondos de cohesión de la Unión Europea. Había mucho dinero en juego, dinero fresco, dinero fácil y rápido. Un preciado botín para los comisionistas. Casos como el de los fondos reservados (un desvío para uso privado de partidas destinadas a la lucha contra el terrorismo y el narcotráfico por valor de 5 millones de euros entre los años 1987 y 1993) permitieron el enriquecimiento personal de unos pocos con cargo a sobresueldos y gratificaciones del ministerio del Interior.

Casi al mismo tiempo, el caso Filesa iba a suponer un antes y un después. Por primera vez quedaba al descubierto una gran trama de financiación ilegal de un partido político, el PSOE, a través de empresas tapadera (Filesa, Malesa y Time-Export), que entre 1988 y 1990 cobraron importantes cantidades de dinero en concepto de estudios de asesoramiento para destacados bancos y empresas de primera línea que nunca llegaron a realizarse. Más de 13,5 millones de euros (1.200 millones de pesetas) se generaron de forma ilegal. Una auténtica mina para las comisiones. El escándalo precedió a otros como el caso AVE, un asunto de cohecho y falsedad en el cobro de cantidades opacas obtenidas en la adjudicación del proyecto del tren de alta velocidad Madrid-Sevilla; el caso Juan Guerra, el hermano de Alfonso Guerra contratado por el PSOE para trabajar en un despacho oficial de la Delegación del Gobierno en Andalucía en calidad de asistente de su hermano con un sueldo de 129.370 pesetas líquidas al mes (finalmente fue absuelto y condenado por fraude fiscal al haber defraudado el equivalente a 246.414 euros); o el caso Urralburu, una trama de comisiones ilícitas para empresas constructoras en la adjudicación de obras públicas que afectó al gobierno socialista de Navarra entre 1987 y 1991.

Desde bien temprano, políticos y empresarios entendieron que nuestra democracia podría ser una fuente inagotable de fructíferas comisiones. Obras públicas como la Expo del 92 y las Olimpíadas de Barcelona, proyectos faraónicos, inversiones en transportes, promociones inmobiliarias, grandes eventos y fastos culturales y deportivos han generado cantidades ingentes de dinero negro fuera de control que los comisionistas, como buenas aves de rapiña de los negocios, han sabido picotear y canalizar hacia sus bolsillos. Un inmenso tinglado del que se han alimentado tanto el PP como el PSOE, los dos grandes puntales del bipartidismo que sostiene el régimen del 78.

En 2005, un político valiente decidió tirar de la manta ante lo que estaba sucediendo y lo denunció públicamente. Fue Pasqual Maragall, presidente de la Generalitat de Catalunya, quien ese mismo año puso al descubierto los tejemanejes de Convergència. “Ustedes tienen un problema y se llama 3 por ciento”, dijo el líder de los socialistas catalanes dirigiéndose al partido de Jordi Pujol en el Parlament autonómico. El asunto, que fue seriamente investigado por las fuerzas de seguridad y por la prensa, destapó un monumental caso de cobro de comisiones ilegales en un porcentaje de alrededor del 3 por ciento del presupuesto de las obras públicas adjudicadas por el Govern de CiU. La denuncia aireada por Maragall causó tal pánico y conmoción en la alta sociedad catalana que el pujolismo de Convergència decidió dar su histórico paso adelante, rompiendo su tradición de partido pactista con el Estado español, virando hacia el soberanismo y embarcándose en el procés de independencia de Cataluña. Ya sabemos cómo terminó todo aquello.

La posterior corrupción del aznarismo y del marianismo ha venido a engrosar la lista de aprovechados comisionistas. Casos como el de las tarjetas black de Caja Madrid, la trama Púnica (en la que fueron detenidos 51 políticos, funcionarios y empresarios por adjudicar servicios públicos por valor de 250 millones de euros en dos años a cambio de pagos y comisiones ilegales); y sobre todo la mafia Gürtel, el mayor entramado de adjudicación de contratos públicos ilegales (con comisiones millonarias) de la historia de España están en la mente de todos. Gürtel fue la gota que colmó el vaso y que terminó con la célebre moción de censura de 2018 que le costó la presidencia del Gobierno a Mariano Rajoy. La telaraña corrupta que había tejido el Partido Popular en sus largos años en el poder acabó reventando finalmente, decenas de especuladores fueron desenmascarados y una peregrinación de comisionistas transitó por las comisarías y juzgados de medio país.

El gran negocio del dinero fácil made in Spain no tiene límites, prosigue y se perpetúa por los siglos de los siglos. Algunos comisionistas terminan arrepintiéndose de haber llevado una vida trepidante en busca de la mordida definitiva que asegure riqueza y una cómoda jubilación. “Yo era un yonqui del dinero”. Así se definió Marcos Benavent, el primer arrepentido del valenciano caso Imelsa. Benavent fue un presunto intermediario de Alfonso Rus, exalcalde de Xátiva y expresidente de la Diputación de Valencia salpicado por el cobro de comisiones a cambio de contratos públicos en varias administraciones. Tras años grabando en secreto las conversaciones de los implicados en turbios enjuagues, Benavent pidió colaborar con la Justicia para airear los desmanes cometidos en la empresa pública Imelsa, de la cual fue gerente. “Me he equivocado, asumiré lo que tenga que asumir, la pena de cárcel o lo que sea”, dijo el testigo protegido antes de entrar a declarar ante el juez en el año 2015. Curiosamente, hoy, y mientras se termina de instruir una causa que se alarga ya siete años, Benavent se desdice y pide anular las grabaciones porque las obtuvo de manera malintencionada.

La de comisionista puede ser una profesión de alto riesgo y a menudo termina con efectos no deseados, sobre todo cuando las fuerzas de seguridad llevan a cabo alguna redada y el nombre del conseguidor sale a relucir. Fue el caso de la trama Púnica, un escándalo que persiguió al PP de Madrid en los tiempos de Esperanza Aguirre y que dejó una víctima por el camino: Alejandro de Pedro. El 27 de octubre de 2014, De Pedro fue arrestado en el marco de una operación ordenada por la autoridad judicial. Pese a que la Guardia Civil lo considera comisionista del clan Púnica, De Pedro siempre ha defendido su inocencia alegando que nunca ha tenido nada que ver con los políticos y empresarios de Madrid, Valencia y Cartagena que presuntamente adjudicaron, durante años y al margen de la ley, contratos públicos por valor de 250 millones de euros, un auténtico dineral que la Justicia investiga si sirvió para financiar ilegalmente al PP. Los políticos que presuntamente formaban parte de la trama, entre los que se encontraba el exsecretario general popular de Madrid Francisco Granados, cobraban supuestamente comisiones de hasta el 2 y el 3 por ciento de cada contrato, según fuentes jurídicas.

“Nunca he facturado ni inflado cantidades por trabajos no realizados. No sé por qué estoy en Púnica (...) Soy un cabeza de turco total”, dijo De Pedro, lacónicamente, en su defensa. Hoy, siete años después, la instrucción de Púnica sigue viva y se ha convertido en un monstruo judicial con más de un centenar de imputados y doce piezas separadas. Hay material para años. A menudo, el comisionista asume que puede meterse en un barrizal del que ya no podrá salir.

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