Todas las encuestas dan ganador a EH Bildu en las elecciones vascas. Y el previsible vuelco supone un acontecimiento histórico que merece un análisis político y sociológico. Es evidente que todos estos años desde que ETA fue derrotada han servido para transformar a la sociedad vasca, tanto que Bildu ya no se ve como un agente siniestro al servicio de la violencia política, sino como un partido más. Y esto es así porque las nuevas generaciones ya no tienen conciencia de lo que fueron los años del plomo. Es cierto que han oído hablar a sus padres y hermanos de lo que fue aquello, del tiro en la nuca, del zulo y la kale borroka. Pero los relatos les quedan muy lejos en el tiempo, los escuchan sin demasiada implicación emocional, casi como una tediosa clase de bachillerato impartida por un aburrido profesor. La sangre y la pólvora solo ejercen su poder terrorífico cuando se huelen de cerca. La violencia no se define, se sufre, se siente.
Bildu, con maquiavélica habilidad, todo hay que decirlo, ha conseguido colocar su versión de la historia, una especie de revisionismo histórico abertzale concebido para mitigar o atenuar el remordimiento colectivo, el sentimiento de culpabilidad tribal, la magnitud de las atrocidades que en nombre de la patria y la independencia se cometieron en aquellos años negros de la historia, años en los que este país se desayunaba, día sí, día también, con la imagen de una sábana blanca cubriendo el cuerpo de un policía, un concejal o un trabajador cualquiera ejecutado en plena calle por maqueto, txakurra, demócrata o enemigo españolista. Ese relato, repetido una y otra vez hasta la saciedad, ha sido como un masivo lavado de cerebro eficaz, limpio, aséptico.
Hace un par de días, en un coloquio pseudohistórico, Esperanza Aguirre se abrazaba a las teorías franquistas más descabelladas al culpar al PSOE del estallido de la Guerra Civil Española, situando el golpe de Estado no en 1936 (fecha del alzamiento militar del general Franco), sino en el 34, con la revolución obrera de Asturias. Semejante patraña o burdo revisionismo, que no es avalado por ningún hispanista serio del mundo, sino que es consecuencia de la diarrea mental o el exceso de anís de algún que otro charlatán de la escuela de historia falangista, no se diferencia demasiado de lo que hacen los dirigentes de Bildu a la hora de blanquear a ETA. Ya se sabe que los totalitarismos se tocan y emplean técnicas de propaganda muy similares. Y ambos están obsesionados con enterrar la memoria para tapar sus crímenes.
Así, esta misma semana hemos tenido la desgracia de comprobar, con tristeza y estupor, una muestra de esa estrategia política de manipulación completada con éxito por la izquierda abertzale tras largos años de falseamiento de los hechos del pasado. El candidato a lehendakari de EH Bildu, Pello Otxandiano, comparecía ante los micrófonos de la Cadena Ser, donde el periodista Aimar Bretos le preguntaba si “ETA fue un grupo terrorista”, en realidad una obviedad como otra cualquiera, algo tan de Perogrullo que en un mundo normal no debería ser preguntado. El problema es que ya no estamos en el mundo de ayer, como diría el gran Stefan Zweig, sino en la era de la posverdad, donde cada cual amolda la historia y la reinterpreta según sus fobias, sus filias y sus intereses particulares.
Otxandiano tuvo ante sí una magnífica oportunidad para posicionarse como un auténtico demócrata defensor de los derechos humanos, como un tipo decente que siente náuseas ante tanto asesinato y tanta mutilación, como un político del siglo XXI y no como uno de aquellos fanáticos anarquistas de comienzos del veinte que justificaban la monstruosidad del terrorismo con fines políticos (y que tan bien describió Joseph Conrad en su novela El agente secreto). Era el momento ideal para colocar al partido bajo sospecha en el marco ético de la democracia, pero lamentablemente el dirigente y candidato decidió responder con circunloquios, trucos retóricos y evasivas. “ETA fue un grupo armado que puede tener diversas consideraciones. Hay diferentes puntos de vista de lo que han supuesto los GAL o la violencia del Estado”, aseguró en una sentencia que le acompañará siempre.
Sin duda, estamos ante la misma infame maniobra de Espe Aguirre para justificar el fascismo, la misma neolengua que empleaba Herri Batasuna cada vez que sus matones liquidaban a una persona inocente a sangre fría. ¿Pero qué “consideraciones” ni qué niño muerto cabe hacer aquí, habría que preguntarle al señor Pello? ¿Qué se puede decir del millar de muertos y de los miles de heridos y mutilados que quedaron de todo aquel absurdo, de todo aquel intento de limpieza étnica programado a lo largo de los años, de todo aquel “error y horror”, como muy bien ha dicho Imanol Pradales, el líder del PNV? Se empieza negando la historia y se acaba lanzando gas pimienta en los ojos del adversario político, como hizo ayer un fanático con el propio candidato peneuvista.
Otxandiano no tiene el valor de condenar el terrorismo porque piensa que es malo para el negocio electoral, o porque no se lo pide el cuerpo (esto sería más preocupante), o quizá porque aún le tiemblan las piernas cuando suena el teléfono, no vaya a ser que sea Pakito, Josu Ternera o Txapote dando las consignas pertinentes. Sea como fuere, y se mire como se mire, un lehendakari incapaz de condenar el terrorismo es una vergüenza para un país y un drama para una sociedad que ha dado pasos de gigante hacia la convivencia en paz. ¿Qué pensaríamos, por ejemplo, de un dirigente político que no condenara el genocidio israelí en Palestina? Un demócrata siempre está contra la violencia, venga del lado que venga.
En todos estos años, el partido que durante décadas fue el brazo armado de ETA se ha integrado en el marco institucional. Ha votado a favor del escudo social, de la reforma laboral, de la subida del salario mínimo interprofesional, del decreto anticrisis, de medidas por la sanidad pública y la vivienda, de la eutanasia. Es un partido impecable desde el punto de vista de la ideología de la izquierda, eso no se puede negar, pero sigue siendo un asco, se mire por donde se mire, desde la perspectiva de los derechos humanos, de la democracia y la decencia ética y moral. Eso lo sabe Pedro Sánchez, que cuando tiene que tratar con toda esta gente que no termina de quitarse la capucha de la cabeza siempre lo hace con una pinza en la nariz.