Oriol Junqueras estuvo cuatro años en la cárcel por promover la separación de Cataluña del Estado español. Fracasado el procés, y en plena redada de la Guardia Civil, él optó por quedarse y asumir el papel de mártir (sin duda creyendo que así se metería en el bolsillo a la gente), mientras que otros optaron por darse a la fuga sin vergüenza ni pudor. En todo este tiempo, siempre se ha declarado orgulloso de haber terminado en prisión por defender sus ideas independentistas de forma pacífica. Fue como si se hubiese construido un personaje, el de gran símbolo por la libertad, un rol que con ese porte de Buda bonachón y esas cejas caídas de peluche achuchable le venía al pelo. Por un momento, hasta convenció a una mayoría de catalanes, que llevaron a Esquerra a ocupar el poder en la Generalitat. El partido fundado en 1931 había tocado el cielo. Ni en los mejores sueños de Josep Tarradellas.
Sin embargo, hoy, con la perspectiva que nos dan los años (y las elecciones), podemos decir que el plan sentimental de Junqueras no ha dado resultado. Abandonado por los votantes, con el partido hecho unos zorros, con Pere Aragonès dando la espantada y con Tardà pidiendo a gritos que Illa sea presidente cuanto antes, el bueno de Oriol sopesa si seguir en política o dejarlo.
La figura del mártir fue decisiva en la historia antigua. Ganaba guerras después de muerto y consolidaba religiones. Pero ya no estamos en la Edad Media, sino en la fútil posmodernidad. Todo el mundo va a la suya, lo común se ha diluido en favor de la individualidad y el cinismo nihilista, descreído y relativista, lo invade todo. La gente se ríe de los héroes y también de los mártires, a los que considera unos tontos de remate capaces de sacrificarse por los demás para nada. El idealismo ha quedado para cuatro friquis nostálgicos que aún leen a Kant (nadie cumple el imperativo categórico, la ética se pisotea un millón de veces al día) y se impone el ande yo caliente. Valores como el sacrificio altruista provocan hilaridad. Eso, creer que aún estábamos en los tiempos de la filosofía clásica cuando ya andábamos metidos hasta las cachas en Nietzsche, ha sido el gran fallo de Junqueras, el grave error de cálculo de Oriol Junqueras.
El santón catalán de la revolución con paz y amor, en su bondad cristiana infinita (hoy la izquierda catalanista es católica y de misa de doce) no se percató de que vivimos en la edad de la desacralización de la política y la desmitificación de los líderes. Uno ve a Junqueras como aquel personaje de La máquina del tiempo de H.G. Wells. Un buen día, el líder de Esquerra sale de la cárcel, su particular máquina del futuro tras casi un lustro encerrado, y piensa que toda Cataluña estará ahí fuera para recibirle, para descorchar el cava y cantar Els Segadors, todos agermanats. Pero el país ya no es el mismo y en la puerta solo hay cuatro gatos y un par de esteladas desteñidas. ¿Dónde está todo el mundo, dónde se ha metido toda aquella gente que antes le jaleaba y lo llevaba en volandas hacia la revolución y la independencia? Sencillamente, señor Oriol, el votante se ha ido con otro más contemporáneo, más actual, más sincronizado con el materialista y pragmático siglo XXI. Con Carles Puigdemont, el listillo de la posmodernidad.
Paradójicamente, el gran referente moral y político del independentismo pacífico, ese que decidió quedarse en España y afrontar su destino mientras otros ponían pies en polvorosa para huir del juez Llarena, es hoy un valor a la baja. Se sea indepe o no, comulguemos o no con los objetivos de los separatistas, debería conmovernos la triste historia de este activista en decadencia, el drama de este Nelson Mandela de Alcalá Meco que se ha dado de bruces con la cruel realidad. En el mundo de ayer de Stefan Zweig, al que ya nos hemos referido otras veces en esta misma columna, Junqueras sería el gran icono, el gran símbolo social, el héroe o mártir valiente que vuelve de la injusticia, como un nuevo Conde de Montecristo, para ajustar cuentas y ganar elecciones con la chorra. Sin embargo, nada más lejos. Trágicamente para todos, también para los no indepes que aún creemos en el valor de las ideas y en la coherencia, el mártir no es más que un loser, un pardillo útil que fue a la cárcel para nada y al que ya no vota ni dios. Comió el rancho malo de la penitenciaría mesetariamientras otros endulzaban la vida con chocolate belga; durmió en un catre infecto mientras otros gozaban de una mansión pagada con dinero público; tuvo que conformarse con paseos cortos por el patio, con unas patadas al balón y un parchís con Bárcenas y Rodrigo Rato, mientras otros paseaban su abrigo de mil pavos por la lujosa Bruselas. “Con alguno de ellos aún me saludo”, recuerda con orgullo. Y todavía tiene la bonhomía de acordarse de los camaradas del trullo que se lo llevaban crudo mientras aplicaban el 155. Eso es nobleza de verdad. Este sí que es el honorable president, al menos moralmente, no como otros.
¿Merece la pena continuar?, se pregunta OJ, a esta hora, emulando a Sánchez. Todavía no ha habido carta abierta a la ciudadanía, pero todo se andará. Los políticos, seres sin imaginación alguna que copian lo que a otros les sale bien, le han cogido el gustillo al género epistolar. Urge esa misiva en la que Junqueras se abra en canal, nos cuente qué siente en lo más profundo de su ser, nos diga qué opina de que quienes se comieron el marrón vayan para abajo mientras que los que huyeron como cobardes están a alza. ¿Continuar a pesar de que nadie se acuerde ya del sacrificio por la Republiqueta o mandarlo todo al carajo, dimitir y soltar el ahí os quedáis con vuestra mediocridad que yo me largo? Difícil papeleta.
Antaño, cuando un icono social era detenido y encarcelado, sus seguidores iban a muerte con él hasta el final. Hoy ni siquiera le votan. Nadie le agradece a Junqueras su inmolación por la patria; todos le afean que haya pactado con Sánchez, que haya unido los destinos de Esquerra al bloque de la izquierda españolista en la batalla final contra el fascismo emergente, que se haya comportado como un colaboracionista del Gobierno de coalición. Debería ser el héroe de esta película kafkiana que ha sido el procés, pero ha quedado como un gran botifler. Malditos tiempos frívolos que nos han tocado vivir.