Estábamos tan acostumbrados a vivir en una sociedad democrática y pacífica que protege las libertades y los derechos humanos que nos habíamos olvidado de que la violencia política, en todas sus formas, siempre ha estado ahí. Tomás de Aquino legitimó el levantamiento popular contra los gobiernos tiránicos; Maquiavelo escribió aquello de que la razón de Estado es lo primero, de modo que el fin justifica los medios (también los medios violentos); y Karl Marx aseguró que “la violencia es la comadrona de la historia”. Quiere decirse que, lamentablemente, la violencia –en su forma física, verbal, social o psicológica– la ha habido y la habrá siempre. Hay individuos que llevan un guerra dentro, una guerra contra el otro, contra el mundo, contra sí mismos.
Es innegable que lo que le están haciendo a la ministra Irene Montero tiene un nombre: violencia política. También acoso machista, denigrante humillación pública y buylling institucional. Los matones verbales del Parlamento han visto en ella el símbolo perfecto, el icono ideal de todo lo que más detestan, y se han propuesto echarla de la vida pública sea como sea. Odiaban a Pablo Iglesias porque encarnaba a la izquierda revolucionaria y la odian a ella porque, como buenos patriarcales que son, no la ven como una mujer libre, independiente y con ideas propias, sino como la pareja de. De ahí los insultos, de ahí que traten de hacerla pasar como la hembra del macho alfa. Nauseabundo pensamiento machirulo; cavernaria y patrimonialista visión de la mujer como mera propiedad o posesión del hombre.
La ministra denuncia que la derecha pretende imponer la “cultura de la violación”, que es en sí misma la expresión máxima de la violencia sublimada contra la mujer. Y tiene toda la razón, no solo porque la cultura de la violación es un concepto sociológico acuñado por la ONU, sino porque no hay más que echar un vistazo a la realidad de los hechos. Las manadas no salen a la calle espontáneamente a buscar carne fresca para saciar su sed salvaje. Hay un caldo de cultivo que las desarrolla, una sociedad que fomenta el porno como diversión, un ambiente político que transmite al violador la sensación de impunidad. Por supuesto, negar la violencia machista, como hace Vox mientras el PP mira para otro lado, supone una invitación para que el violador dé rienda suelta a sus instintos más bajos. Contra el terrorismo patriarcal que mata a cinco mujeres o niñas cada hora en el mundo no caben medias tintas, dobles discursos o fríos cálculos electorales. O se está con ellas o se está con los asesinos.
Puede que Montero se equivocara en las formas cuando, dirigiéndose a gritos y desaforadamente contra los diputados de la derecha en el Congreso de los Diputados, los señaló con el dedo acusándolos de dar alas a los violadores. No todos los políticos de la derecha son iguales, lo mismo que no todos los jueces son fachas, y meterlos en el mismo saco resta fuerza y credibilidad al discurso de la ministra. Generalizar suele ser el primer paso para caer en el error. Pero Montero, una mujer comprometida, valiente y racial que defiende sus ideas con una retórica vehemente y tenaz como no se veía en la política española desde los tiempos de aquellas pioneras del feminismo de la Segunda República como Victoria Kent, Clara Campoamor o Dolores Ibárruri, tiene tendencia a caer en el panfletismo mitinero, en la arenga revolucionaria trasnochada y en la política de brocha gorda. Puede que fuese una gran activista callejera en sus tiempos juveniles, pero el oficio de gobernante exige otros dones y talentos.
Entrar en el cuerpo a cuerpo con la extrema derecha, aceptar el navajeo dialéctico, caer en la burda trampa de los que van cada mañana al Congreso de los Diputados a poner sus botas embarradas encima del escaño, a liarla parda y a montar una bronca todavía más gorda que la del día anterior, no creemos que sea la mejor estrategia política. Eso es precisamente lo que buscan ellos, desquiciar al demócrata, bajarlo al lodazal y rebajarlo a la categoría de ser por civilizar, de pandillero sin educación, de abusón que no respeta a nada ni a nadie para imponer su voluntad de poder. Ya se sabe lo que dijo nuestro gran José Luis Coll: “Lo malo de discutir con los imbéciles es que tienes que ponerte a su altura para que te entiendan; y ahí es donde estás perdido, porque ellos saben hacer el imbécil mucho mejor que tú”. De eso precisamente vive el fascismo: de tratar de arrebatarle al demócrata su evidente superioridad moral, de transformarlo en una bestia como ellos.
Desde ese punto de vista, mucho más eficaz e inteligente es la táctica de Yolanda Díaz, que tira de fina ironía gallega cuando tiene que verse las caras con los cavernícolas de traje y corbata. Díaz ha aprendido que es mejor huir del insulto fácil para refugiarse en el argumento; evitar la crispación estéril para desmontar el bulo del hooligan con esa adorable coletilla que tanto les jode (“permítame que le dé un dato”); castigarlos con el látigo de su desdén o atizarles con el ajo de la verdad, el mejor repelente contra los vampiros de la extrema derecha. La ministra de Trabajo los pone en su sitio con armas mucho más eficaces que las palabras combativas o guerracivilistas como la razón, el temple y la verdad que está de su lado.
La violencia política existe, claro que existe, y quien lo niegue miente. La vemos germinando con más fuerza cada día en el Parlamento español hoy convertido en un coso taurino que despide un fuerte hedor a sudor, a tintorro de bota, a tabaco malo y a sangre de toro. A falta de argumentos racionales, la extrema derecha agita la violencia política como herramienta para lograr objetivos. Pero la violencia solo engendra violencia, ya lo dijo Martin Luther King. Meritxell Batet lo sabe y, tras advertir de que el mayor peligro para la democracia está en quienes han sido elegidos para defenderla, ha pedido que los diputados renuncien a insultos como “fascista” o “filoetarra”, así como a utilizar la tribuna de oradores para “herir y ofender” al adversario. Está muy bien el intento de recuperar la concordia parlamentaria pero cabría preguntarse si llamar “fascista” a alguien constituye un insulto o una simple definición. Quien honra la memoria de Franco, ve rojos en todas partes, y hace chistes malos con la condición de mujer de una ministra es un seguidor del fascismo. Un fascista con todas las letras por mucho que se haga el ofendidito.