Todas las televisiones emiten, a pie de carretera, constantes testimonios de agricultores en lucha por sus justas reivindicaciones laborales. Las denuncias hablan de competencia desleal de otros países, de trabajo a pérdidas, de costes muy superiores a los beneficios, de falta de ayudas ante las malas cosechas, del precio de los combustibles, de la despoblación y de los intermediarios y fondos buitre que ya se han metido a saco en el negocio de la especulación agrícola. “SOS, el campo se muere”, se lamentan con sus pancartas. En definitiva, se quejan del abandono del mundo rural a cargo de los sucesivos gobiernos que han ido pasando por el poder de la nación en las últimas décadas.
Nadie en su sano juicio y medianamente sensato puede oponerse a unas demandas tan justas y a una movilización que viene a ser un grito desesperado de las gentes del agro ante la ruina general del sector primario. Hay que escucharlos porque de ellos depende el futuro de miles de familias, de la economía nacional y de todos nosotros. Sin embargo, hay una coletilla que la mayoría de los huelguistas que ayer bloquearon las carreteras y autopistas de todo el país repiten como papagayos: estamos en contra de la Agenda 2030, eso que ellos llaman despectivamente, y por influjo de la extrema derecha, “la agenda globalista”. ¿Saben en realidad de lo que están hablando? ¿Han estudiado a fondo ese documento o se limitan a reproducir las mentiras que otros van propalando con el único objetivo de desestabilizar el país para derrocar al Gobierno progresista? Es obvio que la mayoría de los labradores se ha vuelto negacionista de la ciencia y del cambio climático y ya no quiere creer más que en lo que les dice el jefe Santi.
A los agricultores les han llenado la cabeza con bulos como que la Agenda 2030 supone más burocracia y una transición ecológica injusta porque, según ellos, los ahoga en elevados costes laborales. Sin embargo, este documento acordado por la Asamblea General de Naciones Unidas busca un futuro mejor y más sostenible para todos que pasa por racionalizar los recursos naturales limitados (véase el agua, que estos días escasea a causa de la sequía); conservar el medio ambiente (lucha contra vertidos contaminantes como los purines de las macrogranjas y otros que han destruido entornos como el Mar Menor y el marisco gallego); apostar por tecnologías agrícolas más eficientes y verdes (muchos siguen cosechando con el tóxico fuel, como hace un siglo); fomentar el empleo rural y la regeneración de la España vaciada (ya nadie quiere trabajar en el campo por su extrema dureza); y seguir produciendo alimentos de calidad y de forma segura (para dejar en evidencia las mentiras sobre los tomates españoles de la señora Ségolène Royal). La transición verde será realidad o no habrá futuro para nadie. O cambiamos nuestro modelo productivo agrario o más pronto que tarde será imposible cultivar una cebolla o una patata sencillamente porque no lloverá, porque no habrá agua con la que regar y porque la tierra estará yerma, estéril, muerta. Y ya vamos tarde, puesto que nadie ha cumplido los objetivos de la polémica Agenda 2030 (solo el 15 por ciento de los países han avanzado positivamente, el 48 por ciento lo hacen de forma moderada y más de una tercera parte, el 37 por ciento, muestra un estancamiento o un retroceso). Basten esos tres datos para entender que las políticas ecológicas han fracasado por efecto del reaccionarismo ultraliberal.
Todo eso deberían saberlo los agricultores que estos días tratan de paralizar el país. Si tiran piedras contra su propio tejado, puede que consigan salir adelante, pero será pan para hoy y hambre para mañana, ya que la generación de sus hijos y nietos no tendrá de qué comer. Nadie mejor que un campesino sabe lo sagrada que es la tierra. El campesino hace brotar la vida con sus propias manos. El campesino lleva alimento y prosperidad a su comunidad. Sin ellos, no hay nada. Una sociedad puede prescindir de un abogado, de un empresario, de un ingeniero, de un político (estos sobran casi todos), de un deportista de éxito o de un arquitecto. Pero no de un agricultor que lleva los preciados productos de la dieta mediterránea a nuestras mesas. Cada vez que un granjero cierra, el país se empobrece un poco más. Por eso no se entiende que sean precisamente ellos, los más afectados por el cambio climático, quienes estén comprando el discurso ultraderechista ciego y machacón contra la Agenda 2030, que no debería ser negociable si queremos seguir teniendo un futuro como especie en este planeta.
Ayer tuvimos un buen ejemplo de lo que ocurre cuando la manipulación, el odio y el fanatismo se imponen a la racionalidad, el sentido común y la sensatez. Presionada por las movilizaciones de agricultores franceses, que han llegado con su tractorada hasta las puertas de la UE, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, dio marcha atrás a la crucial regulación contra el uso de pesticidas peligrosos para la salud humana. Está demostrado que este tipo de sustancias ocasionan 200.000 muertes al año en los países desarrollados, además de provocar cáncer y párkinson (sobre todo a los agricultores que manipulan a diario los abonos y fitosanitarios). La moratoria, una victoria de la extrema derecha francesa que ha capitalizado las protestas de los “chalecos verdes”, es sin duda un dramático paso atrás. No estamos diciendo aquí que nuestros profesionales del campo deban de ser abrasados con una serie de medidas restrictivas en pos de la seguridad alimentaria mientras las naranjas de Marruecos o Sudáfrica entran en nuestro país libremente y sin ningún tipo de control sanitario. No lo estamos diciendo. Hablamos de condiciones de competencia iguales para todos, de seguridad alimentaria, de cosechas de alta calidad.
Nada de eso parece importarles ya a las gentes del agro, totalmente entregadas a la demagogia populista. Ayer, en medio de las tractoradas, Abascal dijo algo tan descerebrado como que la necesaria transición verde es “un plan de despidos masivos y la sentencia de muerte para los agricultores”. Al mismo tiempo, los cuñados del PP (esos que históricamente defendieron a los terratenientes por encima de los pequeños agricultores), salían en tromba como ruralitas de toda la vida para no quedar fuera de juego respecto a Vox con sentencias populistas y propias de la política basura como que “si los agricultores fuesen independentistas Sánchez ya habría actuado” contra la crisis del agro (Tellado) o que “las vacas expulsan metanol” (una vez más, Feijóo vuelve a incurrir en uno de sus gazapos antológicos al confundir el alcohol con el metano de los pedos de los bóvidos).
El resumen de lo que ha pasado en las últimas horas en las carreteras españolas es que la Plataforma 6F (una pantalla de la extrema derecha para agitar los campos a través de las redes sociales) ha ganado sin duda la batalla. Un misterioso grupo que exige la “supresión de las subvenciones a los sindicatos” y “un referéndum para cambiar el sistema electoral en España”. Todas ellas, por lo visto, cosas muy necesarias para sacar al campo de su ruina secular.