En España, todas las leyes educativas han terminado en rotundo fracaso. No hay más que echar un vistazo al informe PISA de la OCDE −que año tras año suele situar a nuestro país en el furgón de cola de la calidad educativa y entre las primeras naciones en índices de fracaso escolar− para concluir que en 40 años de democracia no hemos sabido (o no hemos querido) despolitizar nuestras escuelas. Los planes de estudio duran lo que dura el nuevo Gobierno de turno; la lengua sigue empleándose como un arma arrojadiza que a menudo sirve para dividir más que para enriquecer culturalmente a los alumnos; y en general se suele confundir adoctrinamiento con educación e instrucción.
Para colmo de males, tenemos otro grave problema, como es el gran poder de influencia que la Iglesia católica sigue ejerciendo a través de la escuela privada y concertada, un residuo del nacionalcatolicismo franquista que no conseguimos quitarnos de encima. Nada de esto ocurre en los demás países europeos, que hace tiempo dotaron a su sistema educativo de un carácter laico y libre de cualquier injerencia religiosa.
El debate de ayer en el Congreso de los Diputados a propósito de la tramitación de la ley Celaá escenificó el clima de radical enfrentamiento entre izquierdas y derechas. Por si no quedaba claro, se demostró que nada enrarece más el ambiente político en este país que una ley educativa, algo absurdo que más allá de nuestras fronteras, en la Europa civilizada, no se entiende, ya que si algo debe ser la escuela es un lugar de aprendizaje y encuentro, no un campo de batalla para dirimir las trifulcas y politiquerías del momento. A fin de cuentas, en los niños y jóvenes alumnos está el futuro del país y debería preocuparnos, y mucho, que estemos educando activistas y militantes de la causa en lugar de formados ciudadanos con espíritu crítico.
Las dos Españas, los dos ejércitos de la nueva cruzada ideológica (izquierdas y derechas), se tenían ganas tras una semana plagada de tensiones por el apoyo de Bildu a los Presupuestos Generales del Estado y en cuanto terminó la sesión parlamentaria estallaron las hostilidades: los diputados de PP, Vox y Ciudadanos se levantaron de sus asientos al grito de “¡libertad, libertad!”, aporreando sus escaños con furia, mientras sus señorías de la bancada de la izquierda y sus socios nacionalistas trataban de acallarlos con aplausos. De momento, la guerra se hace con la artillería pesada de las palmas y los abucheos, esperemos que la cosa no pase de ahí. En cualquier caso, la izquierda logró sacar adelante la nueva ley tras haber rechazado todas las enmiendas de la oposición, aunque tanto PP como Vox y Ciudadanos han anunciado que la refriega aún no ha terminado. La batalla por el control de la educación no ha hecho más que comenzar y los trifachitos regionales han anunciado que buscarán fórmulas para frenar los “aspectos más lesivos” de la Lomloe o ley Celaá en las cinco comunidades autónomas en las que gobiernan. La cosa suena a declaración de guerra, más aún después de que fuentes del PP concretaran que el partido de Pablo Casado tratará de “blindar” a través de decretos u órdenes autonómicas “la libertad de elección” de los padres a la hora de elegir la educación de sus hijos, así como de “proteger” la educación concertada y especial. Es decir, si en estos meses de pandemia las derechas se han dedicado a promocionar la insumisión sanitaria frente a PedroSánchez, Illa y el doctor Simón (véase el atrincheramiento de Isabel Díaz Ayuso en Madrid y su negativa a aplicar las órdenes del Ministerio de Sanidad) lo que nos toca a partir de ahora es soportar la insumisión educativa. Está claro que populares, naranjas y voxistas de ultraderecha van a llevar hasta el final la guerra de los colegios en contra de un Gobierno que consideran ilegítimo, socialcomunista, ateo, feminazi y pro-gay. Preparémonos por tanto para una ofensiva reaccionaria en los tribunales, para un aluvión de decretillos regionales y bandos municipales, para una cadena de manifestaciones domingueras a las que sin duda se sumarán los colectivos ultracatólicos como el Opus o Hazte Oír. Se escucharán eslóganes irreproducibles que demostrarán que los que reivindican una buena educación carecen por completo de ella; se enarbolarán pancartas surrealistas; y se propagarán insultos y bulos como que en las escuelas de Celaá se adoctrina políticamente y se enseña la homosexualidad, la pederastia, la zoofilia y hasta el vampirismo (siguiendo el manual trumpista que advierte de una gran conjura internacional de los rojos para beberle la sangre a los chiquillos).
De momento, el PP casadista y retrógrado ya ha comenzado a recoger firmas en la calle; los cargos populares han anunciado movilizaciones y reuniones con los responsables de la educación concertada; y las mociones en los ayuntamientos y parlamentos autonómicos ya están cargadas y listas para detonar. Por supuesto, las derechas recurrirán la ley ante el Tribunal Constitucional (un clásico en cada nueva reforma educativa) e incluso acudirán a Europa con toda la maquinaria de propaganda disponible. “Vamos a ir a las instituciones europeas para que se garantice la libertad de elección educativa, para que se pueda educar en la lengua común de todos los españoles”, aseguró el líder del PP.
“¿Es una insumisión a la ley? En absoluto. Se trata de ver desde las comunidades autónomas qué aspectos y epígrafes más lesivos vamos a frenar de la ley Celaá”, aseguran no sin cierto sarcasmo fuentes de Génova 13. Los primeros frentes de batalla serán, por supuesto, Andalucía, Galicia, Madrid, Murcia y Castilla y León, comunidades controladas por trifachitos. La guerra de las escuelas está servida y promete reducir España a la categoría de Estado fallido donde todo un Gobierno central ha sido completamente anulado, reducido y deslegitimado por la vía de la rebelión autonómica. Y mientras tanto, nuestros alumnos cayendo en las trincheras del analfabetismo y el fracaso escolar. Tan espeluznante como cierto y triste.