Macron se ha quedado solo en su descabellada propuesta de enviar tropas, sobre el terreno, a la guerra de Ucrania. España, Alemania, Italia, República Checa, Polonia y Hungría, entre otros países, ya han rechazado comprarle el ardor guerrero al premier francés, mientras que la OTAN también se ha desmarcado de la idea. Y todo ello con buen criterio, ya que el despliegue de soldados europeos en la zona, para combatir a Putin, sería tanto como la declaración de la Tercera Guerra Mundial. Una vez más, al latin lover le ha podido la arrogancia parisina.
Dicen los expertos en guerra y táctica militar que Macron está jugando a la estrategia del “hombre loco”, una técnica de negociación en política exterior puesta en práctica en su día por Richard Nixon, quien por lo visto era aficionado a meterse en el papel del trastornado irracional y sin control para que sus interlocutores llegaran a la conclusión de que estaba dispuesto a todo, incluso al exterminio mutuo, con tal de conseguir sus propósitos. Cabe pensar que Nixon se presentaba ante Nikita Khrushchev, el líder soviético, y se hacía pasar por un chalado irresponsable al que no le importaba lo más mínimo que el planeta volara por los aires tras un intercambio nuclear entre ambas superpotencias. ¿Quién no hubiese dado algo por poder mirar a través del ojo de la cerradura para ver a ese Nixon en el papel de maníaco, babeando y en trance, fuera de sí como un mono borracho con una pistola? Y lo peor de todo es que, visto cómo ocurrieron los acontecimientos históricos, las violentas y sangrientas injerencias de los norteamericanos en terceros países, mayormente en su patio trasero sudamericano, lo más probable es que el bueno de Richard no tuviese que esforzarse demasiado para parecer que no estaba en sus cabales, ya que, con casi toda seguridad, como ocurre con la mayoría de mandatarios yanquis, la cabeza de ese hombre no andaba muy centrada.
Dentro de esa descabellada estrategia del loco, cabe suponer que Nixon entraba en las cumbres USA/URSS, a un paso del Apocalipsis atómico y, tras estrechar la mano de su homólogo rojo, hacía el gesto de desenfundar rápido las pistolas de vaquero, se echaba el sombrero tejano para atrás, mascando chicle, y decía algo así como “cuidao conmigo, que estoy mu loco”. Entonces a los comunistas se le caían las bragas al suelo (del susto, se entiende) y decidían no enfadar a ese desequilibrado que tenía el dedo ya puesto en el botón nuclear. Obviamente, esta interpretación de la Guerra Fría, muy americana, muy proyanqui, no fue más que una leyenda urbana, propaganda capitalista, ya que los soviéticos no se amilanaban fácilmente y se mostraban, cuando menos, tanto o más locos que el emisario de Washington.
Ahora que, gracias a la historia, hemos sabido que Nixon era un ferviente practicante de la “estrategia del loco”, comprendemos todavía menos cómo pudo ser que el mundo sobreviviera a aquellos años oscuros marcados por la disuasión cuando lo más normal habría sido que el planeta entero hubiese saltado por los aires. La cuestión es que, milagrosamente y sin que nadie sepa explicar muy bien por qué, la humanidad no se destruyó a sí misma y ha llegado hasta nuestros días. Otros después de Nixon, como George Bush y el propio Donald Trump, se han empleado a conciencia en esa misma táctica que bien podría llamarse del “perro rabioso”. Sobre el magnate neoyorquino, la experta Roseanne W. McManus ha llegado a afirmar que, cuando negocia con los rusos o los chinos, no está interpretando ningún papel ni tiene que esforzarse mucho por parecer convincente, ya que su locura es genuina.
El mundo siempre ha estado en manos de dementes, lunáticos o paranoicos. Hoy por hoy, todos los expertos creen que el método del loco como plan para obtener ventaja en una tensa negociación y lograr el éxito in extremis no es una buena idea, sino más bien una idea contraproducente, nefasta, fatal. Es una táctica vieja y superada, demasiado arriesgada, un juego kamikaze que no cuenta con que el que está al otro lado de la mesa pueda ser mejor actor, de modo que en un duelo de falsos locos la cosa puede terminar yéndose de las manos y al final todos calvos por el bombazo nuclear. Cabe pensar que Macron, el Macron contra las cuerdas por el auge de la extrema derecha y las tractoradas del agro, no se ha enterado aún de que esa técnica es totalmente desaconsejable cuando hay que tratar con Putin, pero aun así ha decidido probar suerte y tirarse el farol, un postureo suicida que ha estado a punto de abrir de par en par las rampas de lanzamiento de Kaliningrado. Jens Stoltenberg, secretario general de la OTAN, ha tenido que salir a la palestra para enfriar el asunto, como un bombero apagando un fuego, y desmentir que la Alianza Atlántica esté planeando ocupar Ucrania.
Todo lo cual nos lleva a una conclusión: el orden internacional depende de una serie de cuñados que se las dan de listos y que, en cualquier momento, sin comerlo ni beberlo, nos organizan un Armagedón global que ni el Diluvio Universal. Tocarle las narices a Putin con chulerías de gallito fanfarrón o absurdos jueguecitos de petulante mosquetero parisino no es el mejor negocio. No ha tardado ni cinco minutos el autócrata de Moscú en advertirle que poca broma con esto, y de paso recordarle cómo terminaron los ejércitos de Hitler en su plan para invadir la URSS. “Tenemos armas para golpear a los países occidentales en su territorio”, ha amenazado el líder ruso. Para ganarle una guerra a un loco hay que estar más loco que él. Y no parece ser el caso del impostado y farolero Macron.