La sesión de investidura de Pedro Sánchez está sirviendo para constatar que el frentismo y las trincheras se han vuelto a apoderar de la política española. A un lado, la izquierda con el PSOE a la cabeza, más Sumar y los socios independentistas; al otro, la derecha del PP abducida por el nuevo fascismo posmoderno de Vox. Mientras tanto, las calles incendiadas por los nazis, la inestabilidad, la zozobra de un país que no sabe cómo va a terminar todo este truculento episodio de la amnistía a los encausados por el procés. Vienen tiempos difíciles. Malos tiempos para la lírica.
El discurso de Abascal de ayer, el más incendiario que se ha escuchado desde la Segunda República, hizo estremecer por su agresividad, su violencia verbal y su cainismo guerracivilista, a la mayoría del pueblo español. La llegada de este hombre a las instituciones ha sido una auténtica tragedia nacional. Todo lo que sale por su boca es odio altamente inflamable y de 98 octanos. Un pirómano rabioso que se ha propuesto acabar con todo lo bueno que España ha construido desde 1975, cuando logramos librarnos por fin del yugo del auténtico tirano (en su delirio nostálgico, Abascal compara a Sánchez con Hitler cuando aquí solo ha habido un genocida sanguinario, su idolatrado Generalísimo).
Y en ese contexto polarizado, radicalizado, de alto voltaje que puede estallar en cualquier momento, reaparece un líder que lo fue todo y que hoy por hoy está desaparecido en combate: Pablo Iglesias. Lo que nos faltaba para que el polvorín español se acabe convirtiendo en un megaincendio de sexta generación. El exlíder de Podemos, ya apartado de la vanguardia de la batalla, se ha convertido en una especie de Felipe González prematuro. Un viejoven jubilado de la política, un cascarrabias que sigue malmetiendo cada vez que puede, una especie de deidad terrible que, desde alguna parte, en la sombra, entre bambalinas, en la Deep Web o internet profunda, envía sus maldiciones y castigos. Iglesias es como el Dios de Spinoza, el universo entero, la propia realidad, la naturaleza misma. Iglesias es Podemos (o lo que queda de él) y, sin Iglesias, Podemos no es nada.
Ahora su divinidad ha hablado de nuevo, deteniendo España y dejándola en suspenso, al asegurar que su partido no volverá a ir en coalición con Sumar y actuará por libre en el Parlamento nacional. Es decir, que rompe la baraja caiga quien caiga y así reviente todo. Ahora que lo indepe vuelve a estar de moda –los catalanes se separan de España, el PP se separa de la democracia por sus pactos con Vox, Page se separa del PSOE y Ayuso se separa del Estado con su paraíso o dumping fiscal– el controvertido exvicepresidente del Gobierno anuncia que rompe con Yolanda Díaz. O sea, la segregación de facto de Podemos respecto a la izquierda española para ir a su aire. La ruptura de la unidad de acción imprescindible para frenar a la extrema derecha. ¿Quiere esto decir que el antes hombre de la coleta retorna a sus orígenes de outsider o francotirador antisistema? Puede. La cabra tira al monte. Pero todo tiene una explicación mucho más simple, más mundana, más prosaica.
En el último año hemos asistido a la práctica liquidación de Podemos. De este arrollador movimiento ciudadano surgido del 15M ya solo quedan dos caras visibles, Montero y Belarra, que son como aquellas dos hermanas fantasmagóricas de El Resplandor que esporádicamente se aparecen a los españoles cuando el cámara de TVE apunta hacia ellas en medio de un Pleno trascendental como el que vivimos ayer y hoy. Las díscolas ministras han quedado ahí, en plan insectos atrapados en el ámbar de la historia, fósiles de un pasado que ya no es. Nadie sabe muy bien qué pintan ahí estas dos, más allá de dar mucho por saco reclamando el carguete que se atribuyen ellas mismas por los méritos previamente contraídos. Ambas se ven a sí mismas como dos revolucionarias fundamentales para entender la España contemporánea, las Clara Campoamor y Federica Montseny que han transformado radicalmente el país y los destinos de la lucha feminista. Por eso creen que el despacho ministerial les pertenece por derecho propio. Por eso no están dispuestas a renunciar al chupito del Estado (se han convertido en la misma casta que vinieron a destruir) y van a morir con las botas puestas. Nadie les vota ya, pero están convencidas de que su presencia en el poder sigue siendo imprescindible. Y como quien no llora no mama se han quejado al gran Manitú de Podemos, para que interceda por ellas. Ese, y no otro, es el origen del nuevo cisma que se avecina en la maltrecha izquierdilla española.
Iglesias exige a Yolanda Díaz que sus ángeles de Charlie estén en el próximo de Consejo de Ministros, representando la parte ineludible de Podemos. Y si no entran, se rompe la baraja. Por tanto, aquí no hay una pugna ideológica ni un debate de programas o ideas sino un cruento navajeo por el mantenimiento de las cuotas de poder. Ambición pura y dura, intereses personales, el qué hay de lo mío, ese mal tan español. De confirmarse la ruptura podemita con el yolandismo, Sánchez sufre otra peligrosa fuga en el casco de su naufragante barco. Por si no tenía bastante con el ultimátum de Míriam Nogueras de Junts, con las advertencias de Rufián, del PNV y Bildu o con la ofensiva ultra en las calles, ahora esto. Nace un Gobierno sostenido con palicos y cañas, como dicen los murcianos. Si llega a fin de año será un milagro de la Navidad.