En la política española, los Presupuestos Generales del Estado rara vez son solo un documento contable. Más a menudo, funcionan como termómetro de la estabilidad de un gobierno. La última en recordarlo ha sido Ione Belarra, portavoz de Podemos en el Congreso, quien advirtió que Pedro Sánchez podría utilizar la negociación presupuestaria de 2026 como una jugada táctica para forzar un adelanto electoral si fracasa en reunir apoyos suficientes.
La advertencia no es descabellada. En 2019, Sánchez vio rechazadas sus cuentas en el Parlamento y, apenas semanas después, convocó elecciones generales, señalando a Esquerra Republicana de Cataluña como responsable de su derrota legislativa. La historia podría repetirse. Hoy, con un Congreso fragmentado y dependiente de pactos frágiles con partidos nacionalistas y fuerzas de izquierda, el riesgo de que el presupuesto se convierta en un campo de minas es considerable.
Belarra, que dirige un partido cada vez más arrinconado tras la ruptura con Sumar y la salida del Ejecutivo, utiliza este escenario para desplegar un discurso de oposición de ultraizquierda. En su diagnóstico, el Gobierno de Sánchez ha perdido la iniciativa progresista y gobierna desde la comodidad de una mayoría parlamentaria negociada a golpe de cesiones. “Lo que ha demostrado el plan de rearme es que dinero hay”, acusó en referencia al incremento de 10.500 millones de euros en gasto militar aprobado sin necesidad de nuevas cuentas. Para Podemos, este episodio demuestra que la narrativa oficial —la necesidad de aprobar un presupuesto para impulsar políticas sociales— es poco más que un ardid político.
La estrategia de Belarra combina dos ejes: un ataque frontal al PSOE, al que tacha de conservador y complaciente, y una crítica al Partido Popular por lo que denomina una “política criminal” de recortes en la prevención de incendios. En este último frente, Podemos busca vincular la emergencia climática con la falta de inversión en servicios públicos, especialmente en las comunidades gobernadas por la derecha. Los datos que maneja el partido señalan un recorte del 8% en prevención en los últimos dos años y la pérdida de un millar de plazas de brigadistas forestales.
Sin embargo, más allá de las llamativas declaraciones, lo que asoma es un escenario de creciente fragmentación a la izquierda del PSOE. Podemos rechaza abiertamente pactos que implican cesiones a Junts, como la rebaja de la jornada laboral a 37,5 horas semanales, que considera susceptible de quedar neutralizada por concesiones a la derecha catalana. Tampoco acepta el traspaso de competencias migratorias a la Generalitat, al que Belarra califica de “acuerdo racista”. La postura sitúa a la formación en una posición incómoda: demasiado pequeña para condicionar la agenda del Gobierno, pero demasiado ruidosa como para ignorarla en un Parlamento donde cada voto cuenta.
En este tablero, los Presupuestos de 2026 podrían convertirse en un punto de inflexión. Para Sánchez, lograrlos sería un símbolo de resistencia y de capacidad de negociación. Para la oposición, tanto de derechas como de izquierdas, su fracaso abre la puerta a un adelanto electoral que podría redefinir el mapa político. El PSOE ya ha demostrado que puede sobrevivir sin nuevas cuentas, gobernando a golpe de decretos y ampliaciones de gasto; pero cada vez es más evidente que la factura política de esa estrategia aumenta con el tiempo.
No sería la primera vez en Europa que la aritmética presupuestaria derriba gobiernos. En Italia, Silvio Berlusconi se vio obligado a dimitir en 2011 tras perder la mayoría en una votación clave sobre las cuentas públicas, precipitando una transición hacia un ejecutivo tecnocrático encabezado por Mario Monti. En Portugal, en 2021, el rechazo parlamentario al presupuesto de António Costa llevó a unas elecciones anticipadas en las que, paradójicamente, el primer ministro socialista reforzó su poder. Y en el Reino Unido, aunque con reglas distintas, los presupuestos han funcionado históricamente como mociones de confianza de facto: en 1979, el fracaso de James Callaghan en aprobar su plan fiscal abrió el camino a Margaret Thatcher.
España comparte con estos países una característica central: en sistemas fragmentados o tensionados, los presupuestos son mucho más que un ejercicio de contabilidad. Se convierten en prueba de lealtad, en termómetro de alianzas y, a menudo, en detonador electoral. El desenlace para Sánchez dependerá de si logra convertir sus cuentas en símbolo de continuidad o si, como en 2019, el fracaso se transforma en la excusa perfecta para volver a las urnas.