Ya hay fecha y lugar para las negociaciones Gobierno/Junts. El sábado, en Ginebra. Además, se ha confirmado la asistencia de un mediador internacional que tendrá la función de verificar el cumplimiento de los acuerdos que vayan saliendo de las diversas reuniones. Y punto, poco más se sabe sobre los contactos.
A esta hora, lo primero que cabe decir sobre la histórica reunión es que todo este asunto del diálogo con Puigdemont está rodeado de un secretismo y una falta de transparencia ciertamente contraproducente. La democracia es, ante todo, luz y taquígrafos, y aquí falta mucha luz mientras que el nombre del taquígrafo ni siquiera se conoce a menos de 48 horas para que comienza la cacareada cumbre suiza. La opinión pública española tiene derecho a saber qué personaje de reconocido prestigio internacional, organismo o asociación se ha elegido para supervisar lo que allí se diga, se comente o se pacte. Es obvio que un procedimiento de este tipo, largo y lleno de escollos, requiere de la máxima discreción y prudencia. Hay numerosos agentes interesados en hacer descarrilar las conversaciones de paz y el mediador se antoja una víctima propiciatoria, un muñeco de pim, pam, pum ideal para erosionar la iniciativa. A poco que se dé a conocer la identidad del intermediario, la caverna mediática se lanzará sobre él, a degüello, para destrozarlo sin piedad. Se le sacarán las deficiencias en el currículum, se le afeará el pasado, su ideología y sus declaraciones de prensa, se le investigará el último pelo del trasero hasta poder concluir que es un enemigo de la patria y un peligroso antiespañol.
Así no extraña, por tanto, que en este tipo de procesos negociadores el nombre del verificador quede siempre a salvo y a resguardo. Las mismas personas e identidades que se dedican a estos trabajos de conciliación exigen la máxima reserva para evitar presiones externas, así que por esa parte ni Gobierno ni Junts tienen toda la responsabilidad en que el país, a falta de pocas horas para la reunión de Ginebra, aún no tenga esa información fundamental. Pedro Sánchez ha avanzado hoy mismo que pronto se publicará quién va a ser ese superconciliador capaz de resolver el secular problema catalán, que tal como sabemos por Ortega, es irresoluble y solo se puede conllevar. Pero el tiempo pasa, el reloj avanza, y los ciudadanos siguen sin tener claro en manos de quién vamos a dejar este berenjenal.
Probablemente, cuando trascienda el nombre del elegido o elegida, todos menos las derechas reaccionarias y la Brunete mediática coincidirán en que se trata de alguien de suficiente credibilidad, profesionalidad y competencia como para que nos quedemos tranquilos. Pero va a haber polémica, claro que va a haberla, y también muchos titulares de la caverna con mala baba. Si las partes sientan en la mesa a Obama, por poner un ejemplo, PP y Vox saldrán en comandita diciendo que se trata de un representante de la corriente woke poco imparcial e idóneo (los voxistas se quejarán además de que es negro y ellos están con contra del multiculturalismo). Si es el papa Francisco el que finalmente decide meterse en el barrizal, pongamos por caso, alegarán que este señor es el representante del Anticristo en la Tierra, como ha invocado el loco Milei, delegado del nuevo trumpismo internacional en Argentina. Y si es António Guterres el encargado, pues ustedes dirán. Lo destrozarán vivo por rojo, progre y amigo de Hamás. Por tanto, la figura escogida no debe ser lo más importante. Sea quien sea, le van a dar estopa y palos hasta en el cielo de la boca. Son así y con ello contamos.
A las derechas hispanas, siempre trileras y dadas al montaje y la performance, les agradaría que el mediador internacional fuese alguien como Henry Kissinger, el arquitecto planificador del golpe pinochetista contra Allende, pero por lo visto se les ha muerto y no podrá acudir a la cita. O Benjamin Netanyahu, que va a ser que no. O quizá el comisario europeo de Justicia, Didier Reynders, un duro de los suyos. Esta negociación es de la máxima trascendencia y enjundia, un episodio hipersensible, poca broma, y exige de gente sensata y con un tacto político superior. Tampoco se trata de colocar a sor Lucía Caram, ni a Pep Guardiola, o a Gerry Adams, del Sinn Féin, todos ellos con reconocidas simpatías hacia el soberanismo catalán. Confiemos en que Santos Cerdán no trague con perfiles de ese tipo. El Estado español ya ha cedido bastante, mucho más de lo que el propio Puigdemont llegó a imaginar en sus mejores sueños. La transigencia tiene un límite y una cosa es ser generoso y otra ser tonto.
Pero más allá de quién vaya a ser el mediador internacional, hay algo criticable, muy criticable habría que decir: que se haya escogido precisamente Ginebra como escenario para las conversaciones de paz en Cataluña. Esa ciudad suiza suele ser el teatro habitual cuando se trata de poner fin a las andanzas sangrientas de una banda terrorista como ETA o cuando dos estados deciden sentarse a firmar la paz, tal como ocurrió con Francia y Vietnam tras la Guerra de Indochina en 1954. Obviamente, Cataluña no es el estado vietnamita, ni aquí se está hablando de una descolonización, por mucho que el mundo soberanista catalán se empeñe en la ensoñación o disparate de que Barcelona es como la Franja de Gaza, solo que con picoletos en lugar de soldados israelíes. Se podía haber elegido una ciudad con una carga simbólica mucho menos potente porque Ginebra trae demasiados recuerdos de conflictos bélicos, treguas y armisticios. Esa es otra pequeña victoria de Puigdemont y una concesión de Sánchez que sabe a derrota. Esperemos que la bajada de pantalones quede ahí.