Puigdemont no es Tarradellas

22 de Marzo de 2024
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Rechaza el recurso presentado por Puigdemont y Comín y sostiene la postura del TGUE en este caso

Como aquel japonés aislado en una isla que siguió haciendo la Segunda Guerra Mundial por su cuenta cuando todo había acabado ya, Carles Puigdemont vuelve a las trincheras políticas para seguir con su sempiterna batalla en pos de la independencia. O sea, el erre que erre, la vuelta a la matraca de siempre, el remake del fracasado procés. Bien mirado, la mayoría de los catalanes ya ha pasado página de aquellos días oscuros en que Cataluña ardió por los cuatro costados, pero él sigue ahí, en bucle, ciclado, anclado a la errática fecha del 1 de octubre de 2017.

Como todo buen iluminado, CP necesitaba un escenario grandioso para representar el sainete de su retorno, que él ve como una victoria, aunque no sea más que una evidente derrota. Para ello ha elegido una ciudad francesa a solo diez kilómetros de la frontera con la pérfida España, el pintoresco pueblo de Elna, donde el exhonorable pretendía darse un baño de masas en forma de mitin, otro quiero y no puedo, ya que finalmente acudieron cuatro gatos. Allí, Puigdemont ha anunciado que se presentará como candidato a las elecciones catalanas, eso sí, un candidato a distancia, porque el CNI sigue queriendo echarle el guante. Pero más allá de la noticia de su candidatura, que era esperable, la performance tenía una intencionalidad mucho más simbólica y trascendental: emular el célebre Ja sóc aquí (Ya estoy aquí) que, desde el balcón de la Plaza de Sant Jaume y ante una multitud exultante, profirió el presidente Tarradellas tras 38 años en el exilio. El problema es que lo que para el prófugo de Waterloo iba a ser un acontecimiento histórico ha quedado en parodia infumable. Ya dijo Marx que la historia se repite, primero como tragedia y después como farsa.

En realidad, Puigdemont no tiene nada que ver con aquel venerable, valeroso y distinguido político de Esquerra que sufrió en sus carnes la auténtica persecución franquista. Para empezar, Tarradellas fue injustamente encarcelado, ya que nunca estuvo implicado en la Revolución del 34 contra el Gobierno de la República mientras que Puigdemont ha liderado un movimiento secesionista abiertamente ilegal. Tarradellas marchó al destierro cuando su vida corría serio peligro de muerte; Puigdemont huyó en el maletero de un coche (vergonzantemente y como un vulgar delincuente) para librarse de unos años de merecida cárcel por haber pisoteado la Constitución, las reglas del juego democrático y el imperio de la ley. Tarradellas, un hombre de izquierdas comprometido con la causa de la justicia social, siempre habló de reconciliación, de sutura de heridas, de convivencia en paz entre los pueblos de España (no en vano, en su célebre discurso de Sant Jaume se dirigió a los “Ciutadans de Catalunya”, es decir, a todos los habitantes del país, no solamente a los nacidos en ese territorio); el discurso de Puigdemont es rupturista, antisistema, de odio y por momentos supremacista de derechas. No, por mucho que se empeñe Carles Pelomocho (así lo llamaban sus propios compañeros de sedición en los audios del caso Voloh), nunca ha sido Tarradellas, no lo es y nunca lo será. El político posconvergente despide un tufo barato a impostura, a títere en manos de la burguesía de Canaletas obsesionada con el paraíso fiscal, a puro fake (aún no ha pisado Cataluña y ya ha desempolvado el manido bulo del Espanya ens roba que no se cree ni él mismo). Ahora, para excitar los ánimos de los indepes más utópicos y cafeteros, deja caer que lo volverá a hacer, pero cuesta trabajo creer que, después de la amnistía de Sánchez, esté dispuesto a meterse, otra vez, en el follón de la DUI.

Tarradellas representaba lo mejor del catalanismo, el futuro de una sociedad dispuesta a superar la dictadura para vivir en paz y prosperidad. Puigdemont trae más de lo mismo, el pasado más terrible, el quimérico procés en su versión dos punto cero, la fuga de empresas, el 155, la convulsión, la ruina económica y la fractura social. Los discursos fatuos inflamados de falso patriotismo, la pedrada al piolín o al cajero automático, los contenedores ardiendo en Urquinaona, las urnas de todo a cien, la pantomima del referéndum, en definitiva, ese trumpismo a la catalana o de calçot que tiene más que ver con el calculado Brexit anglosajón que con la histórica tradición cultural del nacionalismo catalán. Más mentiras y leyenda negra sobre los malvados españoles mientras los embalses se secan, los hospitales públicos colapsan y el tres per cent del pujolismo se convierte en la gran industria nacional. Más xenofobia, ya no solo contra el charnego andaluz, sino contra los africanos a los que quieren hacer pasar por el aro de la lengua catalana.

Puigdemont es un fracaso político (no ha conseguido nada de lo que se proponía, más que sumir a su pueblo en el caos y la depresión económica) y también personal (un héroe jamás huye en un maletero mientras sus compañeros de revolución, o sea Junqueras y los suyos, se comen el marrón de la cárcel). Se atrincheró tras el escaño de eurodiputado pensando que así podría internacionalizar el conflicto y nadie, salvo la extrema derecha de la Europa opulenta (otro oprobio para el proyecto de democracia que dice defender), le compró esa moto o pollino. Ayer se presentó como un libertador más bananero que afrancesado, todo hay que decirlo, y transmitió, más bien, una imagen de cierto patetismo nostálgico. En las últimas elecciones, Junts quedó como quinta fuerza del Parlament por detrás del PP, es decir, una sonora derrota. Con eso está dicho todo. Con esa verdad, debería bastar para que el exhonorable hiciera las maletas y se fuera, no a Waterloo, sino más lejos aún, donde deje de ser un problema para millones de catalanes.  

Dicen los analistas y tertulianos de Madrid que CP pretende convertir estas elecciones en un plebiscito sobre su persona. Típico del mesiánico que se cree portador de las esencias patrias. Pero buena prueba de que su tiempo ya pasó es que Esquerra le ha dado calabazas cuando le ha pedido una candidatura de unidad para volver a echarse al monte del unilateralismo. Hay demasiadas heridas abiertas en el separatismo. Demasiadas fricciones ideológicas entre derecha e izquierda. Pero Carlas va a seguir dando la brasa hasta el final. Hace solo cinco minutos, ha sacado la hucha tuitera pidiendo pela para la independencia, el impuesto revolucionario a fondo perdido y sin aclarar, la caja andorrana, como en los siniestros años del pujolismo y del abuelo Florenci. Dinero para alquilar la limusina o el descapotable con el que llegar a su pueblo bajo el confeti y en olor de multitudes. Muchos se dejarán engañar, por enésima vez, por el gran charlatán de la República de los ocho segundos. En este mundo hay mucho crédulo. Y gente pa to.

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