Pedro Sánchez ha tenido que hacer auténticos malabarismos retóricos, en el Parlamento, para explicar el brusco cambio de posición de España respecto al oprimido pueblo saharaui. Durante décadas, el Estado español defendió el derecho a la autodeterminación del Sáhara Occidental en la línea de lo establecido por Naciones Unidas. Sin embargo, tras el incidente fronterizo entre España y Marruecos de mayo de 2021 –un salto masivo a la valla de miles de personas orquestado por el rey Mohamed VI para desestabilizar a nuestro país–, todo cambió. España terminó tragando con el plan yanqui-marroquí para dotar de una autonomía a la región siempre bajo soberanía del régimen de Rabat. Y aquí paz y después gloria.
Claramente, el monarca alauí, con el apoyo inquebrantable de Washington, ganó aquella partida, y Sánchez tuvo que ponerse de rodillas. Todavía hoy no sabemos por qué el presidente del Gobierno dio un giro radical a la tradicional política internacional española respecto al conflicto saharaui, aunque mucho nos tememos que algo tuvo que ver el espionaje de Pegasus, el potente programa informático que en aquellos días hackeó el teléfono móvil del premier socialista robándole más de dos gigas de información personal y secretos de Estado. Si es cierto que los servicios de inteligencia marroquíes estuvieron detrás de aquello, no se debe descartar que Sánchez pudiera haber sufrido algún tipo de chantaje, pero eso no lo sabremos nunca teniendo en cuenta que Moncloa se ha negado sistemáticamente (y se sigue negando) a aclarar el turbio episodio. Los españoles tienen derecho a saber qué fue lo que ocurrió en aquellas fechas trascendentales, si hubo extorsión al más alto nivel, si no la hubo, si fueron los agentes de Mohamed VI o de la CIA quienes terminaron por decantar la balanza del lado del régimen de Rabat, si el CNI tuvo algo que ver en todo este embrollo o el suceso tiene una explicación mucho más sencilla. Sin embargo, todo lo que rodea a este feo asunto sigue envuelto en un espeso misterio, en una falta de transparencia casi absoluta, en una sospechosa opacidad que perjudica gravemente la buena salud de la democracia española.
Hoy Sánchez tenía ante sí la difícil papeleta de explicarse en el Congreso de los Diputados y salir ileso del trance, lo cual no resultaba nada fácil. No ha convencido a nadie, salvo a los suyos. La tesis que ha tratado de mantener ante el resto de las fuerzas políticas es que España no se ha desentendido en ningún momento de la “causa del pueblo saharaui”. La coartada no solo supone una flagrante falsedad (todo el planeta ha podido ver en tiempo real cómo ha sido la serie de acontecimientos históricos) sino un insulto a la inteligencia de los ciudadanos. España se ha despreocupado del futuro de un pueblo al que nos unían estrechos lazos culturales y fraternales pero lo peor de todo es que ha arrojado el Sáhara en las garras de un dictador, que constata cómo su política de hechos consumados, su asalto a la frontera del Tarajal, su guerra híbrida contra España en todos los frentes, empieza a dar sus frutos. La claudicación ante una satrapía infecta constituye un desastre mayúsculo para la democracia española. Hoy los saharauis ven cómo la esperanza de celebrar un referéndum se aleja irremisiblemente y cómo han terminado cayendo en la órbita de un régimen autócrata que no respeta los derechos humanos. Diga lo que diga el señor Sánchez, los hemos dejado tirados, abandonados a su suerte, en mitad del desierto y a medio descolonizar.
Pero su discurso, que no cuela en lo que respecta a la defensa del pueblo saharaui, tampoco convence si se analiza desde el punto de vista de la política internacional y los intereses de España. Querer vender este fiasco diplomático sin parangón como el inicio de un nuevo tiempo basado en la “confianza recíproca” en las relaciones entre Madrid y Rabat no deja de ser un relato que hace aguas por todas partes. Las tensiones entre ambos países existen y van a seguir existiendo porque un dictador nunca cede a sus delirios de grandeza. La rendición española no apaciguará a la bestia. Hoy mismo Sánchez ha tenido que insistir en que la soberanía de Ceuta y Melilla no está en juego. Basta esa inquietante alusión para entender que el secular conflicto territorial con nuestros incómodos vecinos del sur dista mucho de haberse superado.
Pese a todo, Sánchez quiere hacer un balance “positivo” del desaguisado y pretende convencernos de que las relaciones hispano-marroquíes entran en una nueva fase marcada por una “base más sólida”. Incluso anima a los demás partidos a “mover posiciones”, a que se suban al plan de autonomía norteamericano para aquella región africana, una abierta invitación a sumarse a la traición a los saharauis.
Duele escuchar cómo un socialista defiende la propuesta marroquí para desencallar el conflicto como la más “seria, creíble y realista”. Como también indigna que el presidente pretenda convencernos de que la posición española está perfectamente alineada con la de nuestros socios europeos como Francia –que ha dado luz verde al plan de Washington– o Alemania, que también estaría reconsiderando la opción de la autonomía propugnada por Mohamed VI y el Tío Sam. El seguidismo de otras potencias es una muestra más del complejo histórico español.
En este asunto, el presidente sigue capeando sus contradicciones como puede, parcheando y practicando un trilerismo oportunista al que solo él sabrá dar una explicación. Quizá, lo que ocurre aquí es que el líder del PSOE no está dispuesto a arruinar sus planes de futuro en la Unión Europea para cuando tenga que dejar la Moncloa por causa de fuerza mayor, como unas elecciones que se le complican por minutos. Algún día nos enteraremos de qué va todo este inmenso enredo del Sáhara Occidental. Y cuando la verdad resplandezca, aireando las verdaderas causas de la jugarreta española que ha dejado vendidos y a la intemperie a los pobres saharauis, sabremos realmente en qué estaba pensando Pedro Sánchez Pérez-Castejón.