Pedro Sánchez garantiza que la coalición no se romperá y que resistirá hasta el final de la legislatura. Sin embargo, nada impide que el Ejecutivo de coalición estalle por los aires ahora mismo. El gabinete de izquierdas es un polvorín a punto de reventar. Cualquier cosa puede actuar como detonante. Socialistas y podemitas se ven las caras a menudo en el Consejo de Ministros y el día tiene muchas horas. Hoy han de debatir sobre la ley del “solo sí es sí”, mañana sobre el salario mínimo, los derechos de los animales o las personas trans. Ya todo se ha convertido en una cuestión personal o motivo de enfrentamiento entre ambos socios. Y se puede armar una muy gorda por cualquier nimiedad: por el color de una corbata, por un simple comentario o por el libro que esa ministra lleva debajo del brazo.
El factor político no es el único que pesa en la ruptura de relaciones entre los integrantes de los dos partidos. También influye, y mucho, el factor humano. Sentimientos que se cuecen en secreto, en lo más recóndito de la intimidad. Cosas personales pendientes, cuitas aparcadas, rencillas y rencores. Aquel cese nunca bien explicado. Aquel desplante en público. Aquella vez que Sánchez puso en evidencia, ante la prensa, a ese ministro que se sintió humillado. Todo eso se anota, se apunta en la lista negra. Y ya para siempre. Enemigos íntimos. A fin de cuentas, un político es una persona, con sus filias y fobias, con sus vicios y virtudes, y traga o no traga al que tiene al lado en la mesa, codo con codo, por razones que ni él o ella alcanzan a comprender.
Ya dijo Freud que el odio es un estado del yo que desea destruir la fuente de su infelicidad. Y las últimas investigaciones neurológicas concluyen que existe un patrón claro de actividad cerebral en la cabeza de las personas que experimentan ira, furia o rencor hacia otro. Acabar con ese sujeto que nos hace desgraciados, con ese foco que irradia nuestra desazón, que tira por tierra nuestro trabajo, se acaba convirtiendo en el objetivo último de la existencia. Hablamos de un sentimiento, el del odio, que se prolonga en el tiempo, un tic de larga duración. Casi un rasgo de carácter más que un estado emocional temporal. ¿Odia Irene Montero a Calviño y viceversa? ¿Aborrece Belarra a Yolanda Díaz y al revés? ¿Detesta Alberto Garzón a Luis Planas? Estos dos, por ejemplo, han llevado sus diferencias sobre las macrogranjas, la carne roja y el veganismo hasta el extremo y pueden terminar como en uno de esos dramas rurales sobre la España Vaciada que triunfan hoy en el cine. Un Alcarràs en Moncloa.
El primer Gobierno de coalición desde la Segunda República abrió una nueva esperanza a la izquierda española. Atrás quedan aquellos primeros días en los que todo eran buenas palabras, educación y ganas de remar juntos en el mismo barco. Hoy la situación es insostenible simple y llanamente porque no se aguantan ni toleran. En el fondo esto no deja de ser una reedición de aquellas refriegas del Frente Popular. De aquellas viejas guerras en la izquierda española estos lodos. El 36 fue un todos contra todos: socialistas prietistas contra caballeristas, comunistas ortodoxos contra los del POUM, estalinistas contra anarcosindicalistas. El gallinero ideológico. Y siguen sin salir de ahí. Las manifestaciones del 8M celebradas ayer en toda España fue el vivo retrato no ya de la división, sino de un rencor enconado, cainita y ancestral. ¿Están tan lejos en sus postulados las feministas clásicas y las posmodernas, las mujeres socialistas y podemitas, las seguidoras de Carmen Calvo e Irene Montero? No parece. Pero antes que la ideología siempre está el poder. La cruenta y dramática pugna por el poder.
De momento, Pedro Sánchez se muestra determinado a agotar la legislatura. Se niega en rotundo a disolver el Consejo de Ministros y se afana por coser lo que no parece tener arreglo. Está tan decidido a resistir que es capaz de sacar a pasear la foto de Feijóo en el yate de aquel narcotraficante. Muy mal lo tiene que ver para tener que tirar de la brocha gorda retórica y de una imagen con más una década de antigüedad.
Mientras tanto, los barones del PSOE, los García-Page, Fernández Vara y Lambán, vuelven a la carga, reclaman al presidente del Gobierno que rompa de una vez por todas con Unidas Podemos y convoque elecciones generales cuanto antes. Mejor ahora que el invento de la coalición está dañado que dentro de unos meses cuando estará completamente destrozado como un mecano roto. Sin embargo, la maniobra sería un suicidio político. Finiquitar el Ejecutivo bicolor en este momento sería tanto como decirle al votante de izquierdas que ya no hay futuro. Cundiría la sensación de fracaso, el desánimo, la desafección, la desmovilización a un paso de las urnas. La decadente y pertinaz melancolía, el peor enemigo de la izquierda española a lo largo de la historia. Feijóo y Abascal llegarían a la Moncloa sin apenas despeinarse.
El selfi de ayer, en el que Sánchez decidió posar junto a diez ministros socialistas en los pasillos del Congreso con motivo del Día de la Mujer, fue un grave error en la estrategia de la distención. La ministra de Ciencia, Diana Morant, hizo la foto y la subió a su cuenta de Twitter. Enseguida ardieron las redes sociales. Unidas Podemos vio en este autorretrato múltiple no solo la declaración oficial de guerra civil, sino el testamento político, el epitafio de una coalición que había funcionado con relativo éxito (con importantes reformas económicas, laborales y sociales) pero que ya no da más de sí. A esta hora Irene Montero sigue obsesionada, erre que erre, con que el PSOE quiere volver al Código Penal de La Manada. Y no hay quien la saque de ahí. Esto pinta muy mal.