Con su contundente crisis de Gobierno en medio del verano tedioso y letárgico, Pedro Sánchez sorprendió a propios y extraños. Ni los más avezados analistas políticos podían imaginarse que el presidente del Gobierno estaba preparando una revolución de semejante calado, la más importante remodelación ministerial de los últimos años de democracia. Cayeron los pesos pesados de Moncloa y ascendió al Olimpo la Calviño. Sin duda, los factores humanos, las confianzas, los recelos, las rencillas y en general el desgaste emocional de los equipos de trabajo durante un año dramático y agónico han resultado trascendentales a la hora de decidir ceses y nombramientos.
Sánchez sabía que el Gobierno de coalición había llegado a un punto de agotamiento extremo. La pandemia se ha llevado el país por delante, la crisis económica ha dejado en la cuneta a millones de españoles y los grandes males de siempre (separatismos, avance de la extrema derecha y parálisis a la hora de acometer las reformas necesarias) amenazaban con volar por los aires el sanchismo. Tocaba un cambio, un chapa y pintura de caras e ideas, un nuevo impulso que diera para llegar al menos hasta el final de la Legislatura. Y Sánchez, hombre audaz que no se amilana a la hora de jugarse una canasta en el último minuto, quiso dejar zanjada la cuestión antes de irse de vacaciones. El otoño se prevé caliente y España conocerá nuevas convulsiones que quién sabe a dónde nos llevarán. Había que acometer la remodelación ahora o en septiembre la aluminosis del Consejo de Ministros sería imparable y corrosiva.
Así que Sánchez sacó la tijera para empezar a cortar por lo sano. Y no le tembló el pulso a la hora de cargarse a Carmen Calvo (su más fiel colaboradora); a Ábalos (el hombre que estuvo con él a las duras y a las maduras cuando aquel Comité Federal o encerrona de infausto recuerdo); e incluso a Iván Redondo, su ayudante de cámara, gurú, amigo, coach, asesor, confidente, brazo en el que llorar, spin doctor y mil cosas más. Sobrecoge la facilidad y la frialdad con la que el presidente, a la manera de un César romano, se ha desprendido de su guardia de corps. Los demás cesantes (Arancha González Laya, Juan Carlos Campo, Isabel Celaá, José Manuel Rodríguez Uribes y Pedro Duque) eran cargos pasajeros, prescindibles, recambiables, pero los tres primeros pesos pesados configuraban el núcleo duro del sanchismo. Y sin embargo, no ha habido piedad con ellos. Pasen por ventanilla, firmen el finiquito y gracias por los servicios prestados. Así de duro, así de cruel. En política no hay amigos, esa máxima la aprendió Sánchez cuando se enfundó la chupa de cuero y las zapatillas deportivas, subió a su coche de toda la vida y se puso a hacer la ruta del destierro, como un Cid Campeador del socialismo, para tratar de reunir a sus filas y vengarse del susanismo tras el traidor golpe de mano felipista que lo descabalgó de la Secretaría General del PSOE.
Por tanto, la primera consideración está explicada. Sánchez tenía que cortar cabezas y no le tembló la mano ni siquiera con sus más fieles allegados. Ahora vamos con la segunda cuestión: la estrategia política para sobrevivir los próximos dos años. Con la extrema derecha apretando fuerte, con Pablo Casado echado al monte y con el país completamente arruinado, Sánchez se la juega en el corto plazo. Las elecciones de Madrid han sido un serio toque de atención de cara a las generales y el presidente del Gobierno sabe que le ha salido un hueso duro de roer en la figura de Isabel Díaz Ayuso. Por tanto, o el barco de la economía se endereza, y pronto, o se acabó. En esa tesitura se enmarcan las palabras pronunciadas ayer por el jefe del Ejecutivo durante su comparecencia pública para explicar los cambios ministeriales. “Una vez superada la peor parte de la pandemia, el Gobierno estará centrado en la recuperación económica y la creación de empleo. El nuevo Gobierno tendrá la responsabilidad de gestionar la recuperación y la enorme oportunidad que suponen los fondos europeos”.
Y ahí es donde entra Nadia Calviño. Sánchez le ha dado a la ideóloga de la política económica sanchista todo el poder para llevar a cabo los planes que crea necesarios. Por tanto, a partir de ahora empieza otro Gobierno. Todo lo que hemos visto y conocido hasta hoy (las ayudas sociales, la utopía socialista, el hermanamiento con la izquierda real y el socialismo más audaz) ya es historia, algo que no supimos ver cuando Pablo Iglesias dio la espantada, tiró la muleta y se cortó la coleta diciendo aquello de ahí os quedáis que yo me largo. Ahora, con la perspectiva de los hechos y del tiempo, se entienden muchas cosas.
De Calvo a Calviño
Es cierto que el Gobierno de coalición sigue vivo, es verdad que Yolanda Díaz ha tomado parte activa, codo con codo, en la crisis de Gobierno y también es evidente que Unidas Podemos sigue manteniendo a sus cinco ministros con sus cinco carteras, de manera que la cuota de poder de la formación morada continúa intacta. Pero en política, lo que parece no siempre es lo que es. Empiezan a soplar vientos calvinistas y austeros en Moncloa, no solo porque Europa nos va a pedir una serie de sacrificios a cambio del maná de los 140.000 millones en ayudas a la reconstrucción (buena parte de los cuales tendremos que devolver en plazos no demasiado cómodos) sino porque Sánchez ha llegado al convencimiento de que lo que toca ahora es ser conservador.
En esa clave se interpretan los últimos globos sonda que se han lanzado desde la cancillería monclovita. En esa línea que consiste en echarle el freno al progresismo va la sugerencia del ministro Escrivá de que los “baby boomers” (la generación nacida entre los sesenta y los setenta) tendrán que elegir entre ver recortada su pensión o trabajar más años; la paralización en seco de la derogación de la infame reforma laboral Rajoy que tanto sufrimiento ha causado a las clases trabajadoras; el elogio del “chuletón imbatible” que hizo el presidente frente a la guerra contra el consumo de carne declarada por Garzón (a este no se lo ha cargado, aunque no ha sido por falta de ganas); y el último pacto con la patronal para lograr la paz social ante unos sindicatos contemporizadores que se mantienen a la expectativa. Es evidente que en Moncloa se impone la cautela, la calculadora y los manguitos de contable para hacer que cuadren los números.
Así las cosas, la gran pregunta será cómo reaccionará Unidas Podemos ante ese giro al centro. Yolanda Díaz, la mujer llamada a dirigir los destinos del mundo morado con permiso de ese sector conspirador que le ha salido rana (véase Juanma del Olmo y sus muchachos), no parece alguien que arroje la toalla ni sea fácil de conformar. ¿Tragarán los podemitas con la pizarra capitalista de la Calviño? Ese sería su final (no olvidemos que de un tiempo a esta parte han entrado en un complejo proceso de desgaste y caída libre). ¿Aceptará Díaz una renuncia a los principios elementales de la izquierda real? Cuesta trabajo pensar que así será. Todo son incógnitas y perturbaciones en las nuevas relaciones entre socialistas y pauloeclesiales. Lo que está claro es que Iván Rasputín Redondo ya no está (su cátedra de hacedor de milagros la ocupará Óscar López, un rostro del pasado, un fantasma del ayer, un extraño nombramiento que no entiende nadie) y que el presidente puede haber dejado algunos cadáveres en el armario, lo que siempre es un riesgo que impide dormir tranquilo.
Tras la crisis de Gobierno, Nadia Calviño asciende un puesto en el escalafón y ocupa la vicepresidencia primera del Gobierno. Ya no tendrá a su lado a la beligerante Carmen Calvo para tirarle de la manga cuando le pueda su entusiasmo por la economía de casino y el Íbex 35. Tampoco tendrá enfrente al siempre molesto, doctrinario y tocanarices Iglesias. Le han limpiado el camino, dejándoselo expedito, para que pueda empezar a barrer la casa, o sea España. Sánchez cree que con las recetas calviñistas podrá transformar el país hacia la economía verde y de paso crear 800.000 nuevos empleos en seis años, una cifra maldita que trae malos recuerdos a los españoles porque nos devuelve a aquellos tiempos de reconversiones industriales y falsas promesas del felipismo que cayeron en saco roto. La clase trabajadora tendrá que estar alerta para que no vuelvan a darle el mismo tocomocho de siempre.
La crisis de Gobierno ya es historia. Los cesantes vuelven a sus casas, a sus viejos empleos y a sus puertas giratorias (que de todo hay), mientras los elegidos asumen sus puestos con ilusión y ganas de hacerlo bien (eso al menos se espera de ellos). Pero el episodio nos deja una cuantas conclusiones: que hoy por hoy tenemos menos Calvo y más Calviño; que ahora el presidente acumula más poder (algunos elegidos por su perfil bajo, no demos nombres todavía, son verdaderamente sumisos y obedientes con el líder); y que a partir de este preciso instante tendremos más liberalismo que socialismo, esa es la verdad. Recemos para que al final de esta procelosa Legislatura el plan del Gobierno no encaje como un guante en el programa del Partido Popular.