A Julio César lo mataron los conspiradores en los idus de marzo, junto a la estatua de Pompeyo. Al archiduque Francisco Fernando de Austria lo asesinó un nacionalista proserbio, desencadenando la Primera Guerra Mundial; Mercader mató a Trotski de un pioletazo (aunque en realidad fue Stalin quien lo liquidó); y el eco de la tragedia de los Kennedy todavía resuena en la memoria de la gente. Cada época tiene su magnicidio, su crimen para convulsionar la historia, y nuestro tiempo no iba a ser una excepción.
El atentado contra Robert Fico, primer ministro de Eslovaquia, viene a recordarnos que Europa no es ese oasis de democracia, paz y prosperidad que ha superado la violencia política. Desde los tiempos de la Antigua Roma, y mucho antes, las oscuras fuerzas en la sombra han planeado cambios de gobierno y de regímenes por la vía de las armas. Y ahí seguimos. En este caso le ha tocado a Fico, un socialista evolucionado hacia el populismo trumpizado de la franquicia Orbán y por tanto próximo a Putin. Aunque el dirigente eslovaco se encuentra fuera de peligro y no se ha consumado el magnicidio –un milagro teniendo en cuenta los cinco tiros que le han dado– estamos ante un serio aviso para la UE a las puertas de unas elecciones en las que nos jugamos tanto como elegir entre democracia y posfascismo. La polarización política, impulsada por los discursos antidemocráticos de la extrema derecha, ha creado un peligroso caldo de cultivo en la sociedad apto para que broten como setas los iluminados, mesiánicos y salvapatrias dispuestos a cumplir con una misión casi divina.
En las viejas sociedades feudales, cuando el pueblo era condenado al hambre y la injusticia, el magnicida podía tener su justificación, su cierto sentido y razón de ser. Ver cómo el caballero del castillo se llevaba a tu mujer para practicar el derecho de pernada, tras quemarte la casa, no debía ser plato de buen gusto. Pero en las sociedades modernas posindustriales y neurotizadas, el asesino de poderosos suele ser gente corriente con sus trabajos y vidas acomodadas que se va quemando la sangre y gangrenándose por diferentes motivos. Un señor que va a la oficina de nueve a dos o que conduce un taxi y que de buenas a primeras se rapa el cabello en plan cheroqui, se compra una casaca de militar y una pistola y se planta en un mitin político para acabar con el candidato de turno al que considera el culpable de todos sus males (o sea la historia del fanatizado Travis Bickle que tan brillantemente nos contó Martin Scorsese).
Unabomber se dedicaba a las matemáticas y la filosofía hasta que le dio por enviar cartas con explosivos a universidades y compañías aéreas, convirtiéndose en un terrorista. En realidad, era un filósofo, un pensador en contra del desarrollo tecnológico y de los estragos de la Revolución industrial. Incluso llegó a plasmar por escrito sus elucubraciones mentales y reflexiones en un manifiesto, La sociedad industrial y su futuro, demostrando que no era ningún ágrafo indocumentado. Es decir, ahí había un espíritu crítico que terminó extraviándose por el camino del mal. ¿Por qué? A veces el sueño de la razón, del exceso de razón quizá, produce monstruos.
Esta vez, detrás del intento de asesinato de Robert Fico hay un escritor que incluso había publicado una declaración en contra de la violencia, lo que nos deja aún más descolocados y estupefactos. Los periodistas que en las últimas horas tratan de reconstruir su compleja biografía han hablado con sus vecinos, que han dicho las mismas cosas cada vez que se produce un macabro y sangriento suceso, que el homicida era una persona educada y agradable y que no se lo explican. Un poeta mata a versos, buenos o malos, nunca a tiro limpio. Pero algo llevó a Juraj Cintula, de 71 años, a adquirir un revólver y a abrirse paso entre la multitud para tomarse la justicia por su mano. La enfermiza sociedad de consumo, con su bombardeo mediático incesante y sus mensajes fragmentados, contradictorios e irracionales, termina por trastornar a cualquiera.
Son diversos los mecanismos que convierten a un honrado y pacífico ciudadano en una máquina de odiar y matar. Unos padecen un trastorno psiquiátrico de base, el complejo de Edipo que les lleva a querer eliminar al rey-padre, por ejemplo, y otras fobias que ya analizó Freud; otros se meten en grupos, chats y redes sociales, donde se radicalizan con otros paranoicos, perros rabiosos, enfurecidos y coléricos (estos terminan matando por cualquier motivo, porque que la policía les ha puesto una multa de tráfico, porque suben los impuestos o porque el ayuntamiento ya no recoge la basura de su casa); y los hay que simplemente escuchan esa diabólica voz interior, que en realidad es una voz exterior que les susurra al oído y les sugiere librar al mundo de la bestia inmunda, sea un autócrata o no. Y ahí es donde queremos llegar. Más allá de los factores personales, el terrorista suele ser un alienado o manipulado por otros, ahí está El agente secreto, el novelón de Conrad, para quien quiera indagar en las causas y motivos que dan lugar al individuo violento.
No hace falta irse a Eslovaquia para encontrar potenciales asesinos de políticos. Aquí, en España, empezamos a comprobar también cómo retorna el perfil del magnicida por diferentes causas. No hace mucho, un tronado, animado por unos ultras, la emprendió a patadas con el excalcalde de Ponferrada, que no le había hecho nada el hombre. “Su cara de odio me daba miedo”, confesó la víctima. Ese es el quid de la cuestión. Bajo riesgo de que nos acusen de buenistas, proselitistas de la moral kantiana o decadentes ilustrados del mundo de ayer, tenemos que volver a repetir, una vez más, que el fenómeno de la violencia política en auge casi siempre es alimentado por otros. Unos crean el caldo de cultivo, otros dan la patada, la bofetada o algo peor. Cuando Santiago Abascal dice que algún día van a colgar por los pies a Pedro Sánchez y arenga a los suyos con el “vamos a Ferraz”, poniendo cerco a la sede socialista día y noche con gritos y amenazas de muerte, está fabricando una legión de potenciales magnicidas. El odio social contra el líder siempre es insuflado por otro que quiere destronarlo, ocupando su lugar. Hay un feedback bidireccional entre el manipulador y el manipulado. Una simbiosis. No nos estamos polarizando, como dicen los sesudos politólogos y tertulianos televisivos, nos están polarizando. Que no es lo mismo.