Tras convertir USA en una dictadura o autocracia, Donald Trump ha declarado la guerra comercial al mundo entero. Xi Jinping advierte de que habrá represalias contra los aranceles a los productos chinos decretados por la nueva Administración norteamericana. La Unión Europa afirma que se defenderá frente a la agresión de forma proporcional y según la ley. Y países fronterizos a Estados Unidos como México y Canadá empiezan a ver lo que es Trump: una bomba con patas y un peligro público para todos. Nadie está a salvo de la “estrategia del loco”, aquella táctica de Nixon consistente en hacerse pasar por un tipo irracional, impulsivo, dispuesto a todo. Cada vez que se sentaba en una reunión, el corrupto del caso Watergate se comportaba como un perro rabioso, un tipo fuera de sus cabales, y ese miedo a que cometiera alguna locura le daba una cierta ventaja a la hora de negociar los diferentes asuntos con los cancilleres de otros pueblos.
Ayer, la presidenta mejicana, Claudia Sheinbaum, y el líder canadiense, Justin Trudeau, probaron por primera vez la medicina letal, el plata o plomo de Trump, una forma de relacionarse con naciones amigas y aliadas más propia del cártel de Sinaloa que del supuesto líder del mundo libre. El magnate neoyorquino sacó el bate de béisbol del estuche, lo puso encima de la mesa y dijo eso de “cuidao conmigo, que estoy mu loco”. Luego les amenazó con un arancelazo de padre y muy señor mío que podría haber arruinado, en menos de 24 horas, las exportaciones de ambos países fronterizos con los Estados Unidos. El chantaje, al más puro estilo mafioso trumpista, dio resultado, y ambos dirigentes, sometidos al tercer grado, contra la espada y la pared, con el flexo apuntándoles directamente a los ojos y el humo del cigarro del padrino Trump dándoles en la cara, suplicaron una demora de los aranceles de al menos un mes. En realidad, lo que hicieron ambos mandatarios fue manejar al exaltado o nuevo Nerón mundial con sumo tacto y cuidado, con mimo y cariño, no soliviantarlo ni importunarlo demasiado, por si acaso le daba el ataque y ordenaba destruir la economía internacional o algo peor: invadir las playas de Acapulco, Ottawa o el Canal de Panamá. Esta actitud, apaciguar al loco, hacerse el loco o el sueco, es la más inteligente cuando uno se cruza con un salvaje desequilibrado con un garrote en la mano. El estilo Trump consiste precisamente en eso: en provocar una crisis o recesión de dimensiones históricas mediante la autodetonación del comercio mundial, en una especie de milenarista suicidio colectivo (en la guerra comercial pierden todos), para después aparecer ante los suyos como el héroe salvapatrias.
Finalmente, tras una hora de extorsión con canadienses y mexicanos, el amo del universo, en un acto de gracia o compasión, aplazó la ejecución durante esos treinta días. Pero mientras tanto, ambas naciones tendrán que pagar el peaje del nuevo señor feudal: el envío de 10.000 policías para frenar la entrada de fentanilo en EE.UU, un país devastado por la epidemia de esta droga mortal. El opioide con un potencial tóxico cien veces superior a la morfina está acabando con una generación de jóvenes estadounidenses y uno se pregunta si detrás de todo este disparate trumpista, del negacionismo anticientífico, del bulo y el conspiracionismo más absurdo, no habrá también una partida de fentanilo adulterado que está corroyendo las neuronas no solo de los pobres y negros del Bronx, sino de las clases medias y hasta de las élites que gobiernan el país. Que Trump está mal de los nervios (quizá por engullir tanta coca cola) es algo que ya ha contado el New York Times, el heroico periódico que quieren clausurar los trumpistas, pero habría que investigar en profundidad qué demonios le han echado al agua de los manantiales americanos para que este energúmeno haya terminado en la Casa Blanca.
Trump es el típico abusón que apalea colegiales, en este caso gobernantes extranjeros menos fuertes que él. Trump va, entra en la sala de una cumbre o reunión, amenaza con vapulear al país que tiene delante si no le compra gas y petróleo, sin complejo ni rubor, y con las mismas se vuelve otra vez a la mansión de Palm Beach, Florida, para terminar la partida de golf. O sea, la ley del más fuerte, la ley de la jungla, el nuevo desorden mundial sin seguridad jurídica alguna que solo puede llevar a un punto crítico: guerras generalizadas y por doquier, como esa oleada incontrolable de incendios que asola Los Ángeles. Esta es la forma de entender la diplomacia del macho alfa de la manada de gorilas de Washington, tal como el eurodiputado Esteban González Pons ha definido al magnate neoyorquino. De la noche a la mañana, el derecho Internacional ha saltado por los aires sustituido por la “estrategia del loco”, que ha cambiado la forma de entender las relaciones entre los estadounidenses y el resto del mundo. Bajo el lema de MAGA (Make America Make Again), Trump ha cruzado un Rubicón desde el imperialismo clásico y convencional (que venimos padeciendo desde al menos 1898, cuando se quedaron con Cuba, Filipinas y Puerto Rico, inaugurando la edad yanqui) a la dictadura global sin complejos y por la vía de la fuerza.
Pero si preocupante es la sombra de la recesión que asoma en el horizonte, más aún es el retroceso en derechos civiles y en calidad democrática que traen el trumpismo y sus sucursales europeas. Miles de personas inocentes encerradas en Guantánamo, convertido ya en el gran gueto racista del nuevo apartheid, el Estado de bienestar liquidado y Elon Musk controlando la llave del Tesoro y los datos personales de los contribuyentes, que pronto circularán por la red social X, Gran Hermano del ciberfascismo.
Las Bolsas del mundo entero cierran en rojo y temblando por los aranceles de Trump; el chip chino hunde Silicon Valley en una reedición cibernética de la Guerra Fría; Bruselas advierte de que se defenderá con uñas y dientes si es atacada “de manera injusta o arbitraria”, como dice Von der Leyen; y el zar Putin se frota las manos con la fractura del eje Atlántico. Todos se preparan para la guerra, más madera, como dijo Groucho. Y todo por un patán con ínfulas que, con sus delirios de grandeza, sus megalomanías de nuevo rico y sus recetillas autárquicas y victorianas propias del siglo XIX (inservibles en un mundo globalizado), va a enviarnos a la ruina. O aún peor, al infierno.