El calvario de un maestro

11 de Mayo de 2021
Actualizado el 02 de julio de 2024
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Nota del autor.- Lo que sigue a continuación es el texto de una entrevista que el autor de esta nota le hizo a Alfredo Bravo en julio de 1987, después de ser legalizada por la Suprema Corte de Justicia argentina la Ley de Obediencia Debida. Una amnistía encubierta que los militares le arrancaron al gobierno de Raúl Alfonsín tras el levantamiento de la semana santa que encabezó el golpista Aldo Rico. Por aquellos días, Bravo había renunciado al cargo de subsecretario de Educación, función que Alfonsín le dio un día después de haber jurado como nuevo presidente. Maestro de escuela primaria, Alfredo Bravo era un militante de izquierdas. Fue uno de los fundadores de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos en 1975, en pleno auge de la Alianza Anticomunista Argentina, una banda criminal conocida como la Triple A que abrió el camino al genocidio de treinta mil personas cometido por las fuerzas armadas.  Bravo también ocupó una banca en el Congreso de los Diputados por el socialismo.

EL CALVARIO

El 8 de septiembre de 1977, Alfredo Bravo se encontraba dando clases en una escuela para adultos en la capital federal cuando irrumpieron en el aula varios matones fuertemente armados. Lo obligaron a despojarse de su uniforme blanco delante de sus azorados alumnos y lo arrastraron hasta un automóvil, donde comenzó su terrible odisea. Lo que sigue es su relato.

  “Me vendaron los ojos, me esposaron las manos hacia adelante, comenzaron a golpearme y me hicieron bajar del coche… cuando caí al suelo empezaron a sonar tiros… fue  un simulacro de fusilamiento”.

  Los simulacros de fusilamiento eran un método corriente para multiplicar el suplicio de las víctimas, aunque también era común que se las fusilara sin más trámite. O se las quemara con neumáticos en los centros clandestinos de detención.

  Bravo permaneció en calidad de desaparecido durante trece días hasta que fue “legalizado” y puesto en prisión bajo el régimen del estado de sitio. Luego continuó sujeto a las normas de la libertad vigilada hasta ser liberado en junio de 1978 gracias a la presión internacional que se hizo sobre la Junta.

  Durante su penoso cautiverio perdió 25 kilos. El comisario Miguel Etchecolatz y el general Ramón Camps, conocido como “el carnicero de Buenos Aires” participaron directamente en la aplicación de torturas a Bravo.

  “Sí, es verdad, los dos intervinieron en las torturas. Esto fue comprobado por la Cámara Federal que elevó su sentencia a la Corte Suprema”, expresa Bravo al evocar aquel espanto.

  Los jueces que condenaron a Etchecolatz lo encontraron culpable en noventa y un casos de tortura, lo que da una idea acerca de la experiencia de este torturador, perdonado bajo el argumento de haber actuado en estado de coerción.

  Bravo declaró ante los jueces que fue torturado en nueve oportunidades, en las cuales estuvo sometido a interrogatorios por una voz inquisidora, grave, de una persona que presentaba signos de irascibilidad.

  Antes de ser liberado, ya sin capucha, Bravo constataría que esa voz no era otra que la de Camps, el hombre que dispuso de la vida y de la muerte de miles de personas en el ámbito de la provincia de Buenos Aires, reducto de la policía brava, todavía hoy la más temida de todo el territorio argentino.

  “Su voz me ha quedado grabada por una sencilla razón –evoca Bravo- yo había perdido toda noción del tiempo y cualquier elemento del que me pudiera aferrar valía para tener una visión del mundo que había dejado. Mi sentido auditivo se agudizó… vivía pendiente de los cierres de puertas, de la llegada del día, de todo lo que me servía para saber que estaba con vida, aunque sabía que luego iba a ser torturado”.

  Para Alfredo Bravo recordar aquel tormento de diez años atrás es como asomarse al infierno y ver, de pronto, la  exhumación del horror.

  ¿Qué sensación tiene usted al ver en libertad a centenares de asesinos y torturadores, incluido su propio verdugo?

  -“Me siento agraviado, totalmente agraviado. Yo pregunto: ¿A quién vamos a recurrir los que declaramos en el juicio, los que señalamos a los culpables, los que tuvimos que afrontar el recordatorio de todo lo que habíamos padecido, si la Corte Suprema, en un acto administrativo, pretende borrar todo el horror? En verdad, siento un total estado de indefensión”.

LA RENUNCIA

“Presidente, no puedo seguir colaborando con su gobierno porque el hombre que me torturó ha quedado en libertad. Me siento agraviado”.

Raúl Alfonsín escuchaba de labios de su amigo y colaborador lo que muchos argentinos hubieran querido decirle cuando la Corte Suprema de Justicia de la Nación sentenció que la llamada Ley de Obediencia Debida era constitucional.

La entrevista Bravo-Alfonsín se produjo una semana después que el máximo órgano judicial argentino diera luz verde a la ley 23.521 propiciada por el Poder Ejecutivo y votada por ambas cámaras del Congreso en medio de una ola de protestas de las ocho entidades defensoras de los derechos humanos, incluida la Asamblea Permanente de la que Alfonsín es cofundador y Bravo su presidente desde su creación en 1975.

La Ley de Obediencia Debida liberó automáticamente a más de doscientos asesinos y torturadores, en tanto que eximió de rendir cuentas ante la Justicia a otros ochocientos militares, policías y agentes parapoliciales acusados de graves violaciones a los derechos humanos.

“En tales casos –expresa una parte del artículo primero- se considera de pleno derecho que las personas mencionadas obraron en estado de coerción bajo subordinación a la autoridad superior y en cumplimiento de órdenes, sin facultad o posibilidad de inspección, oposición o resistencia a ellas en cuanto a su oportunidad y legitimidad”.

Decepcionado por las concesiones que el gobierno fue  haciendo a los militares (primero el Punto Final y luego la Ley de Obediencia Debida), Bravo consideró que había llegado la hora de escoger entre sus convicciones políticas y humanas y el cargo de subsecretario que le había confiado  Alfonsín en el área de Educación el 11 de diciembre de 1983, un día después de la llegada del gobierno democrático.

Bravo, primer funcionario del gobierno de Alfonsín que abandonaba el cargo por no estar de acuerdo con la Ley de Obediencia Debida, no pudo soportar que uno de sus torturadores –el comisario Miguel Osvaldo Etchecolatz- quedara en libertad como consecuencia de una ley elaborada en los despachos oficiales. Es decir, en sus propias narices.

¿Qué le dijo usted a Alfonsín al presentarle su renuncia?

“Que me sentía agraviado porque esa ley permitió a uno de mis torturadores quedar en libertad”.

¿Y qué le respondió Alfonsín?

“Que se trataba de un acto del Poder Judicial en el que él no podía interferir”.

El poder de persuasión que ejercía Alfonsín sobre sus colaboradores, sean de su partido o extra partidarios (Bravo militaba en una corriente del socialismo) no fue suficiente.

“Mi renuncia nace de un principio ético que me nutre y me sostiene en la lucha por los derechos humanos” diría Bravo entonces para responder a algunas versiones periodísticas que sugerían que el anuncio de su dimisión era producto de un ofuscamiento circunstancial.

Pero no. Bravo se iba convencido de que no había compatibilidad entre su permanencia en el gobierno y la libertad otorgada por la Corte Suprema de Justicia a gentes responsables de asesinatos y torturas, entre ellos a su propio verdugo. El 6 de este mes se cumplieron dieciocho años de la partida de  un gran maestro en el aula y en la vida.

Durante la entrevista con el autor de esta crónica, Alfredo Bravoanuncia su alejamiento del cargo en Educación. “Me siento agraviado” le dijo el maestro al presidente Alfonsíin.
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