Tras la pared de cientos de casas españolas se oyen los gritos cargados de insultos, de reproches, de amenazas de muerte. Y al otro lado de la pared, tras la que muchas veces oímos esos llantos de angustia y desesperación, sólo se escucha nuestro silencio. “No vales para nada”. Silencio. “Te juro que te mato”. Silencio. “A ver si tienes coño de denunciarme, puta”. Silencio. “Aquí en casa encerrada estás mejor. Nada de calle ni de hablar por el móvil con nadie. Tú eres sólo mía”. Silencio.Los gritos, los insultos, siempre terminan por apagarse a altas horas de la madrugada. A la mañana siguiente nos cruzamos con nuestra vecina con un moratón en el ojo y le damos los buenos días. Y otra vez el silencio. Nos decimos que son cosas de pareja, que no debemos meternos. Y otra vez el silencio. Un día vemos cómo la policía entra en nuestro portal y nos avisa de que tras los gritos de ayer, y de nuevo tras nuestro silencio, María, nuestra vecina, ha sido asesinada por su pareja. Y esta vez nos quedamos también en silencio, sin saber qué decir.También nuestro silencio mató a María. Nuestro silencio cómplice y cobarde.
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