Si algo se sabe del fitness en España es que todo el mundo tiene un plan de entrenamiento… salvo el legislador. El Proyecto de Ley de Regulación de las Profesiones del Deporte, que vuelve estos días al Congreso como quien reaparece en el gimnasio después de Navidad o antes de la “operación bikini”, promete proteger la salud y garantizar entrenamientos “seguros”. La traducción de este eufemismo no es otro que reservar buena parte del mercado a los graduados en Ciencias de la Actividad Física y del Deporte (CAFyD), mientras los demás profesionales hacen sentadillas en el pasillo.
El argumento es tan simple que cabe en un post de X: “Un grado universitario te cuida mejor”. Y funciona. ¿Quién no confiaría en alguien con un título flamante y el sello del rectorado, sobre todo de una universidad privada? Sí, esas que fabrican como churros Madrid, Andalucía, Valencia o Murcia.
Pero, la realidad (esa molesta costumbre de los datos) se empeña en chafar la fiesta académica. Según el último Informe del Consejo COLEF, solo el 22 % de los técnicos que trabajan en centros deportivos tiene el grado CAFyD. En cambio, el 88% de los usuarios declara estar satisfecho o muy satisfecho con el servicio que recibe. ¿Milagro sanitario? No: competencias acreditadas vía Formación Profesional, certificados de profesionalidad y esa maravillosa escuela llamada experiencia.
Mientras tanto, el borrador legal trata al resto de especialistas como si fuesen meros trepas o arribistas del sistema. Un Técnico Superior en Acondicionamiento Físico, con dos años de carga lectiva específica y prácticas en sala, quedaría relegado a tareas de monitor “bajo supervisión” del licenciado de turno. ¿Supervisión? Para eso habría que verle por la sala: muchos CAFyD acaban en la docencia, en la función pública o la gestión como directores de centros y pisan el gimnasio lo mismo que un presidente del Gobierno pisa el Cercanías.
Los colegios profesionales, legítimamente preocupados por su cuota de mercado, airean el mantra de la “salud pública”, pero pasan de puntillas por un pequeño detalle: la ley de la oferta y la demanda. Si mañana desaparecieran los entrenadores no universitarios, el precio medio de una sesión personalizada subiría alrededor de un 35 %, según estimaciones de la Asociación de Centros de Fitness. El ciudadano pagaría la factura… y quizá la lesión, porque un título no corrige un mal gesto ni ajusta una carga excesiva.
Conviene recordar que la competencia profesional se demuestra, no se enmarca. Y se cultiva en congresos, reciclando protocolos, trabajando codo a codo con fisioterapeutas, escuchando a la persona que empieza a mover su cuerpo (y su miedo) después de años de sofá. Por eso, la Unión Europea está en contra de los mandarinatos y exclusividades, como pretente el COLEF.
Así que, antes de que el BOE decida quién puede contar las repeticiones o los fondos, la ciudadanía debería preguntarse si quiere a un entrenador con bata blanca imaginaria o uno con callo en la pizarra y en la sala. La salud y el bolsillo de las familias agradecerán la respuesta correcta.