La ocupación a particulares, parte dos: El problema real

26 de Agosto de 2020
Actualizado el 02 de julio de 2024
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foto desalojo okupas

En mi artículo de ayer ponía un poco de contexto sobre el nefasto tratamiento informativo que se está dando en España a la problemática de la vivienda. Señalaba que los datos no justifican en absoluto el alarmismo al que se han entregado los medios y puntualizaba que no es lo mismo un allanamiento de morada que una usurpación/ocupación irregular. Han sido bastantes los comentarios que me acusaban de “no saber lo que estaba diciendo” o de pensar así “porque no te ha pasado a ti ni a nadie cercano”, así que vamos con la segunda parte: el problema real.

El problema de la vivienda en España empieza con su tratamiento constitucional. Por algún motivo que habría que ir a preguntar a los padres de la Constitución, el derecho a la vivienda digna y adecuada quedó excluido de los Derechos Fundamentales y se subsumió en los principios rectores de la política social y económica. Aunque esto sea un reduccionismo, quédense con la idea de que un Derecho Fundamental puede ser reclamado directamente ante los tribunales (recurso de amparo), mientras que los principios rectores deben “orientar” la acción de los poderes públicos y no existe una vía para accionar judicialmente en amparo de los mismos. Ello implica que si no tenemos un techo, no hay obligación de la Administración Pública a facilitar uno, ni tampoco podremos ir al juzgado a reclamarlo.

Es decir, las administraciones (municipal, provincial, autonómica y estatal) no están jurídicamente obligadas a garantizar que todo ciudadano tiene un techo bajo el que meterse. Ello ha generado que la vivienda, un bien de primera necesidad, haya quedado sometida a los caprichos de la iniciativa privada y el mercado. El acceso a la propiedad de una vivienda era el hito que marcaba el paso de la clase baja a la llamada clase media y así, durante décadas, el “sueño español” era estudiar, conseguir un trabajo, casarse e hipotecarse para “dejarle algo a los hijos” el día de mañana. Además, se asentó la idea de la vivienda como un valor refugio, un bien de consumo cuyo precio siempre estaba al alza.

La ley de liberalización del suelo promulgada por el Ejecutivo de José María Aznar en el año 1998 ha sido señalada en muchas ocasiones como el punto de inflexión en la política de vivienda y la principal culpable de la posterior burbuja inmobiliaria. Esto es cierto, pero solo en parte. La mera liberalización del suelo no habría tenido la capacidad de disparar los precios, sino todo lo contrario – a mayor oferta e igual demanda, el mercado se autorregula bajando el precio, dice la teoría liberal–. Además, el aumento del número de propietarios tendría un retorno en forma de impuestos a la propiedad, lo que mejoraría las cuentas públicas. Era un plan de la leche, al menos sobre el papel.

Ocurrió justo lo contrario. Los liberales tienden a subestimar la infinita avaricia del ser humano. Las entidades financieras empezaron a relajar los requisitos para acceder al crédito hipotecario y los políticos en los consejos de administración de las Cajas de Ahorros dejaron de lado su función de servicio público y abrazaron los pingües beneficios que se generaron a corto plazo.

La vivienda pública comenzó a ser algo que cada vez se daba menos. Estábamos a principios del siglo XXI y España recibía inmigración abundante, principalmente de países de Latinoamérica, un mercado floreciente al que no iban a renunciar los que miden la vida en cuentas de resultados. Las entidades financieras empezaron a presionar a los inmigrantes para que abrazasen el sueño español de la propiedad. La vivienda nunca baja. Vas a pagar poco más que de alquiler y el día de mañana al menos tienes algo. ¿Quién en su sano juicio se podría negar?

El precio de la vivienda empezó a escalar a una velocidad que avergonzaría a Juanito Oiarzabal. Las hipotecas, concedidas a tipo variable, subían de precio al mismo ritmo. La especulación, pese a ser algo indeseable (véase el artículo 47 de la Constitución), fue consentida, cuando no alentada. Inmuebles que aún no habían sido siquiera construidos cambiaban de mano dos o tres veces antes siquiera de que se pusiera el primer ladrillo y cada cambio llevaba su correspondiente margen de beneficio, que se sumaba al anterior. Nadie pensó durante ese tiempo en los menos favorecidos, los que ni así eran capaces de acceder a la vivienda en propiedad. Los parques públicos de viviendas, ya escasos, fueron desapareciendo o adelgazando, y el posterior gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, aunque creó un Ministerio de Vivienda, no puso en marcha un plan de vivienda pública y tampoco lo hicieron la mayoría de Comunidades Autónomas.

Cuando en el año 2007 saltó por los aires la burbuja inmobiliaria, las cosas se pusieron muy feas. Los bancos empezaron a ejecutar hipotecas a diestro y siniestro y las palabras lanzamiento y desahucio entraron a formar parte de nuestro vocabulario cotidiano. La modernísima Ley Hipotecaria en vigor, que databa de 1946, permitía a las entidades financieras ejecutar las hipotecas desde el primer impago. Además, permitía a los bancos quedarse con los inmuebles por valores mucho más bajos a los tasados y dejaba a los ejecutados – aplaudo la elección de esta palabra en concreto– con monstruosas deudas perpetuas y condenados a una especie de muerte en vida, expulsándolos en muchos casos a la marginalidad y a eso que hoy llamamos economía informal y que toda la vida se ha llamado currar en negro.

El fenómeno de la ocupación irregular de inmuebles no nació con la crisis hipotecaria ni sus consecuencias. Por el contrario, es un fenómeno global que varía de forma y tipología en cada país del mundo. A España entra en los años 80, a imagen y semejanza de los squatters de Reino Unido, un fenómeno indisoluble de la llegada al poder de Margaret Tatcher y el auge de la cultura punk. En aquel entonces la causa principal de la ocupación irregular era principalmente reivindicativa y, como tal, apenas tenía repercusión alguna más allá de la villa o ciudad en que se producía. Exactamente lo mismo que ocurría en España.

Lo que sí hizo la crisis de 2008 fue poner de manifiesto que los poderes públicos habían hecho dejación de funciones en materia de vivienda pública. Cuando los ejecutados se iban a la calle, las administraciones no disponían de un parque de vivienda pública o, si lo hacían, era tan reducido que en modo alguno podía absorber todo el volumen de personas desahuciadas. La creación de la SAREB fue una oportunidad de oro para corregir ese mirar para otro lado, pero al ejecutivo de Rajoy no le importaban los pobres. Fue la sociedad civil, en forma de  Plataforma de Afectados por la Hipoteca, la que se erigió en muro de contención de los abusos bancarios. Nuestra justicia hizo otro de sus ridículos espantosos cuando, de forma sistemática, los tribunales europeos fueron amortiguando los abusos de la desigual relación jurídica entre hipotecante e hipotecado. Lo que no habían hecho nuestros tribunales, vamos.

De nuevo se empezó a hablar de vivienda pública. De expropiar pisos a los bancos. De la finalidad social de la vivienda. Se propusieron soluciones intermedias como la expropiación de la posesión (la tenencia y uso de un inmueble, dejando la propiedad inalterada) o los alquileres sociales. Los de Rajoy promulgaron una ley de flexibilización del mercado de alquiler como respuesta. Recortaba la duración mínima de los contratos y permitía a los propietarios elevar las rentas con mayor facilidad, lo que sumado a la dificultad para el acceso al crédito que llevó a muchas familias a optar por el alquiler en lugar de la compra y trasladó la burbuja del mercado hipotecario al arrendaticio.

Cuando en las grandes ciudades empezaron a alquilarse zulos como el de Ortega Lara a precios de chalé en la Moraleja, empezó el drama de muchas familias que ya no podían hacer frente tampoco a un alquiler. Y así creció un nuevo tipo de okupa: el que lo hacía por necesidad. Este tipo de ocupante irregular, en la gran mayoría de casos, usurpaba y usurpa viviendas de grandes tenedores y fondos de inversión. No existe un afán lucrativo, sino una necesidad que los poderes públicos no han querido afrontar en los más de cuarenta años transcurridos desde que Franco hizo el mejor servicio a la patria de su miserable vida y se fue a criar malvas.

Objetan los críticos con la “permisividad” legal que los particulares y las empresas no tienen por qué soportar las molestias y quebrantos que desde lo público no se han querido o sabido afrontar. En el caso de los particulares, suscribo la idea. Pero tengo muchas más reticencias con las empresas y, en concreto, las entidades financieras, a las que considero responsables directas de lo ocurrido durante la última década. Es intolerable que se mantengan miles de inmuebles vacíos mientras hay personas que duermen en un cajero o se asean en una cuadra con un cubo y una esponja. Es vergonzoso que se pretenda criminalizar a las víctimas de una gran estafa que hemos pagado todos y es insultante que no se les haya pedido cuentas a las mismas entidades a las que hemos rescatado con dinero público cuando la irresponsabilidad en la gestión de sus negocios las llevó a situaciones de peligro.

Esa es, en el fondo, la mentalidad española: ser implacable con el débil y servil con el poderoso. Los mismos que dicen que se ocupan irregularmente viviendas particulares son los mismos que se ciscan día sí y día también en aquellos que defienden la necesidad de un parque de vivienda en régimen de alquiler social. La ocupación de inmuebles particulares está en los medios porque es un discurso fácil de vender, más si se dirige contra los representantes del único partido del arco parlamentario estatal que ha abogado públicamente por políticas institucionales de vivienda.

Un bien de primera necesidad no puede ser objeto de especulación. Una problemática social como la vivienda no se soluciona con mano dura. En España no hay un problema de permisividad, es falso: nuestra legislación penal es de las más duras del continente europeo. Los que piden mano dura y claman contra la ocupación de inmuebles particulares son los mismos que no votarían a un partido que llevase en su programa electoral un plan masivo de vivienda pública, porque eso, dicen, es cosa de rojos. Así que hablan y gritan sobre lobbies y mafias okupas, como si fueran expertos en la materia, cada vez que Telecinco, Antena 3 o el medio de turno deforman la realidad y la repiten mil veces hasta que nos la creemos como verdadera. Porque así, cuando empiecen de nuevo los desahucios, todos estaremos mucho más receptivos a que la ley sea implacable con los ofensores.

Pero bueno, qué sabré yo sobre vivienda, como me señalaban en los comentarios del artículo anterior: al fin y al cabo, solo soy un humilde jurista que se ha dedicado a la gestión inmobiliaria durante los últimos doce años.

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