Se nos llena la boca criticando a los negacionistas, a esos bárbaros, indigentes culturales y sociales, ignorantes por voluntad propia, apostemas de una sociedad que los ha mantenido a lo largo de décadas y que les ha permitido hibernar hasta gozar la oportunidad de reaparecer en un momento propicio. Censuramos a esos que no quieren saber nada del bien común ni del futuro, ni siquiera el de sus propios hijos, qué más da si no son ellos, si son otros. Los reprobamos, nos rasgamos las vestiduras cuando artistas en declive los defienden y los lideran, cuando les ofrecen su altavoz decadente, aunque solo sea por amortiguar su caída, por recuperar algo de la popularidad perdida por méritos propios y que indefectiblemente los arrastra hacia ese infierno llamado ocaso.
Los miramos con superioridad moral, con la displicencia de quienes observan desde una atalaya de débiles cimientos, al menos en este país de historia terrible, porque está hecha de conocimiento y de cultura, de ciencia y razón, pero también de miedo, de valores que muchas veces sucumbieron a manos de aquellos frente a las tapias de cementerios, y que fueron arrojados a la fosa común de la ignorancia, la tradicional gobernante de esta tierra nuestra, que devora a quienes tratan de discutirle su propiedad a los que la creen suya e intentan construir un país para todos.
Criticamos a los negacionistas, les llamamos terraplanistas o cayetanos mientras suspiramos por que al fin llegue la vacuna. Una vacuna que los silencie, que nos libere de las mascarillas, que haga regresar al turismo, que permita reabrir bares, discotecas, que, en definitiva, nos retorne al paraíso perdido del pasado, a ese tiempo que fue el que nos trajo hasta aquí, hasta donde hoy estamos. Que nos permita respirar y afrontar la ignorancia que nos asola y que no supimos atajar en cuarenta años de democracia (o algo parecido), que ha convertido esta época en una época de miedo y desconfianza en el otro, de ausencia de comunidad, por mucho Resistiré que hayamos cantado.
Criticamos a los negacionistas, digo, a la vez que no nos damos cuenta de que no son una minoría. Y no lo son porque gran parte de nosotros también lo somos sin saberlo. O mejor, sin quererlo reconocer. O sea, más o menos como ellos. Porque, con mejor o peor concepto de nosotros mismos, también nosotros negamos la realidad. También nosotros no deseamos saber nada acerca de las verdaderas causas que provocaron la tragedia que estamos viviendo y, por tanto, también nosotros, como ellos pero sin un Miguel Bosé, ni siquiera con un José Manuel Soto, también nosotros, digo, estamos colaborando a que la vida en el planeta sea cada día más incompatible con la del ser humano. Y si algo ha demostrado la pandemia es que el planeta puede vivir perfectamente sin nosotros. La nuestra es una batalla perdida, por mucho cenutrio que gobierne o intente gobernar el mundo.
La crisis que acontece y que nos aproxima al millón de muertos, los que, por cierto, produce la malaria en dos años, no está causada por la covid-19. Al igual que un médico ha de saber distinguir entre una enfermedad y sus síntomas, entre la causa y los efectos, nosotros deberíamos también diferenciar entre las causas y los efectos de lo que está sucediendo. Y la enfermedad producida por el coronavirus 2 no es la causa sino uno de los efectos, uno de los muchos síntomas que manifiesta nuestra sociedad, enferma de desigualdad, de destrucción ambiental, de un modelo económico insostenible y destructor de la vida. Pero eso no lo queremos ver. Llegado este punto, los negacionistas crecen por doquier. Muy pocos quieren saber la realidad, es más cómodo ignorarla. Y como la ignoramos, como la negamos, aunque critiquemos al vecino que se pasea sin mascarilla o con la nariz al aire, vienen los rebrotes. Y vendrán otras enfermedades, que de nuevo no serán causa sino consecuencia, serán nuevos síntomas de la misma enfermedad. De una enfermedad que aun reconociendo la dificultad de su curación porque es crónica y centenaria en el planeta, existe, y más pronto que tarde deberíamos abordar en serio. Pero cualquiera lo hace, si en estos años de globalización hemos aumentado la brecha entre ricos y pobres, hemos permitido que el poder económico, el que de verdad gobierna tras el telón de nuestros teatros democráticos, lo acaparan unos cuantos enfermos de avaricia, una de las patologías más dañinas que puede padecer la humanidad.
Acaba de llegar el virus del Nilo al sur. Ya hay fallecidos. Puede ser que el mosquito que lo inocula no salga de las marismas del Guadalquivir, que una vez más podamos negar la realidad, darle la espalda porque no nos toca. O puede que no, porque el calentamiento global y la destrucción medioambiental está produciendo cambios significativos en los microorganismos y en sus reservorios y esta aparición sea un nuevo toque de advertencia de que el camino que lleva la humanidad conduce a un callejón sin salida al que unos cuantos nos arrastran. Pero quizás sea conveniente que no siga, que finalice el artículo aquí. Puede que tengan razón, es mejor no saber nada. Les dejo, me voy a Twitter. Se me han ocurrido unos tuits la mar de ingeniosos contra Miguel Bosé. Retuit, plis.