Hace casi un cuarto de siglo tuve bastante relación con Eduardo Polonio, sin estar metido yo en el mundo de la Música me vi involucrado en cosas públicas y tuve la oportunidad de abordar un proyecto titánico con él... Doce horas con Polonio, una obra interpretada en directo como un sumario de sus maravillosos trabajos publicados. Sus secuenciadores y sintetizadores le permitían de vez en cuando un descansillo pero las doce cayeron como campadas.
He sentido una pena profunda con su muerte, recién. Como me coge un poco separado de su entorno, mi pena es laxa, como de incomprensión, no tengo un sentimiento directo pero me quedan las culpabilidades de citas postergadas que ya no podrán ser jamás. Se disuelve ahí un trozo de la vida en el tiempo sin término.
No voy a glosar la vida y la obra de Eduardo porque la prensa especializada y las revistas darán cuenta de alguien que ya es parte fundamental de la Historia de la Música española, aunque sea por el lateral de la vanguardia, la experimentación y la electrónica; quedarán dos o tres nombres tópicos, en el mejor sentido, y él ya lo es. Sí puedo hablar de mi experiencia personal, con alguien que amaba el sonido y la proporción (o su desajuste). De formación técnica, uno no sabía si tenía delante a un ingeniero con sus cachivaches, al matemático feliz o al travieso niño de los ruidos al que gustaba probar y combinar trascendiendo lo cotidiano. Era un tipo interesante y diré una barbaridad: en sus obras, concretas, electroacústicas, electrónicas, clásicas, siempre había un rasgo humano a diferencia de otros sesudos abstractísimos que parecen haber peleado por no ser entendidos o por reventar las entendederas de sus seguidores voluntariosos, Polonio tiene algo que aúna radicalismo con sencillez, no trata de epatar sino de impresionar, emocionar intelectualmente, eso sí, no esperen ustedes concesiones (verbigracia: Para una pequeña margarita ronca).
Eduardo Polonio era un pitagórico, un egipcio, yo qué sé, tenía su presencia algo de Asurbanipal en lo alto de un zigurat. Parecía percibir las armonías, la “Harmonia Mundi”, esa música celeste que aparece cuando uno piensa la realidad. Nuestras ideas del Mundo Antiguo son casi todo mentiras, nos venden al de Samos como un protomatemático científico cuando era un chamán buscando justificación para situarse en el orden pecador del universo en mitad de ciclos de reencarnaciones. Yo a Eduardo lo pondría entre él y nosotros, tenía algo de chamán porque nos comunicaba con esa ultrarrealidad del número del mundo pero sabía lo que hacía, y lo sabía con fundamento y estudios constantes, interiorizados, sin fin.
Eduardo Polonio era un sabio de verdad, no tenía nada qué enseñar; su camino es su obra, y ésa es la única sabiduría real que podemos legar, el resto es pseudocultura y erudición temporal y barata, él era una pregunta constante, porque la gente hay que ya no necesita más, lo sabe todo, y hay gente que busca porque cada vez es más consciente: líbrenos Pitágoras de aquéllos, válgannos éstos como Humanistas, y ahí estaba Eduardo Polonio. Y además rezumaba bondad, recuerdo una noche estupenda, él y su compañera vinieron a cenar a casa en su propio hogar rodante donde pasaron la madrugada, qué agradables, que listos y agudos, que simpáticos, qué bien, Mariángeles y Eduardo... yo vi cariño ejemplar, sin gilipolleces.
Cuenca y Uno es el Cubo están disponibles en Spotify, por si se atreven. Él ya es una estrella.