Mi tía Sara, la madre de José, mi primo predilecto; hermana de mi tío Gabriel Rius Taylor, a quien más amo y al que más me parezco.
Mi tía Sara era increíble, genial, no cualquier cosa. Cuando me llamó mi primo para decirme que el fin estaba cerca no me extrañó, porque tenía noventa y tres años, casi no veía… pero seguía siendo una esfinge, un felino.
No sé qué edad tenía yo exactamente, quizá entre doce y catorce años, ni niño ni adolescente. Era de noche. Mis padres me llevaron a su casa en el parque de las avenidas. Y la vi sentarse.
La gente, sobre todo cuando hay otra gente que la observa, simplemente se sienta. Pero mi tía Sara no; se trepó al sofá, se acomodó como si fuera un gato, una gata, todo elasticidad y elegancia, poniendo los pies donde le daba la gana, las piernas como le parecía más cómodo y oportuno. Nunca lo olvidaré. Sobre todo porque desde ese día yo también me siento siempre así en los sofás, pongo los pies donde quiero y las piernas como me resulta más agradable y cómodo; no es lo que haga igual y ni siquiera lo pretendo. Pero lo disfruto muchísimo. Y ahora que ya no está lo vivo como una alegría del alma y un rito: mientras yo viva y pueda sentarme, me respondan los músculos y los huesos, mi tía Sara estará conmigo, se sentará conmigo.