Por qué las clásicas

07 de Noviembre de 2021
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Profesores protestan contra la retirada del latín y griego de las escuelas.

Los jóvenes que estudian hoy en nuestros colegios e institutos reciben diariamente mucha más información de la que recibieron jamás sus padres y profesores. Si la información en sí fuera poder, esta sería la generación más empoderada de la historia. Sin embargo, ellos no se sienten así en absoluto, y tienen buenas razones para ello.

Es difícil hacer nada provechoso con la información si no se posee también educación, y esta es una adquisición mucho más lenta y costosa: cuanta más información se posee, más importante es estar dotado de las técnicas y habilidades para diferenciar entre lo valioso y lo superficial, lo razonable de lo disparatado, lo fiable de lo no fiable. Su problema, nuestro problema, es que buena parte del tiempo extra que dedican hoy a adquirir información se resta del que dedican a darse una educación.

Desde el siglo XVI y durante cerca de cuatrocientos años, una parte fundamental de esa educación la formaba, al menos en Europa y América, lo que llamamos la “educación clásica”, es decir, el estudio de las lenguas griega y latina, de sus literaturas y su historia, y de su influencia sobre el mundo moderno y contemporáneo. Esta época coincide con la del crecimiento exponencial de los conocimientos científicos. No es casualidad que ambas nacieran y se desarrollaran a la vez. Sin embargo, desde mediados del siglo pasado se hizo costumbre, casi una rutina, denostar este tipo de educación como “irrelevante” para desenvolverse en el complejo mundo actual. Este pequeño ensayo intenta mostrar que no hay nada más alejado de la realidad.

La naturaleza empezó a ser estudiada de forma racional y sistemática por los griegos en el s. V a.C., pero lo que conocemos en Occidente como “Modernidad” es un cambio de la mente y las sociedades que nace de ir un paso más allá y aplicar a toda indagación humana el razonamiento crítico, incluyendo cualquier creación humana y extendiéndose incluso al “mensaje de Dios”. Este cambio fundamental en la cultura y la historia sólo se consiguió cuando el clima de apertura intelectual permitió que incluso los textos más sagrados fueran objeto de un estudio científico, extensivo y racional, es decir, de la disciplina que llamamos Filología.

La Filología, como buena parte de las ciencias, nace en Grecia y se desarrolla principalmente con el estudio de las literaturas griega y latina, luego la Biblia, para extenderse más tarde a toda lengua y producción literaria en el mundo. Sus principios son la evaluación de las fuentes (“cómo de fiable es este texto, considerando quién es su autor, cuál su intención, cómo nos ha llegado, etc.”) y la crítica rigurosa del propio texto (“qué es lo que dice el texto, considerando el contexto histórico en el que se escribió, su propósito comunicativo, etc.”). En definitiva, la Filología le dio a los europeos la capacidad de estudiar la información producida por otras personas con el mismo rigor y serenidad que se puede estudiar el mundo natural. Eso es una adquisición para siempre, pues la ciencia muere en el dogma y la falta de capacidad crítica, el ámbito donde crecen a sus anchas los discursos sectarios e irracionales. La capacidad para examinar la fiabilidad de las fuentes es hoy no una herramienta especializada sino una necesidad de toda la ciudadanía.

¿Por qué la Filología se aplicó especialmente a la literatura griega y latina? Las razones de prestigio son evidentes: el latín era la lengua del Imperio romano, que creó las bases del modo de vida europeo (sus leyes y el concepto de seguridad jurídica, las infraestructuras urbanas, las formas de gobierno público, etc.) y los propios romanos reconocían la superioridad de Grecia en lo que se refería al arte y la ciencia. Además, el latín es el origen de las lenguas de buena parte de Europa y América. Se puede decir sin errar que nosotros, los hablantes de español, gallego, catalán, portugués, asturiano, etc. hablamos latín, al que hemos dado un nombre distinto, igual que llamamos con distinto nombre a un potro y a un caballo según su estado de crecimiento.

Las lenguas son la principal ventana a la mente humana, y por ello su estudio debería tener la misma consideración que el de cualquier otra ciencia. Por sí mismas, la lengua griega y latina no tienen nada que las haga intrínsecamente más interesantes desde el punto de vista lingüístico que el quechua o el tagalo, por poner dos ejemplos. La razón por la que las naciones de Occidente se decantaron por darle al estudio del latín y el griego un lugar muy privilegiado en la educación, incluso por encima del de sus propias lenguas maternas, fue que ésta se consideraba la forma más adecuada de estudiar las literaturas y la historia de las dos culturas que se ponían (a mi juicio de forma acertada) en el origen de su cultura y sus instituciones, además, claro está, de que el latín era la lengua de la Iglesia en Occidente, y el griego lo era en Oriente. De la misma manera que para solucionar problemas de Física hay que estudiar Matemáticas, para conocer los problemas de la historia griega y romana es necesario dominar el código en el que sus hablantes construían sus mensajes y su producción intelectual: sus lenguas.

Una educación basada en la comparación de dos mundos, el griego y el romano, que siempre se contraponía a la propia realidad del momento en que se estudiaban, enriqueció a Europa en la  consideración de las semejanzas y las diferencias de los pueblos y culturas. Más adelante la Filología y la Lingüística se abrieron a la consideración de otras culturas y lenguas, un avance científico que se hizo progresivamente, superando sus limitaciones iniciales.

Una vez más podemos preguntarnos por qué la historia de Grecia y Roma puede ser para el currículum de nuestra educación secundaria de mayor interés que la de Egipto o el Imperio Azteca. Entre las razones para ello podemos señalar las siguientes: la más obvia es que al estudiar los orígenes de nuestras propias instituciones (que están en Grecia y Roma) nos estamos dando las herramientas básicas para apreciar estas últimas, que son las que más nos afectan y entre las que se desarrollará probablemente buena parte de nuestra vida adulta. Además, estas dos civilizaciones son de largo (con la cultura china) las que han dejado por escrito más testimonios, y durante un periodo más prolongado, de su propia evolución. Se da la circunstancia, además, de que desde al menos el siglo XV, la civilización occidental ha influido históricamente más en las culturas vecinas de lo que estas lo han hecho sobre ella.

El conocimiento de los hechos históricos reales que han desembocado en la formación de nuestras sociedades modernas es tan importante para conocer nuestra identidad cultural e histórica como lo es la Psicología para conocer nuestra identidad como individuos. Una sociedad que desconoce sus orígenes es como una persona que ha olvidado su infancia. Fomentar el conocimiento racional y crítico del origen de nuestras sociedades, libre de dogmas y mitos raciales o nacionalistas, es un elemento fundamental para nuestra salud social y cultural.

Por otro lado, y este no es un asunto menor, al tratarse de culturas pasadas, su estudio puede hacerse de una forma más crítica y desapasionada de lo que normalmente se hace con eventos actuales o muy recientes. No es normalmente lo mismo, desde el punto de vista emocional, juzgar las intenciones del emperador Octavio que las de los bandos de una guerra civil, y se aprende mejor a hacer lo segundo haciendo antes lo primero. Una crítica y un rigor que debería servir para formar a los jóvenes, que tendrán que tomar decisiones sobre el mundo que les rodea y cuyos cambios tienen un efecto muy real en sus vidas. Los detractores de la educación clásica insisten una y otra vez en que a los jóvenes no les pueden interesar asuntos que ocurrieron hace mucho tiempo, lo que  difícilmente se compadece con el evidente interés actual por la historia y mitología de Grecia y Roma (a las que hay referencias constantes en el cine y los cómics) y con el hecho de que las últimas generaciones tienen como uno de sus principales referentes culturales una saga localizada “hace muchos años, en una galaxia muy, muy lejana”.

La literatura griega, la primera en la que aparecieron autoras como Safo que sobresalieron entre sus contemporáneos durante su propia vida, puede colocarse sin duda entre las de mayor valor intelectual y artístico de cualquier parte del mundo: por la fuerza de sus ideas, la profundidad de sus personajes, por el hecho de haber comenzado mayor número de géneros literarios vivos que ningún otra literatura, y por el poder creativo de su vocabulario para aprehender ideas que seguimos necesitando más de dos mil años más tarde. A la literatura latina, que es un homenaje perpetuo a la cultura helena a la que había sometido militarmente, se la suele considerar por debajo de la griega solo por el hecho de que son sus hijas, las literaturas española, italiana, francesa, portuguesa, gallega, catalana, etc. las que la llevaron a la cumbre de la literatura occidental, superando a su madre en todas sus posibilidades creativas, gracias a que no olvidaron sus orígenes. En ambas literaturas admiramos no sólo su fortuna artística sino los hallazgos científicos y filosóficos que nacieron en sus idiomas.

El paisaje cultural de las últimas décadas, no solo en Occidente, sino en prácticamente todo el mundo, está repleto de referencias a la mitología griega y latina (constantes, por ejemplo en el anime y el manga japonés y coreano), pero especialmente por referencias a lo que podríamos llamar la épica neo-germánica, de la que son ejemplos la saga espacial a la que nos hemos referido, la totalidad de las producciones de Tolkien, comenzando por El Señor de los Anillos; sagas televisivas como la de Juego de Tronos, Vikings, etc., e incluso, de forma más sutil, el mundo en que se desarrolla Harry Potter. Estos universos crean un sistema de referencias (sin las cuales es difícil entender la comunicación de los jóvenes) basado en la creación literaria de un autor individual que rehace la tradición literaria occidental, lo que es ir un paso más allá de lo que hicieron griegos y latinos al construir sus mitologías y leyendas fundacionales. El estudio de la literatura, la religión y la mitología griega y latina (que influye decisivamente en la moderna forma de la épica neo-germánica) es un instrumento de análisis de los valores actuales, a la vez que una herramienta que les podemos dar a los jóvenes para desmontar mitos, antiguos y modernos.

El estudio de la literatura y la mitología grecolatina no es sólo una fuente de disfrute y entretenimiento (especialmente para los más jóvenes), y parte del conjunto de historias a las que hacen referencia una innumerable cantidad de obras literarias y objetos artísticos y de uso cotidiano. Sin conocer la literatura grecolatina no solo estamos ciegos a los mensajes que envían nuestros monumentos históricos. Pero es también una manera de iniciarse en la comprensión de los sistemas de mitologías antiguos y modernos. La construcción de narrativas con evidentes estructuras y tonos míticos es parte de la técnica de construcción de muchos mensajes sociales, políticos y comerciales (como el “sistema de ídolos” de los realities televisivos) y aprender a deconstruirlos es parte de la educación cívica de un ciudadano del siglo XXI.

Volviendo a la lengua, la razón obvia por la que un hablante de cualquier lengua romance de España (que son todas las lenguas actuales menos el vasco) debería tener un conocimiento al menos rudimentario del latín clásico es que esto le permite conocer mejor la variante de latín popular moderno que utiliza diariamente para hablar y pensar. La existencia de un vocabulario que comparte el latín con las lenguas de España (incluido el vasco) es además otra razón para elegir ésta como segunda o tercera lengua, pues la adquisición de vocabulario es una de las partes más costosas del su aprendizaje. Además, el conocimiento del latín y el griego no sólo facilita la adquisición de un vocabulario culto, fundamental tanto para un futuro profesional académico como para el desempeño exitoso en casi cualquier ocupación socialmente valorada; además da la clave para adquirir y comprender el vocabulario científico de la mayoría de las disciplinas. Impulsar el conocimiento de la lengua latina y griega no sólo mejoraría el conocimiento de nuestras literaturas (que están transidas por las literaturas clásicas por lo menos hasta el siglo XIX), sino que colaboraría a aliviar un problema grave de nuestra vida cultural en España: la reducción de la riqueza del vocabulario culto y del vocabulario académico general (por oposición al vocabulario académico especializado, que crece de forma enorme, generalmente con la importación automática e indiscriminada de términos ingleses).

El griego es la lengua en la que se comenzó a escribir Historia, Filosofía y Ciencia; el latín es la lengua en la que se comenzó a escribir un sistema de leyes como entendemos hoy día (la simple codificación escrita ya se había hecho en tiempos de Hammurabi), y también el idioma en que se siguió escribiendo la ciencia en Europa hasta al menos los comienzos del siglo XVIII. Galileo, Copérnico, Newton, Gauss, Linneo, etc. escribieron toda su obra, o la principal parte de ella, en latín. Latín y griego son las dos fuentes principales del vocabulario científico universal, y del vocabulario académico internacional. El estudio de la literatura grecolatina siempre se consideró parte necesaria del proceso para aprender a construir argumentos complejos de manera comprensible, lo que constituye buena parte del talento necesario para muchas profesiones.

En 1959, el año antes de que se crearan los Beatles, el químico y novelista C.P. Snow publicó su famoso ensayo “Las dos culturas y la revolución científica”, en el que proponía que las Humanidades y la Ciencia, que abarcan la vida intelectual de la sociedad occidental, se habían divorciado para formar “dos culturas” aparte, lo que complicaba la solución de los problemas del mundo moderno. Esta separación, más o menos contemporánea con el inicio del abandono de la instrucción clásica, era en general algo que cabía reprochar sobre todo a los humanistas: mientras, al menos cuando se escribió el ensayo, ningún científico reconocería sin sentir un enorme bochorno que no había leído a Shakespeare (nosotros tomaríamos el ejemplo de Cervantes), los humanistas se sentían perfectamente cómodos reconociendo que no tenían ni idea de cuál era, o qué significaba, la segunda Ley de la Termodinámica.

En España, esta distinción entre Ciencias y “Letras” adquirió un tinte extremo y un tono casi grotesco de desprecio institucional y popular por las Humanidades. Todavía es común en algunos círculos pensar que el retraso de la ciencia en España se debe a que el Estado ha fomentado las Humanidades y la formación “de Letras” frente a la formación científica y la inversión en Ciencia y Tecnología, lo que se da de bruces con la realidad del gasto en educación secundaria y especializada desde hace más de un siglo, desproporcionadamente inclinada a favor de las ciencias (y en todo caso insuficiente tanto para unos como para otros). Setenta años después de la publicación de su ensayo (cuando los gustos musicales españoles se inclinan más hacia el reggaeton y los productos preenvasados de las factorías tipo Operación Triunfo)el paisaje descrito por Snow ha cambiado. Ahora, aunque los humanistas consideran indispensable un mayor dominio de matemáticas y estadísticas del que tenían antes, es perfectamente aceptable entre nosotros que los científicos y tecnólogos muestren un completo desconocimiento de las principales figuras y géneros literarios y artísticos, y una menos que mediocre competencia para construir un mensaje en un registro culto del español oral o escrito.

Una de las preocupaciones que recientemente han ido creciendo a la hora de elaborar el currículum de la formación secundaria es el de la integración de los estudiantes inmigrantes o que proceden de otras tradiciones culturales minoritarias. La formación en la cultura clásica debería ser una de las herramientas en este esfuerzo colectivo, dado que no solo explica los orígenes (a menudo tortuosos y fallidos) de nuestras instituciones, sino que permite hacer que muchos estudiantes se identifiquen con ellas. Durante el Imperio romano, amplias zonas del norte de África, las zonas de donde provienen muchos de nuestros estudiantes, adquirieron un desarrollo económico y un prestigio cultural que no han vuelto a recuperar desde entonces. Autores latinos como Terencio, Apuleyo, San Agustín o Ptolomeo, provienen del norte de África, y una cantidad todavía mayor de pensadores y literatos griegos de primera fila como Meleagro, Menipo, Luciano, Orígenes, Plotino, Jámblico, etc. proceden de Egipto o del Oriente Medio. Los españoles y portugueses que colonizaron toda América Central y del Sur, y una buena parte de la América del Norte acudieron a ella sintiéndose los continuadores de una empresa imperial iniciada por Roma, lo que ayuda a entender la forma que tuvo esta colonización, con sus grandes aciertos y errores, sus abusos, y sus objetivos.

El estudio de la historia y la cultura de Grecia y Roma no exige un enfoque o una perspectiva exclusiva o privilegiada: todo lo contrario, requiere y estimula un enfoque amplio y diverso, que fomenta el pensamiento realmente crítico y rechaza el dogmatismo.

El estudio de la lengua, la cultura y la historia de Grecia y Roma (que incluye naturalmente la de España, donde los primeros se asentaron para su mutuo provecho, y desde la que los segundos comenzaron su Imperio), que normalmente llamamos “Griego”, “Latín” y “Cultura Clásica”, no viene a restar tiempo a la docencia de asignaturas indispensables: son materias indispensables del currículum de la secundaria que sirven como la plataforma ideal para contenidos transversales como  la educación en pensamiento crítico, la tolerancia, el respeto a las diferencias basado en su conocimiento, y que fomenta la integración. Colabora en los contenidos de las materias de Lengua, Literatura, Filosofía e Historia, y ayuda a la formación de una identidad compartida con el resto de los países de Europa. Además de todo ello, una educación secundaria en materias clásicas proporciona la base más firme e intelectualmente satisfactoria para un sistema europeo de educación en valores que proporcione a sus ciudadanos las bases firmes para su formación continuada a lo largo de toda su vida adulta, mucho más allá de la educación universitaria.

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