Las catedrales en las ciudades importantes, las iglesias en cada plaza de la localidad, las mezquitas, los cantos y llamadas a la oración, las campanadas llamando a misa, la publicidad en las marquesinas de las paradas de autobús, los días internacionales conmemorativos: nada existe ni se produce sin una razón e intencionalidad. Es lo que llamamos "imprimaciones", cuyo fin es recordarnos realidades para no olvidar que vivimos en sociedades religiosas, aunque no practiquemos, o en una sociedad con una economía de mercado, aunque no nos guste, o para recordarnos desigualdades e injusticias que hemos dejado de ver. Se han realizado estudios tanto en países de religión musulmana como cristiana, y está demostrado que las personas nos comportamos mejor o somos más justas, solidarias y equitativas en los momentos del día en los que se producen las campanadas, o los rezos llamando a la oración, que en otros momentos del día.
Otra vez, un año más se aproxima el ocho de marzo, y nuevamente es necesario conmemorar el Día de la Mujer. Otra vez, un buen amigo periodista, hombre, sabiendo lo que me gusta escribir y conociendo mi compromiso firme con la igualdad entre mujeres y hombres, me pide a mí, otro hombre, un artículo para una revista con motivo del ocho de marzo. Otra vez los hombres intentando monopolizar, incluso lo que no nos compete. Son los vicios de esta masculinidad totalitaria.
La verdad, vuelvo a sentirme abrumado, a cuestionarme si he de escribir sobre cuestiones tan transcendentales como las desigualdades que sufren las mujeres, y a tener de nuevo sentimiento de impostor.
Sin embargo, a pesar de todo, escribo este artículo. Es complicado, para un hombre masculino cisgénero, dejar de pretender ser.
Desmontando mitos, pongo un ejemplo, y hay uno que dice que las mujeres hablan más que los hombres, pero sin embargo está demostrado que los hombres somos los reyes de la verborrea, porque avasallamos, interrumpimos, acaparamos, explicamos y damos consejos todo el tiempo. Lean si no el libro “Cállate, el poder de mantener la boca cerrada”, de Dan Lyons.
“Vuelvo a cuestionarme si he de escribir sobre cuestiones tan transcendentales como las desigualdades que sufren las mujeres, y a tener de nuevo sentimiento de impostor”
Hace unos días estuve en una reunión del instituto de una de mis hijas, donde se nos informaba de una actividad extraescolar, y también se presentó la nueva junta directiva de la AMPA. A pesar de que las protagonistas eran dos mujeres, la profesora que organizaba el viaje y la presidenta de la asociación, los dos hombres presentes, director del centro y tesorero de la AMPA, no dudaron en interrumpir y quitar el micrófono a las mujeres en varias ocasiones, y no para decir nada nuevo que aportase, solo para hablar. Es un ejemplo más de cómo nuestra forma de actuar perjudica a las mujeres y a la igualdad, porque lo hacemos sobre todo si son ellas con las que interrelacionamos. Hagan la prueba y observen una conversación, comprobarán las veces que interrumpimos y quitamos la palabra, no para enriquecer, sino para dejar patente que somos más válidos, guapos e inteligentes que ellas.
Pero el estereotipo de la mayor habla de las mujeres tiene trampa, pues no se las juzga según si hablan más que nosotros, sino de si lo hacen más que las mujeres calladas. Los hombres hablamos más que las mujeres, de forma constante y regular, pero no nos damos cuenta, y creemos y decimos que son ellas las que no paran ni dejan de hablar. Según una investigación realizada en 2020, por la socióloga Dartmouth Janice MacCabe, los estudiantes universitarios varones hablan 1,6 veces más que las mujeres, y son más propensos a interrumpir, y hablar durante más tiempo. A su vez, un estudio realizado en 2017, en la Universidad de Rice (Texas, Estados Unidos) demuestra que en los colegios de primaria los niños hablan tres veces más que las niñas, y sin embargo el profesorado percibe que es al revés. También, que cuando hablamos, los hombres somos más partidarios de hacerlo sin levantar la mano, ni pedir permiso, hablamos sin más, parece que está en nuestro ADN.
A los hombres nos enseñan a imponernos y a dominar para obtener el poder, y una de las formas de hacerlo es a través del habla, hablando y no dejando hablar.
Otras de los caminos es la ocupación de los espacios, nuestro despatarre, la forma que tenemos de sentarnos, de acaparar, las piernas abiertas, estirados, sin ningún pudor ni respeto a la intimidad, libertad, ni seguridad de las mujeres que están a nuestro lado. Es la demostración de nuestra hombría y virilidad.
Pero está en nuestras manos cambiar, y aportar igualdad a los ocho de marzo, y aunque parezca sencillo y no lo sea, podemos lograrlo callándonos, escuchando activamente, dejando de interrumpir y avasallar, ocupando el lugar y espacio que nos corresponde, siendo civilizados, respetando los derechos de las mujeres, porque el mundo no es nuestro, aunque lo creamos. No es tan complicado, vamos a intentarlo.