Como pasa en las novelas de Harry Potter, el viejo sueño corporativista Colegial de encerrar los gimnasios tras una muralla de diplomas oficiales se topa con un vecino incómodo: la Unión Europea, siempre armada con su Código de Buen Sentido. Desde 2005, la Directiva 2005/36/CE proclama que lo que hace a un profesional no es dónde estudió, sino si puede demostrar competencias ante una “autoridad competente” – y esa autoridad puede expedir un diploma, un certificado… o simplemente reconocer la experiencia profesional acumulada, pero nunca coartar la libertad de circulación de profesionales.
Quien planee inventarse requisitos barrocos deberá pasar por el detector de metal del 2018/958 (Ese famoso “test de proporcionalidad” que exige justificar, con luz y taquígrafos, cada tornillo normativo). No vale gritar “¡salud pública!” y esperar aplausos; hace falta demostrar, con datos, que la valla es necesaria y, sobre todo, que no existe una versión más sencilla que haga el mismo trabajo, y con suficiente calidad.
La Comisión remata la jugada recordando que los deportistas y entrenadores son ciudadanos móviles: si un preparador de Turku quiere trabajar en Valencia, nadie puede obligarle a peregrinar por las siete plagas burocráticas. Las restricciones solo sobreviven si son mínimas, proporcionadas y transparentes. Y en Madrid, Valencia o Murcia, eso parece que no pasa.
¿Ejemplos prácticos? En Irlanda no hay ley que “licencie” al entrenador personal. Lo más parecido a un control de calidad es un registro voluntario (REPs Ireland) que certifica a quien quiera distinguirse, mientras el Estado observa, toma nota y no estorba. Y funciona: los gimnasios prosperan y los clientes siguen vivos. Además, sus entrenadores, pueden ejercer no solo en la UE, sino en todo el Espacio de la EFTA (Asociación Europea del Libre Comercio).
En los Países Bajos la historia se repite: si tu profesión no figura en la base de datos de “regulados”, abrazos y bienvenido; ejerce, factura y paga impuestos. El mercado juzgará tu pericia con la misma frialdad que juzga una bicicleta mal engrasada.
Alemania, patria del tornillo perfecto, tampoco se ha pasado al dogma de la colegiación obligatoria. Ser “Personal Trainer” exige, más que nada, una licencia privada (B-Licence) que la industria valora, pero el legislador no impone. Si demuestras competencia y te registras en Hacienda, ya puedes montar tu box de entrenamiento bávaro.
El sector, lejos de derrumbarse, se organiza solo: el European Register of Exercise Professionals (EREPS) publica en abierto quién cumple los estándares técnicos y éticos que el propio sector ha consensuado. Nadie te obliga a inscribirte; por eso mismo, quien aparece en la lista se lo ha ganado – y los consumidores lo saben.
La Comisión, mientras tanto, vigila a los aprendices de déspota con un manual de ironía: “antes de crear otro colegio profesional, pruébennos que el incendio existe y que el extintor obligatorio no pesa más que el edificio”. Eso, traducido del Eurocratés, significa que los monopolios de título y las cuotas de entrada deben justificarse con algo más sólido que el “siempre se hizo así” o el “necesitamos regular y controlar el mercado”.
Así que, cuando alguien sugiera convertir el gimnasio de barrio en un feudo académico, (con la correspondiente subida de cuotas) bastará recordar que en Europa basta con saber entrenar, tener un seguro y conocer a los clientes para no romperlos. El resto es oropel: lujoso, brillante y, para el ciudadano que quiere moverse sin escogorciarse, completamente prescindible.