El desgarrador sentimiento de orfandad se acrecienta cuando laausencia del ser querido y añorado se hace más y más insoportable. Hay muypocas personas que mantienen su presencia entre los vivos mucho tiempo despuésde muertos. Ese don innato de los elegidos secuenta con los dedos de las manos a lo largo de la historia. Este 18 de juniose cumple una década sin José Saramago, únicoPremio Nobel de las letras en portugués. ¿Quién en todo este tiempo no harecurrido a una pregunta retórica sin respuesta dirigida al escritor portuguéspara que intentara explicar lo inexplicable?
¿Qué ha pasado en el mundo para que un hombre como Donald Trump dirija el país más poderoso del planeta? ¿por qué la sociedad ha acrecentado su bipolaridad ideológica durante esta década pese al infausto recuerdo del pasado más reciente? ¿por qué personajes como Orbán, Bolsonaro, Abascal y otros en toda Europa reciben el aplauso de cada vez más ciudadanos? ¿por qué las desigualdades sociales, lejos de amortiguarse, no paran de aumentar?
Más incluso que su legado artístico queda el Saramago persona, ese ser en apariencia frágil y maleable tras unas gafas de pasta en las que una mirada penetrante y de hombre bueno sin más nos analizaba de arriba abajo en un plis plas sin fallar un milímetro su veredicto
Tantosy tantos porqués lanzadosal aire que solo la brillante reflexión de seres humanos tocados con la varita mágica de la excepcionalidad y la sencilleza un tiempo pueden lograr con ideas tan certeras como irrefutables. El escritorportugués era uno de ellos. De ahí que estos diez años hayan transcurrido conuna sensación de vacío irremplazable, de ahí que Saramago sea, hoy más quenunca, una presencia cada vez más necesaria yansiada en nuestras vidas.
Para ello, qué dudacabe, está el legado de su literatura, de una obra en general que nos enseñó a ser mejores personas, a querer soñarcon un mundo mejor, a buscar en la justicia social y la lucha por los idealesuna razón existencial de ser. Pero más incluso que su legado artístico queda el Saramago persona, ese ser en apariencia frágily maleable tras unas gafas de pasta en las que una mirada penetrante y de hombre bueno sin más nos analizaba de arriba abajoen un plis plas sin fallar un milímetro su veredicto. Su presencia en cualquieracto, conferencia o entrevista siempre tenía el aura deaquellos sabios griegos que reunían en torno a sí a decenas de jóvenesdeseosos de aprendizaje.
Nos quedan en lamemoria mil y una frases suyas, reflexiones hondasy en apariencia casi siempre sencillas, que los jóvenes seguirán escribiendo ensus carpetas escolares como lemas de causas imposibles,pero sobre todo mantenemos de este comunista irredento ycomprometido hasta el último aliento que la vida está para lucharlamás que para vivirla sin más, para dotarla de gestos que nos hagan mejorespersonas ante las generaciones venideras y no peores, como sucede en no pocoscasos.
Escribir con afán deartesano
Abordaba laescritura –recuerda su viuda, la periodista Pilar del Río–con afán de artesano, prácticamente como trabajaba el barro aquel inolvidablealfarero protagonista de su mítica novela La caverna.Por ensalmo, la vasija iba cobrando forma y, por tanto, vida. Así es cualquierobra literaria de este hijo de campesinosnacido en el pequeñísimo pueblo portugués de Azinhaga, a 90 kilómetros de lacapital. Parte de lo concreto, de lo pequeño,de lo insustancial en apariencia. Y poco a poco, con una escritura mágica queparece dirigirse a cada lector uno por uno, entre los millones de fielesadmiradores con que cuenta en el mundo, logra trascender cualquier trama paraelevarnos a reflexiones universales.
Saramago no tenía respuestas para todo, ni lo pretendía.Pero al menos hacía de este mundo algo más entendible de lo que realmente es.Muchos cuerdos como él hacen falta en un planeta abocado irremisiblemente acumplir la máxima de cuanto peor mejor. Saramago, inmenso grano de arena en eluniverso, se te echa mucho de menos.