La defensa de Cristina Álvarez, asistenta de Begoña Gómez en la Presidencia del Gobierno, ha presentado un duro escrito contra el juez instructor Juan Carlos Peinado. En un recurso presentado ante la Audiencia Provincial de Madrid, su abogado, José María de Pablo, acusa al magistrado de forzar la imputación de un delito de malversación, pese a que ese mismo tribunal ya había descartado esa posibilidad.
El origen de la controversia reside en la decisión de Peinado de atribuir a Álvarez un delito de malversación por el envío de correos electrónicos personales durante su labor como asesora en Moncloa. Para justificarlo, el juez pidió acceso a todos sus emails desde 2018. Según la defensa, esta acusación se apoya en una lectura parcial y “descontextualizada” de un auto anterior de la Audiencia Provincial que eximía a la funcionaria de ese delito.
El argumento central de la Audiencia había sido claro: un funcionario destinado a cubrir funciones privadas de un superior no incurre en prevaricación; y tampoco su superior en malversación, salvo que se demostrara que el funcionario cobraba un sueldo sin realizar las tareas propias de su cargo. En el caso de Álvarez, la Audiencia entendía que no existía tal situación.
De Pablo llevó la discusión al terreno práctico: si enviar correos personales en horario laboral puede constituir malversación, ¿deberían abrirse macrocausas contra todos los funcionarios que hacen llamadas privadas desde sus oficinas o pasan recados personales? Para el abogado, el razonamiento de Peinado abre la puerta a una “interpretación disparatada” de la figura de la malversación, incompatible con la práctica cotidiana de la administración.
En su escrito, incluso cuestiona la coherencia del magistrado, recordando que en fases anteriores de la instrucción había descartado investigar tanto a Álvarez como a la propia Gómez por este mismo delito.
La defensa denuncia lo que considera un pulso institucional: el juez instructor “ignora” deliberadamente a la Audiencia, mutilando sus resoluciones para sostener una investigación sin fundamento. Y va más allá, al afirmar que la imputación contradice también el criterio del Tribunal Supremo, que recientemente rechazó abrir causa contra el ministro de Presidencia, Félix Bolaños, por la contratación de Álvarez.
Aunque el Supremo se limitó a analizar la posición del ministro y no la de la asistenta, De Pablo insiste en que la doctrina de la máxima instancia judicial es clara al distinguir entre meras hipótesis y verdaderos indicios de delito.
El debate de fondo trasciende el caso individual: ¿dónde termina el uso legítimo de recursos públicos y dónde comienza la malversación? La defensa recuerda que en siete años Álvarez envió apenas tres correos personales, “menos de medio al año”, sin que consten quejas ni incumplimientos de sus obligaciones. Para Peinado, esos mensajes son prueba de un desvío ilícito de funciones. Para la Audiencia, y para la defensa, se trata de un ejemplo nimio convertido en causa penal.
Lo que emerge es un choque entre diferentes concepciones del control judicial. De un lado, un juez instructor que parece decidido a ampliar el perímetro de la investigación. Del otro, un tribunal superior que insiste en marcar límites claros entre la mala praxis administrativa y el delito penal. La resolución del recurso determinará no solo el futuro procesal de Álvarez, sino también hasta dónde puede llegar la justicia española al fiscalizar el uso de recursos en el entorno más próximo al presidente del Gobierno.
La defensa lo resume en un alegato que apunta tanto a lo jurídico como a lo institucional: “La firmeza sin concesiones mostrada por el Tribunal Supremo ante lo poco ortodoxo de la presente instrucción es la que pedimos a la Audiencia”. El desenlace, como ocurre a menudo en la política judicial española, no será meramente técnico. Tendrá ecos inevitables en el debate público sobre la frontera —siempre difusa— entre las lealtades personales y el servicio al Estado.