En la vida política moderna, los límites entre lo institucional y lo personal rara vez son nítidos. El episodio judicial que envuelve a Begoña Gómez, esposa del presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, lo demuestra con claridad. Gómez compareció esta mañana ante el juez Juan Carlos Peinado como investigada por presunta malversación. Su testimonio fue breve, pero ha abierto un debate más amplio sobre transparencia, poder y los espacios difusos en los que se mueven las parejas de los líderes políticos.
En su declaración, Gómez explicó que su asesora, Cristina Álvarez, (también imputada) desempeñaba funciones logísticas: organizar su agenda, preparar reuniones y acompañarla a actos oficiales. Pero admitió que le había hecho algún “favor” personal. El ejemplo más citado fue un correo enviado desde la cuenta corporativa de Moncloa a la aseguradora Reale, animándola a mantener su patrocinio de la cátedra que Gómez dirigía en la Universidad Complutense.
Ese gesto, que en otro contexto podría parecer inofensivo, se ha convertido en el epicentro de un procedimiento judicial. Para el juez Peinado, la cuestión no es el correo en sí, sino si el uso de una asesora con salario público para fines privados constituye un desvío de recursos públicos. La defensa lo niega con rotundidad, calificando el episodio como un simple apoyo personal, producto de la amistad y de la relación profesional intensa —“24 horas, 7 días a la semana”— que exige ese puesto.
El caso encarna una tensión estructural en las democracias contemporáneas: las parejas de los líderes políticos han asumido roles cada vez más visibles, pero la regulación de sus funciones es difusa. En Francia, los privilegios de la primera dama generaron controversia durante la presidencia de François Hollande. En Estados Unidos, las oficinas de las primeras damas se justifican bajo la etiqueta de “apoyo institucional”, aunque su actividad pueda beneficiar proyectos propios. En España, donde el cargo de consorte carece de reconocimiento legal, todo se mueve en un terreno pantanoso.
El dilema es político tanto como judicial. La izquierda española ha defendido históricamente la transparencia y la ejemplaridad en el uso de fondos públicos. El hecho de que la esposa del presidente sea objeto de investigación ofrece munición a la oposición, que denuncia posiblemente de manera hiperbólica un patrón de opacidad en la Moncloa.
La estrategia de la defensa de Gómez (reducir el episodio a un gesto puntual, impropio de un delito de malversación) busca restar trascendencia. Pero el impacto político no depende solo de la letra del Código Penal. En la era de la política-espectáculo, la percepción importa tanto como la legalidad. Y la imagen de una asesora pública enviando correos en nombre de la esposa del presidente a una empresa privada refuerza el relato de connivencia entre el poder político y el económico.
Más allá de la figura de Gómez, el caso refleja un problema sistémico: la dificultad de separar las esferas pública y privada cuando se trata de los entornos familiares de los dirigentes. El riesgo es doble: por un lado, el de instrumentalizar recursos del Estado para intereses particulares; por otro, el de utilizar la justicia como arma política, amplificando gestos menores hasta convertirlos en escándalos nacionales.
España, como otras democracias europeas, carece de un marco claro para regular el papel de los consortes de los jefes de Gobierno. En ausencia de normas precisas, cada movimiento se interpreta en clave partidista. El resultado es un círculo vicioso de sospecha, judicialización y desgaste institucional.
Sea cual sea el desenlace judicial, el episodio de Begoña Gómez ofrece una lección incómoda: en la política del siglo XXI, la transparencia no es solo una exigencia legal, sino una condición de legitimidad. La línea entre lo público y lo privado no puede depender de favores, amistades o interpretaciones ad hoc. Si no se establecen reglas claras, los líderes y sus familias seguirán expuestos a sospechas que, fundadas o no, erosionan la confianza ciudadana en las instituciones.